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Authors: José Ortega y Gasset

España invertebrada (14 page)

BOOK: España invertebrada
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La mejor comparación que puede recibir una idea es que sirva para explicar, además de la regla, la excepción. La escasez y debilidad de los
señores
explica la carencia de vigor que aqueja a nuestra Edad Media. Pues bien: ella misma, sin añadidura, explica también nuestra sobra de vigor de 1480 a 1600, el gran siglo de España.

Siempre ha sorprendido que del estado miserable en que nuestro pueblo se hallaba hacia 1450 se pase, en cincuenta años o poco más, a una prepotencia desconocida en el mundo nuevo y solo comparable a la de Roma en el antiguo. ¿Brotó de súbito en España una poderosa floración de cultura? ¿Se improvisó en tan breve período una nueva civilización con técnicas poderosas e insospechadas? Nada de esto. Entre 1450 y 1500 solo un hecho nuevo de importancia acontece: la unificación peninsular.

Tuvo España el honor de ser la primera nacionalidad que logra ser una que concentre en el puño de un rey todas sus energías y capacidades. Esto basta para hacer comprensible su inmediato engrandecimiento. La unidad es un aparato formidable que por sí mismo y aun siendo muy débil quien lo maneja, hace posible las grandes empresas. Mientras el pluralismo feudal mantenía desparramado el poder de Francia, de Inglaterra, de Alemania, y un atomismo municipal disociaba a Italia. España se convierte en un cuerpo compacto y elástico.

Mas con la misma subitaneidad que la ascensión de nuestro pueblo en 15009, se produce su descenso en 1600. La unidad obró como una inyección de artificial plenitus, pero no fue un síntoma de vital poderío. Al contrario: la unidad se hizo tan pronto porque España era débil, porque faltaba un fuerte pluralismo sustentado por grandes personalidades de estilo feudal. El hecho, en cambio, de que todavía en pleno siglo XVII sacudan el cuerpo de Francia los magníficos estremecimientos de la Fronda, lejos de ser un síntoma morboso, descubre los tesoros de vitalidad aún intactos que el francés conservaba del franco.

Convendría pues, invertir la valoración habitual. La falta de feudalismo, que se estimó salud, fue una desgracia para España; y la pronta unidad nacional, que parecía un glorioso signo, fue propiamente la consecuencia del anterior desmedramiento.

Con el primer siglo de unidad peninsular coincide el comienzo de la colonización americana. Aún no sabemos lo que sustancialmente fue ese maravilloso acontecimiento. Yo no conozco ni siquiera un intento de reconstruir sus caracteres esenciales. La poca atención que se la dedicado fue absorbida por la Conquista —sin que yo pretenda mermar a ésta su dramática gracia—; lo importante, lo maravilloso fue la colonización. A pesar de nuestra ignorancia sobre ella, nadie puede negar sus dimensiones como hecho histórico de alta cuantía. Para mi es evidente que se trata de lo único verdadera, sustantivamente grande que ha hecho España. ¡Cosa peregrina! Basta acercarse un poco al gigantesco suceso, aun renunciando a perescrutar su fondo secreto, para advertir que la colonización española de América fue una obra popular. La colonización inglesa es ejecutada por minorías selectas y poderosas. Desde luego toman en su mano la empresa grandes Compañías. Los
señores
ingleses habían sido los primeros en abandonar el exclusivo oficio de la guerra y aceptar como faenas nobles el comercio y la industria. En Inglaterra, el espíritu audaz del feudalismo acertó muy pronto a desplazarse hacia otras empresas menos bélicas y como Sombart ha mostrado, contribuyó grandemente a crear el moderno capitalismo. La empresa guerrera se transforma en empresa industrial, y el paladín en empresario. La mutación se comprende fácilmente: durante la Edad media era Inglaterra un país muy pobre. El
señor
feudal tenía que caer periódicamente sobre el continente en busca de botín. Cuando éste se consumía, a la hora de comer, la dama del feudal le hacía servir en bandeja una espuela. Ya sabía el caballero lo que esto significaba: despensa vacía. Calzaba la espuela y saltaba a Francia, tierra ubérriba.

La colonización inglesa fue la acción reflexiva de minorías, bien en consorcios económicos, bien por secesión de un grupo selecto que busca tierras donde servir mejor a Dios. En la española, es el
pueblo
quien directamente, sin propósitos conscientes, sin directores, sin táctica 78 deliberada, engendra otros pueblos. Grandeza y miseria de nuestra colonización vienen ambas de aquí. Nuestro
pueblo
hizo todo lo que tenía que hacer: pobló, cultivó, cantó, gimió, amó. Pero no podía dar a las naciones que engendraba lo que no tenía: disciplina superior, cultura vivaz, civilización progresiva.

Creo que ahora se entenderá mejor lo que antes he dicho: en España lo ha hecho todo el pueblo y lo que no ha hecho el pueblo se ha quedado sin hacer. Pero una nación no puede ser solo
pueblo:
necesita una minoría egregia, como un cuerpo vivo no es sólo músculo, sino, además, ganglio nervioso y centro cerebral.

La ausencia de los
mejores,
o, cuando menos, su escasez, actúa sobre toda nuestra historia y ha impedido que seamos nunca una nación suficientemente normal, como lo han sido las demás nacidas de parejas condiciones. Ni extrañe que yo atribuya a una ausencia, por tanto, a lo que es tan sólo una negación, un poder de actuación positiva. Nietzsche sostenía, con razón, que en nuestra vida influyen no sólo las cosas que nos pasan, sino también y acaso más, las que no nos pasan.

En efecto, la ausencia de los
mejores
ha creado en la masa, en el
pueblo,
una secular ceguera para distinguir el hombre mejor del hombre peor, de suerte que cuando en nuestra tierra aparecen individuos privilegiados, la
masa
sabe aprovecharlos y a menudo los aniquila.

El pretendido aliento democrático que, como se ha hecho notar reiteradamente, sopla por nuestras más viejas legislaciones y empuja el derecho consuetudinario español, es más bien puro odio y torva suspicacia frente a todo el que se presente con la ambición de valer más que la masa y, en consecuencia, de dirigirla.

Somos un pueblo
pueblo,
raza agrícola, tempramento rural. Porque es el ruralismo el signo más característico de las sociedades sin minoría eminente. Cuando se atraviesan los Pirineos y se ingresa en España se tiene siempre la impresión de que se llega a un pueblo de labriegos. La figura, el gesto, el repertorio de ideas y sentimientos, las virtudes y los vicios son típicamente rurales. En Sevilla, la ciudad de tres mil años, apenas si encuentran por la calle más que fisonomías de campesinos. Podréis distinguir entre el campesino rico y el campesino pobre, pero echaréis de menos ese afinamiento de rasgos que la urbanización, mediante aguda labor selectiva, debía haber fijado en sus pobladores, creando en ellos un tipo de hombre producto condigno de una ciudad tres veces milenaria.

Hay pueblos que se quedan por siempre en ese estadio elemental de la evolución que es la aldea. Podrá esta contener un enorme vecindario, pero su espíritu será siempre labriego. Pasarán por ella los siglos sin perturbarla ni estremecerla. No participará en las grandes luchas históricas. Entre siembra y recolección o análogas tareas vivirá eternamente, prisionera en el ciclo siempre idéntico de su destino vegetativo.

Así existen en el Sudán ciudades de hasta doscientos mil habitantes —Kano, Vida, por ejemplo—, las cuales arrastran inmutables su existencia rural desde cientos y cientos de años.

Hay pueblos labriegos, fellahs, mujiks..., es decir: pueblos sin
aristocracia.
No quiero decir con esto que deba considerarse a España como un pueblo irremediablemente fellahizado. Mejor o peor, ha intervenido en la historia del mundo y pertenece a la grey de naciones occidentales que han hecho el más sublime ensayo de gobierno universal. Pero es de alta oportunidad traer a la mente esos casos extremos de poblaciones fellahs, porque los graves e inveterados defectos de nuestra raza han tendido siempre a hacerla derivar camino de algo semejante. Así, a finales del siglo XV se dsipara súbitamente el resorte de la energía española y da nuestra nación un magnífico salto predatorio sobre el área del mundo. Dos generaciones después vuelve a caer en una inercia histórica de que no ha salido todavía, y en sus venas, la sangre circula con lento pulso campesino.

Imperativo de selección

Que España no haya sido un pueblo
moderno;
que por lo menos, no lo haya sido en grado suficiente, es cosa que a estas fechas no debe entristecernos mucho. Todo anuncia que la llamada
Edad Moderna
toca a su fin. Pronto un nuevo clima histórico comenzará a nutrir los destinos humanos. Por dondequiera aparecen ya las avanzadas del tiempo nuevo. Otros principios intelectuales, otro régimen sentimental inician su imperio sobre la vida humana, por lo menos sobre la vida europea. Dicho de otra manera: el juego de la existencia, individual y colectiva, va a regirse por reglas distintas, y para ganar en él la partida serán menester dotes, destrezas muy diferentes de las que en el último pasado proporcionaban el triunfo.

Si ciertos pueblos —Francia, Inglaterra— han fructificado plenamente en la Edad Moderna fue, sin duda, porque en su carácter residía una perfecta afinidad con los principios y problemas
modernos.
En efecto: racionalismo, democratismo, mecanicismo, industrialismo, capitalismo, que mirados por el envés son los temas y tendencias universales de la Edad Moderna, son, mirados por el reverso, propensiones específicas de Francia, Inglaterra y, en parte de Alemania. No lo han sido, en cambio de España. Mas hoy parece que aquellos principios ideológicos y prácticos comienzan a perder su vigor de excitantes vitales, tal vez porque se ha sacado ya de ellos cuanto podían dar. Traerá esto consigo, irremediablemente, una depresión en la potencialidad de las grandes naciones, y los pueblos menores pueden aprovechar la coyuntura para instaurar su vida según la íntima pauta de su carácter y apetitos.

Las circunstancias son, pues, excelentes para que España intente rehacerse. ¿Tendrá de ello la voluntad? Yo no lo sé. La fisonomía que nuestra nación presenta a la hora en que estas páginas se escriben es esencialmente equívoca y problemática. Meditando sobre ella con lealtad, y a la par, con un poco de rigor intelectual, hallamos que puede interpretarse en dos sentidos contradictorios, optimista el uno, pesimista el otro. Esta contradicción no proviene de nuestra inteligencia o de nuestro temperamento sino que radica en los hechos mismos: ellos son los equívocos y no nuestro juicio o sentimiento sobre ellos. Procuraré explicarme.

Cabría ordenar, según su gravedad, los males de España en tres zonas o estratos. Los errores y abusos políticos, los defectos de las formas de gobierno, el fanatismo religioso, la llamada
incultura,
etc., ocuparían la capa somera, porque o no son verdaderamente males, o lo son superficialmente. De ordinario, cuando se habla de nuestros desdichados destinos, sólo a algunas de estas causas o síntomas se alude. Yo no los miento en las páginas que preceden como no sea para negarles importancia: considero un error de perspectiva histórica atribuirles gran significación en la patología nacional.

En estrato más hondo se hallan todos esos fenómenos de disgregación que en serie interrumpida han llenado los últimos siglos de nuestra historia y que hoy, reducida la existencia española al ámbito peninsular, han cobrado una agudeza extrema. Bajo el nombre de
particularismo y acción directa,
he procurado definir sus caracteres en la primera parte de este volumen. Esos fenómenos profundos de disociación constituyen verdaderamente una enfermedad gravísima del cuerpo español. Pero aún así no son el mal radical. Más bien que causas son resultados.

La raíz de la descomposición nacional está, como es lógico, en el alma misma de nuestro pueblo. Puede darse el caso de que una sociedad sucumba víctima de catástrofes accidentales en las que no letoca responsabilidad alguna. Pero la norma histórica, que en el caso español se cumple, es que los pueblos degeneran por defectos íntimos. Trátese de un hombre o trátese de una nación, su destino vital depende en definitiva de cuáles sean sus sentimientos radicales y las propensiones afectivas de su carácter. De éstas habrá algunas cuya influencia se limite a poner un colorido peculiar en la historia de la raza. Así hay pueblos alegres y pueblos tristes. Mas esta tonalidad del gesto ante la existencia es, en rigor, indiferente a la salud histórica. Francia es un pueblo alegre y sano; Inglaterra un pueblo triste, pero no menos saludable.

Hay, en cambio, tendencias sentimentales, simpatías y antipatías que influyen decisivamente en la organización histórica por referirse a las actividades mismas que crean la sociedad. Así, un pueblo que, por una perversión de sus afectos, da en odiar a toda individualidad selecta y ejemplar por el mero hecho de serlo, y siendo vulgo y masa se juzga apto para prescindir de guías y regirse por sí mismo en sus ideas y en su política, en su moral y en sus gustos, causará irremediablemente su propia degeneración. En mi entender, es España un lamentable ejemplo de esa perversión. Todavía, si la raza o razas peninsulares hubiesen producido gran número de personalidades eminentes, con genialidad contemplativa, o práctica, es posible que tal abundancia hubiera bastado a contrapesar la indocilidad de las masas. Pero no ha sido así, y éstas, entregadas a una perpetua subversión vital —mucho más amplia y grave que la política— desde hace siglos no hacen sino deshacer, desarticular, desmoronar, triturar la estructura nacional. En lugar de que la colectividad, aspirando hacia los ejemplares, mejorase en cada generación el tipo de hombre español, lo ha ido desmedrando, y fue cada día más tosco, menos alerta, dueño de menores energías, entusiasmos y arrestos, hasta llegar a una pavorosa desvitalización. La rebelión sentimental de las masas, el odio a los mejores, la escasez de éstos —he ahí la razón verdadera del gran fracaso hispánico.

Será inútil hacerse ilusiones eludiendo la claridad del problema y dándole vagorosas formas. Si España quiere corregir su suerte, lanzarse de nuevo a una ascensión histórica, gloriosamente impulsada por una gigantesca voluntad de futuro, tiene que curar en lo más hondo de sí misma esa radical perversión de los instintos sociales.

Pero, como en estas páginas queda dicho, las masas, una vez movilizadas en sentido subversivo contra las minorías selectas, no oyen a quien les predica normas de disciplina. Es preciso que fracasen totalmente para que en sus propias carnes laceradas aprendan lo que no quieren oir. Hay, pues, un momento en que las épocas de disolución, las edades Kitra, hacen crisis en el corazón mismo de las multitudes. El odio a los mejores parece agotarse como fuente maligna, y empieza a brotar un nuevo hontanar afectivo de amor a la jerarquía, a las faenas constructoras y a los hombres egregios capaces de dirigirlas.

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