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Authors: Jorge Magano

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

Fabuland (15 page)

BOOK: Fabuland
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Rob analizó la situación lo más rápido que pudo. Los tuétanos se habían dado prisa en poner fuera de combate a Haba, lo que significaba que conocían sus poderes. Miró a Naj, que se encaraba ceñudo a sus captores sin atreverse a hacer ningún movimiento, y luego se fijó en el tuétano que parecía ser el jefe.

—¡Vamos, la cerda! —insisto éste llevándose la mano a la empuñadura de la espada.

—¿Qué cerda? No tenemos ninguna cerda.

—¡Mientes! Entrégame esa cerda, baktus, o te patearé hasta hacerte pulpa.

Aquello era físicamente posible, ya que Rob no era más alto que la bota del tuétano, pero a pesar de la amenaza y del miedo que sentía decidió insistir en que no había ninguna cerda con ellos.

—¿No lo ves? —dijo mirando a su alrededor—. Estamos solos.

—¿Hacia dónde os dirigíais?

—Vamos a pescar al Mar Curioso. Dicen que hay unas lubinas gigantescas.

—A pescar, ¿eh? ¿Sin cañas ni redes?

—Un amigo nuestro nos espera allí con el equipo. No sé qué queréis ni a quién buscáis, pero os aseguro que estáis cometiendo un error.

El tuétano permaneció en silencio un instante. Miró a la rana que seguía inerte en el suelo cerca de la orilla y luego al enorme gregoch custodiado por sus hombres. La descripción que le había dado el mago coincidía del todo con la de aquellos tres seres. Sin embargo era cierto que por allí no había ninguna cerda. A no ser que…

—Muy bien, baktus. Dame tu bolsa.

—¿Qué bolsa?

Una manaza en avanzado estado de descomposición agarró a Rob por las piernas y lo sacudió en el aire. Su sombrero verde salió volando, igual que la bolsa del inventario, que cayó junto al pie del tuétano antes de que éste lo soltara a él y se estampara de cabeza contra el suelo.

Mientras el general Bígaro volcaba la bolsa y desparramaba todo su contenido sobre la hierba, Rob miró a Naj y le hizo un leve gesto con la mirada que el otro captó enseguida.

—Naj —le llamó vigilando con nerviosismo al tuétano que hurgaba entre sus pertenencias—. El chuki-chuki.

—¿Qué?

—¡El chuki-chuki!

—¡Silencio! —ordenó uno de los tuétanos clavando la punta de su lanza en el duro trasero del gregoch.

—¿El chuki-chuki? —preguntó éste sin hacer caso al pinchazo—. ¿No era esa la enfermedad que tenía el Sabio Silvestre en los riñones?

—Eso era el wiki-wiki. El chuki-chuki se baila. ¡Se baila!

—¡He dicho que silencio! —repitió el soldado clavando de nuevo la lanza en el trasero de Naj, que esta vez emitió un breve quejido.

Mientras tanto, el general Bígaro había encontrado un diminuto objeto azul que al mirarlo más de cerca le hizo soltar una exclamación de triunfo.

—¡Es la cerda! ¡Sabía que me mentías, baktus!

Rob vio que era el momento de hacer algo y no esperó más. Saltó todo lo alto que pudo y golpeó con la punta de su bota la cara del tuétano.

—¡El chuki-chuki, Naj!

El chuki-chuki era un baile tradicional de Uzkeleben, un país situado en la región más oriental de Mundomediano.

Rob y Naj tuvieron ocasión de presenciarlo una vez, durante una feria de intercambio cultural que se celebró en Leuret Nogara, y quedaron fascinados por su espectacularidad. Una mujer con una vara de madera se situaba en el centro de un corro de hombres (todos ataviados con el traje típico de Uzkeleben: falda verde, camisa blanca y gorro rojo) y, a través de una serie de giros y piruetas, lograba derribarlos a todos con la vara. El baile terminaba con los hombres tirados en el suelo y la mujer saltando de uno a otro, como quien cruza un río por un camino de piedras.

Eso fue lo que hizo Naj. Con la velocidad del relámpago, desenvainó el machete y se puso a girar como una peonza, aunque con menos gracia que la bailarina de Uzkeleben. Los tuétanos se agacharon para evitar que la afilada hoja les cortara la cabeza, y Naj aprovechó para ejecutar la segunda parte del número: saltar sobre ellos. El tuétano que estaba más cerca quedó con la cara contra el suelo mientras soportaba como podía los doscientos kilos de gregoch y sus compañeros, confundidos, retrocedían unos pasos.

Rob, mientras tanto, había aturdido con su patada al general Bígaro y corría hacia donde yacía Haba, todavía inconsciente. La cogió de un anca y la lanzó al agua al tiempo que gritaba a Naj:

—¡El escudo! ¡El escudo!

Naj no comprendió nada, ocupado como estaba en aterrorizar a los doloridos tuétanos, así que Rob tuvo que tomar la iniciativa. Se acercó al jefe, le quitó el escudo de madera y pieles y lo lanzó al río, donde Haba había vuelto en sí y se preguntaba qué hacía flotando en la corriente.

Rob se puso a dar saltos para llamar la atención de Naj.

—¡Vamos, Naj! ¡Al agua! ¡Vamos, vamos! ¡Al agua!

El gregoch reaccionó y, después de hacer huir a los tuétanos con una mueca y un grito, echó a correr hacia el río, donde Rob y Haba estaban ya encima del escudo flotante.

—¡Yo no puedo subir ahí! —protestó Naj.

Entonces, desde la orilla, algo silbó y le rozó el cuello. Al darse la vuelta vio que los tuétanos se habían reagrupado y les disparaban con sus ballestas.

Una flecha pasó a pocos centímetros de Rob y cayó en el agua segundos antes de que otra se clavara en el escudo, quedando allí erguida como una bandera sobre un pico recién conquistado. Los tuétanos se dieron cuenta de que el blanco más fácil lo encarnaba el enorme gregoch, así que apuntaron hacia él y a una señal del general Bígaro una lluvia de flechas se precipitó sobre Naj, indefenso en medio del río mientras el escudo, llevado por la corriente, se alejaba con sus compañeros a bordo.

Naj sintió un impacto brutal al ser alcanzado. Su cuerpo se estremeció y salió despedido hacia delante. El río lo recibió como una amante mortal y la corriente empezó a arrastrarlo, pero Naj no sentía dolor. Ni siquiera notaba estar herido. Lo que sí notaba era que le costaba luchar contra la corriente, que tiraba de él con una fuerza más propia de unos rápidos que de un tranquilo riachuelo. También, aunque no podía asegurarlo, tuvo la sensación de que al caer al agua había visto las flechas pasarle por encima.

Entonces sintió una sacudida, como si algo hubiera estallado en el agua, y vio que una criatura gigantesca avanzaba hacia él. Naj gritó cuando una manaza lo agarró, lo sacó del agua y lo depositó sobre una superficie plana y flotante.

—Qué suerte la tuya, compañero —dijo el gigante, que tenía un parecido increíble con Rob McBride—. Si no es por Haba no lo cuentas.

Antes de que Naj pudiera comprender lo ocurrido, otra lluvia de flechas se precipitó sobre el escudo, y poco faltó para que una de ellas alcanzara a Rob.

—¡Venga, Haba! —apremió—. ¡Completa la faena!

—Ahora mismo, amigo —respondió la rana. La concentración le resultaba difícil cuando se encontraba medio aturdida, sobre un escudo en mitad del río y siendo atacada por un grupo de tuétanos, pero al final lo consiguió y primero Rob, luego ella y finalmente el escudo, redujeron su tamaño hasta parecer réplicas a escala de ellos mismos.

—¿Y ahora qué, babosas putrefactas? —se burló Naj, que había recuperado el control de la situación y agitaba los puños contra los soldados tuétanos. El miniescudo se alejaba cada vez más deprisa de los arqueros, que disparaban a ciegas sin acercarse lo más mínimo al blanco.

Sin embargo los problemas no habían terminado. Debido a la pequeñez del escudo, la corriente del río los empezó a empujar con una fuerza similar a la de una catarata, haciendo que mantener el equilibro sobre la oscilante superficie les costase un esfuerzo sobrehumano. Para colmo, el escudo no hacía más que hundirse y salir a flote para luego volver a hundirse, cada vez con más frecuencia.

—¿Nos persiguen? —preguntó Haba entre dos inmersiones.

—¡No hay manera de saberlo! —gritó Rob—. Será mejor que nos devuelvas a nuestro tamaño normal antes de que esto vuelque.

Naj miró hacia atrás para asegurarse de que estaban lo suficientemente lejos de sus agresores, pero lo único que distinguió hasta donde le alcanzaba la vista fue agua.

—¡Necesito concentración! —protestó Haba—. ¡Y en esta montaña rusa no hay manera de concentrarse!

—¡Pues haz un esfuerzo o acabaremos de comida para lubinas! ¡Y ahora sí puedo jurar que son ENORMES!

La corriente del Hebra aumentaba de velocidad a medida Hite se iba aproximando a su desembocadura en el Río Nudoso. A pesar de que hacía rato que el escudo permanecía más tiempo bajo el agua que sobre ella, Haba trató de abstraerse y concentrarse en el hechizo. Estaba a punto de conseguirlo cuando Naj pegó un alarido:

—¡Un tronco! ¡Un tronco justo enfrente de nosotros! La ramita que flotaba en el río se convertía a los ojos de aquellos miniaventureros en una gruesa viga capaz de hacer pedazos el escudo y mandar a sus ocupantes a pique en cuestión de segundos. Haba aprovechó los restos de su concentrado estado mental para estirar los dedos y lanzar una bola de energía al escudo, pero un inoportuno golpe de agua desvió su trayectoria y alcanzó a Naj.

El desastre se cernió sobre ellos como una avalancha. Al recobrar su tamaño normal, el peso del gregoch hundió el diminuto escudo hasta que tocó el lecho del río, lanzado a Mini-Rob y a Mini-Haba en distintas direcciones mientras lanzaban gritos de auxilio que Naj no alcanzó a oír.

El escudo no se movió del légamo del fondo cuando Naj levantó los pies y nadó hacia la superficie buscando a sus dos amigos. Los vio algunos metros por delante: una bolita verde y otra roja que flotaban hacia el punto donde el Hebra se convertía en el Río Nudoso. Echó a nadar hacia ellos, esperando alcanzarlos antes de que llegaran adonde el río redoblaba su fuerza. Desde donde estaba pudo distinguir varias piedras que afloraban a modo de islotes entre una masa de agua burbujeante que formaba remolinos.

Mientras tanto, Haba se dejaba llevar por la corriente al tiempo que intentaba concentrarse en el hechizo; pero si encima del escudo le había sido difícil, sin tener nada sólido bajo sus palmeados pies la tarea rayaba la imposibilidad. Miró hacia delante y vio que Rob entraba en una zona especialmente turbulenta, con grandes piedras que parecían montañas entre las cuales discurría un retorcido tobogán de agua embravecida. Enseguida le tocó el turno a ella, que sintió cómo su piel sufría numerosos golpes y raspaduras al contacto con las rocas, momentos antes de caer por un surtidor que la arrojó a un río mucho más ancho. Estaba sin duda en el Río Nudoso, y si seguía a la deriva no tardaría en llegar al mar.

Haba había perdido la noción del tiempo y el espacio. Podía hacer semanas o siglos que se dejaba llevar por la corriente, daba igual; y podían pasar otras tantas semanas, o siglos (¡o milenios!), que ella no apreciaría la diferencia. Entonces chocó contra algo, una superficie elástica y mullida que detuvo su carrera río abajo. Sus ancas se enredaron en algo y comprobó que había alguien a su lado. Era Rob, que también luchaba contra aquello que les había hecho frenar y se enrollaba a su alrededor como si pretendiera devorarlos. Notaron una especie de tirón y comenzaron a ascender dentro de aquella maraña que los retenía, que no parecía ni animal ni vegetal. Prisioneros junto a ellos había también un cangrejo de río, dos pequeños gobios (que a sus ojos no parecían tan pequeños) y una docena de gusarapas. Entonces comprendieron que habían ido a parar a una red. Alguien los había pescado y en ese momento los depositaba a bordo de una barca.

—Caramba, mira por dónde —dijo una voz alta y potente que estuvo a punto de dejarlos sordos—. Parece que hoy tampoco pasaré hambre.

El que tenían delante era un individuo de aspecto agradable, aunque parecía fuera de lugar allí. Se trataba de un humano, de eso no había duda, y lucía una piel bronceada en la que destacaban unos ojos amistosos del color de la aceituna. Vestía una vieja camisa púrpura cuyas mangas sobresalían de un desgastado chaleco que lo mismo podía haber sido negro que verde, y se tocaba con un sombrero oscuro del tipo que solían usar los piratas. Aquel sujeto quedaría mejor en alta mar, abordando buques mercantes y lanzando sonrisas cínicas, que en una vieja y solitaria barcucha en mitad de un río. Sin embargo allí estaba, mirando con aire curioso y hasta burlón sus piezas recién pescadas.

—¡Rayos y pólvora! —exclamó con una gran sonrisa—. Me dijeron que las aguas del Río Nudoso empezaban a estar algo contaminadas, pero nunca pensé que pescaría aquí una rana roja y un… ¿enanito? ¡Seguro que en Port Varese me dan un premio por esto!

El pescador apretó el nudo que cerraba la red, se cercioró de que iba bien atada a la barca y la dejó caer al agua para mantener a sus presas con vida el mayor tiempo posible. Pensaba que al haberlas capturado en el río serían criaturas acuáticas y no se ahogarían, pero como es lógico no fue así, y en el momento en que se hundieron de nuevo en el agua, Rob y Haba empezaron a asfixiarse.

Kevin vio angustiado cómo en lo alto de la pantalla aparecía una barra azul que se iba volviendo negra por uno de los extremos a medida que Rob se iba quedando sin aire. Pulsó la tecla «i» para accionar el menú de inventario, pero recordó que los tuétanos le habían quitado la bolsa con todas sus pertenencias. Abrió la ventana del messenger y escribió algo a toda velocidad:

Kevin
dice:

Se acabó. Estoy muerto.

Poder_de_Gregoch
dice:

Ni lo sueñes, tío. Yo me encargo.

El pescador remaba siguiendo la corriente cuando vio algo que le puso alerta. De entre la espadaña de la orilla derecha del río salió un monstruo horrible que se dirigía directamente hacia él. Debía de medir dos metros y tenía el cuerpo velludo, de un color parecido a la mostaza. Su cara era idéntica a la de un jabalí, y si esto no era lo suficientemente temible, bastaba con fijarse en el gran machete que portaba en su mano. Pero lo más escalofriante era el lazo que llevaba en la cabeza, un detalle tan morboso como aterrador. Aquel tramo del río era poco profundo, por lo que el monstruo avanzaba a paso rápido por el agua. En menos de un minuto lo tendría encima. El pescador dejó los remos y desenfundó la pistola que colgaba de su cinturón. Con gran destreza, cargó una bala y un puñado de pólvora y apuntó a la bestia, que ya estaba casi a su lado. Pero antes de que pudiera disparar, el monstruo hizo algo muy raro: en lugar de atacar, se tiró al agua dejando que ésta cubriera todo su cuerpo. La respuesta a su inexplicable actitud vino en forma de gritos y puntas afiladas. Una lluvia de flechas cayó sobre la barca en el instante en que el monstruo se sumergía, y el pescador alcanzó a ver a un grupo de cinco tuétanos que disparaban desde la orilla. El hombre giró el arma y disparó contra el ballestero que estaba más cerca, derribándolo de inmediato.

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