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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Fantástico

Esperanza del Venado (28 page)

BOOK: Esperanza del Venado
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La Taza de la Mano Derecha estaba hecha de piedra, de piedra burda sin pulir, y sin figuras ni esculturas, salvo que estaba tallada para formar la curva adecuada que se requería incluso en las granjas. Antes había bebido el alma de la mujer y ahora extendió la mano derecha para tomar en ella el alma del hombre. La piedra no era tan pesada como había supuesto, y casi derramó el líquido, pero el fluido blanco y espeso era denso y lento como el barro, y no rebasó los bordes.

Esta vez la bebida era caliente y no bajó tan rápidamente como la anterior. En la granja hubiese sido crema, y tal vez aquí también lo fuera, pero era dulce, penosamente dulce y caliente al punto de quemarle la lengua. Pero se bebió todo el contenido, y dejó la taza en su sitio lentamente, saboreando el calor que luchaba con el frío y vencía. Sabía que se había ruborizado y que tenía el rostro encarnado. Tomó aliento y se apoyó a gatas sobre el suelo mientras su cuerpo absorbía el calor del alma del Hombre.

Entonces los sirvientes retiraron las Dos Tazas, y los demás lo condujeron a una silla dorada cubierta con espeso terciopelo rojo, donde se sentó a la espera del Anillo Rojo.

Pero no de madera pintada; el que le trajeron estaba íntegramente tallado en un rubí. El valor escapaba tanto a la comprensión de Orem que sólo después de largo rato reparó en que el precio del anillo bastaba para comprar mil granjas como la de su padre y que el sobrante permitía comprar diez mil esclavos que trabajaran en ellas.

¿En qué dedo? ¿Cómo habían decidido sus hermanos? Todo su futuro pendía de esta elección.

Levantó la mano izquierda, la mano de la pasión, sin pensar mucho en el significado, sólo porque era la mano que quería alzar. El sirviente tomó el anillo entre el pulgar y el índice y aguardó a que Orem escogiera el dedo. Y Orem se decidió por el único dedo que ningún hombre hubiese escogido nunca. Eligió el meñique, el más pequeño, el dedo de la debilidad y la rendición. La vergüenza de su elección le hizo ruborizarse, pero sabía que no le cabía otra alternativa. ¿Por qué?, se preguntó.

Pero ese día no sabía el porqué de nada. Todo era demasiado rápido, demasiado extraño, demasiado inexorable. Había pensado en ganarse un poema. En cambio, acababa de finalizar la Danza de la Descendencia. Se desposaba, ahora, a los dieciséis años; y con todo lo que había sucedido en su Danza de la Descendencia, a Orem no le cabían dudas sobre la identidad de la esposa, aunque era un pensamiento tan escandaloso que jamás se habría atrevido a pronunciar su nombre en voz alta.

Para su sorpresa, nadie le pidió que se levantara de la silla. En cambio, con el anillo de rubí en el meñique izquierdo, permaneció sentado mientras los lacayos pasaban varas por las anillas que había a ambos lados de la silla y lo alzaban en volandas antes de retirarlo de la sala. No había puerta en el extremo: la pared se partió en una gran hendidura desde el techo hasta el suelo, y entonces se deslizó a ambos lados, y le llevaron en presencia de la Reina.

LA TIERNA BODA DE BELLEZA CON EL HIJO DE SU ESPOSO

Detrás de él las paredes se cerraron y la única luz de la habitación fue la de la luna, que provenía de inmensos ventanales y se reflejaba sobre el millar de espejos que cubrían las paredes. Bajo la luz plateada y fragmentada, la vio sola, de pie, desnuda en el suelo, y sus pies eran blancos y suaves como el frío mármol del cual parecían haber sido tallados. ¿Dudas de que pueda describirla? Su melena era larga y abundante y le llegaba por debajo de la cintura; el de su cabeza era el único cabello que orlaba su cuerpo. Podía haber sido una niña, de no ser por los senos perfectos y pequeños que en su tenue subir y bajar eran la única prueba de que estaba viva.

Él reconoció su rostro. Era la faz perfecta, anhelante, adorable e inevitable de la mujer de su sueño. Era la virgen que clamaba por su m s tierno amor. Era la Reina Belleza, y ahora era también su consorte.

Se puso de pie, apenas consciente de su cuerpo delgado y desproporcionado, con el torso oloroso y terso; pero pronto no pensó más en avergonzarse de lo poco que podía ofrecerle a la única mujer perfecta del mundo. Porque ella levantó la mano, la derecha, y el anillo de oro que lucía estaba en el dedo imposible, en el dedo que menos podía haber esperado: el meñique de su mano derecha. Y mientras él avanzaba hacia ella, con su mano erguida, vio que los anillos de sus dedos descansaban a la misma altura de la punta.

Si él había elegido rendir toda su pasión, ella había escogido rendir toda su voluntad.

—¿Eres virgen? —susurró, con voz suave e imperiosa.

El asintió con la cabeza.

No fue suficiente. Con impaciencia, ella volvió a preguntar:

—¿Mi niño, mi esposo, mi Reyecito, alguna vez tu simiente ha sido derramada en el vientre de otra mujer?

Y Orem habló, aunque no supo bien de dónde le provenía la voz.

—Jamás.

Ella se inclinó hacia él y le besó. Fue un beso frío, pero prolongado, y Orem deseó que no terminara jamás. Y mientras ella le besó, sus senos se inclinaron para posarse sobre su pecho, y entonces sus caderas se encontraron y la mano izquierda de ella le abrazó

por la espalda y Belleza se adhirió a él. No pensó en los rostros deformes de las hermanas ni en la prostituta que había sido incapaz de aprovechar; no necesitaba ni deseaba pensar en lo que su cuerpo podría o no podría hacer. El beso concluyó.

—Jamás te amaré —susurró—. Jamás tendrás mi corazón. —Pero el timbre de su voz vibraba de amor, y Orem tembló ante el poder que tenía sin valerse de su magia.

¿Debía responderle? No podía. Porque había puesto la sortija sobre el dedo de la pasión y eso era promesa de amor absoluto y eterno. Pero en su corazón supo, sin entender por qué, que él tampoco la amaría nunca. Su corazón se había rendido, pero no a ella; la voluntad de ella se había rendido, pero no a él.

—Tendremos un hijo —le dijo con suavidad, conduciéndolo a un sitio donde el suelo daba paso al vasto océano de un tálamo nupcial.

—Será un varón —prosiguió mientras los dos se arrodillaban y sus manos se posaban sobre el cuerpo de él.

—Le daré todo de mí —añadió— y es por eso que no me quedará nada para ti.

Estuvieron toda la noche tendidos uno al lado del otro, y el niño docemesino fue concebido. Orem supo el instante en que sucedió, ya que la Reina gritó de regocijo y por un momento no pudo mirarle los ojos de tan brillantes que eran.

—Estoy en ti y soy tuyo —habló Orem sin palabras.

Tú también tuviste su cuerpo dos veces, Palicrovol. Una vez ella no te quería y la otra no la querías tú. ¿Pero alguna vez miraste su rostro y dijiste estoy en ti y soy tuyo? No le diste ninguna Danza de la Descendencia, Rey de Burland. ¿Lamentas que por una vez en su vida tuviese un hombre que la amó con todo su corazón, aunque solo por ese único instante?

Y si te tortura saber que en su vida otro hombre estuvo con ella, consuélate pensando que sólo la tuvo en ese momento, y que durante semanas Orem no supo hacer más que pensar en esa noche con Belleza. Y cada vez que lo hacía su cuerpo se erguía y se derramaba en sí violentamente de sólo recordarlo. Cuando Belleza posee a un hombre, Palicrovol, ¿cabe hacerlo responsable de lo que hace su cuerpo?

Y sin embargo no quiero decir que a ella la obligara del modo en que te obligó a ti.

Orem sabía como ningún otro hombre podía saberlo que no se trató de magia. Esa noche ella no había impuesto hechizo alguno sobre él. No podía haberlo hecho, ya que un niño de doce meses de preñez no se concibe a fuerza de magia. Lo que Orem sintió por ella fue genuino, y no sólo por amor a su cuerpo perfecto. Conozco a Orem de verdad y sé que cuando amó a su desposada no quiso a una Reina sino a la niña Asineth que podía haber sido de no haber sufrido semejante devastación durante su infancia.

¿Es por eso que le odias tanto, Palicrovol? ¿Porque conoce a la mujer que ella pudo haber sido?

19
LAS COMPAÑIAS DE LA REINA

De cómo Orem llegó a ser llamado el Reyecito y cómo conoció a los que tan cruelmente, y tan gentilmente, usaron de él.

EL AMOR DE BELLEZA

—¿Quién puede culpar a Orem el Carniseco por haber despertado sorprendido, maravillado de alegría? Por primera vez en su vida la verdad era mejor que el sueño, y más improbable. Durante esa primera hora creyó haber conseguido nombre, poema y lugar, todo en uno, y que todos eran felices. La luz del sol danzaba desde un millar de espejos. Y más:

Creo que si Belleza hubiera sido gentil con él, la habría amado y así nosotros y los dioses habríamos estado perdidos.

Pero si Belleza hubiese sido capaz de ser amable, no habría sido necesaria su muerte para liberarnos a todos de sus ataduras.

Conque vamos en círculos. Y he aquí el círculo más cruel de todos, Palicrovol: creo que, hacia el fin de su vida, Belleza amó a Orem el Carniseco de modo muy similar a aquel con que la Princesa Flor amó a su Rey. Si bien Orem había nacido cuando Belleza ya llevaba tres siglos en el poder, la niña Asineth había encontrado a su amante: a un soñador, a un buen hombre, a un hombre amable que pensaba menos en su plan que en las personas involucradas en él. En eso se distinguía de ti, Palicrovol, y es por eso que ella le amó.

Pobre Belleza. ¿No me cabe compadecerla a ella, más que a ningún otro ser? Ella le amó, pero sólo había aprendido una forma de demostrar su amor: por medio de la crueldad y el insulto. Después de todo, ¿a quién amó más en todo el mundo? A los que vivieron a su izquierda y derecha durante tres siglos: a Comadreja Bocatiznada, a Urubugala, y a Pusilánime. Eso era lo que conocía del amor. No debe asombrarnos que Orem jamás reconociera su amor cuando ella se lo brindó. Aún ahora, si él supiera que ella le amó se le partiría el corazón.

Pero no lo supo, y no lo sabe, porque esta es la forma en que ella lo trató desde su primer día como marido y mujer.

LE LLAMARON EL REYECITO

Por la mañana le vistieron con brocados y terciopelo, con telas tan pesadas que al principio le doblaron el cuerpo y le hicieron verse un tanto ridículo. Él no sabía cómo lucir los ropajes de un Rey; como sabes, eso no es algo innato en un hombre. Entonces le condujeron por Palacio, murmurando a su oído los nombres de las salas para que pudiera referirse a ellas, aunque él todavía no sabía qué hacer con la Cámara de las Estrellas o con el Salón de los Áspides, con el Porche de los Lamentos o con la Sala de los Toros Danzantes.

Al pie de una escalera vio a un hombre que parecía fuera de lugar, ya que en lugar de vestir librea llevaba un viejo taparrabos gastado y estaba cubierto con manchas del color de la madera. La espalda del anciano se veía retorcida, como si la hubieran doblado grandes manos. Se inclinaba sobre la escalinata, vertiendo un fluido claro sobre la madera y frotando para que penetrara. Orem sólo se detuvo para no pisar sobre su labor.

El hombre levantó la vista y le miró. Sus cejas eran espesas como bigotes, y eran el único pelo en su cabeza. La piel de su rostro era transparente y las venas y arterias se traslucían azules y rojas por debajo de la superficie. Los ojos, profundos como el ámbar, espesos como la crema y sin pupilas. Sin pupilas.

—¿Eres ciego? —preguntó Orem suavemente. Sin duda no podía ver sin una abertura que permitiera la visión, ¿pero acaso no había levantado la vista hacia él?

—Soy ciego a la luz —musitó el anciano, sin apartar la mirada del rostro de Orem.

¿Dónde había visto antes unos ojos así?

—¿Quién eres? —preguntó Orem.

—Soy Dios —dijo el anciano. Sonrió y su boca no tenía dientes, ni lengua, ni nada de nada. Sólo negrura por detrás de los labios. Entonces se inclinó de nuevo sobre su tarea y los sirvientes suavemente apartaron a Orem escaleras arriba.

¿Quién sino el Reyecito podía haber hablado con un sirviente desnudo que enceraba las escalinatas? Una cosa es segura: sólo podía haber escuchado la respuesta que oyó Orem alguien que llevara consigo un hoyo invisible sobre el Ojo Inquisidor de la Reina. Él no comprendió; no olvidó tampoco, a pesar de todo lo que aprendió de la Reina Belleza antes de que llegara su hora.

¿Quién sino la Reina Belleza podía ser vista en la Cámara de la Luna, con sus grandes discos de plata iluminados por mil velas? La utilizaba como corte personal. Los sirvientes condujeron a Orem al borde del inmenso círculo de cristal que ahora se llama Mesa Redonda y que entonces se denominaba La Luna de Belleza. Se situó frente a la Reina, quien aguardaba sentada en su trono de marfil.

Una vez que los sirvientes se marcharon, la Reina se puso de pie y avanzó unos pasos, ofreciéndole la mano. Orem la tomó y comenzó a inclinarse ante ella, inseguro del protocolo, sin pensar en otra cosa que en la noche anterior y aún maravillado de que esta mujer fuese su esposa. Pero la Reina le detuvo, y no dejó que la reverenciara. En cambio, ella se inclinó ante él y a sus espaldas se oyó que alguien contenía la respiración. Fue entonces cuando notó que en la habitación había alguien más.

—Belleza ha tomado un esposo —dijo una voz aflautada con un dejo de locura— para que la acompañe toda su vida. ¿Le habrá llevado a la cama con la cabeza envenenada?

La Reina alzó la cabeza y miró a los demás; Orem también se dio la vuelta. En mitad de la mesa había un hombrecito diminuto, de cabello renegrido, semidesnudo, con un tocado de cuernos de vaca sobre la cabeza y un inmenso falo de juguete que pendía de su cinturón. No estaba allí cuando Orem entró. Era el que había pronunciado las palabras, y ahora volvía a hablar:

¡Qué precioso reyecito,

ay qué lindo pajarito!

¿Cantará la abeja su canción

cuando vea que perdió el aguijón?

—Cállate —ordenó la Reina con ademán espléndido. El enano dio una cabriola y fue a dar a los pies de Belleza, riendo.

—¡Oh, Reina, azótame, azótame! —gritaba el hombrecito. Después se puso a llorar inspirando pena y finalmente, tras saborear sus lágrimas, se retiró a un rincón de la habitación, frotándose los ojos con el inmenso falo que colgaba más largo que sus piernas.

—Como veis —dijo la Reina—, he tomado un esposo. Es un vulgar criminal de la parte más inmunda de la ciudad. Me resulta tan atractivo como un puerco leproso. Pero me fue concedido en un sueño por las Dulces Hermanas, y me ha divertido seguir su consejo.

Orem no podía distinguir la diferencia entre su voz melodiosa y dulce y las palabras ásperas que decía. Sonrió estúpidamente, vagamente consciente de que le estaba insultando, pero incapaz de enfadarse ante el canto de los labios de la Reina Belleza.

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