Read Ensayo sobre la lucidez Online
Authors: José Saramago
La rápida instauración del estado de excepción, como una especie de sentencia salomónica dictada por la providencia, cortó el nudo gordiano que los medios de comunicación social, sobre todo los periódicos, venían intentando desanudar con más o menos sutileza y con más o menos habilidad, pero siempre con el cuidado de que no se notase demasiado la intención, desde el infausto resultado de las primeras elecciones y, más dramáticamente, desde las segundas. Por un lado era su deber, tan obvio como elemental, condenar con energía teñida de indignación cívica, tanto en los editoriales como en artículos de opinión encomendados adrede, el irresponsable e inesperado proceder de un electorado que, enceguecido para con los superiores intereses de la patria por una extraña y funesta perversión, había enredado la vida política nacional de un modo jamás antes visto, empujándola hacia un callejón tenebroso del cual ni el más pintado lograba ver la salida. Por otro lado, era preciso medir cautelosamente cada palabra que se escribía, ponderar susceptibilidades, dar, por así decir, dos pasos adelante y uno atrás, no fuera a suceder que los lectores se indispusieran con un periódico que pasaba a tratarlos como mentecatos y traidores después de tantos años de una armonía perfecta y asidua lectura. La declaración del estado de excepción, que permitía al gobierno asumir los poderes correspondientes y suspender de un plumazo las garantías constitucionales, vino a aliviar del incómodo peso y de la amenazadora sombra la cabeza de los directores y administradores. Con la libertad de expresión y de comunicación condicionadas, con la censura mirando por encima del hombro del redactor, se halló la mejor de las disculpas y la más completa de las justificaciones, Nosotros bien que querríamos, decían, proporcionar a nuestros estimados lectores, la posibilidad, que también es un derecho, de acceder a una información y a una opinión exentas de interferencias abusivas e intolerables restricciones, particularmente en momentos tan delicados como los que estamos atravesando, pero la situación es esta, y no otra, sólo quien siempre ha vivido de la honrada profesión de periodista sabe cuánto duele trabajar prácticamente vigilado durante las veinticuatro horas del día, además, y esto entre nosotros, quienes tienen la mayor parte de responsabilidad en lo que nos sucede son los electores de la capital, no los otros, los de provincias, desgraciadamente, para colmo, y a pesar de todos nuestros ruegos, el gobierno no nos permite que hagamos una edición censurada para aquí y otra libre para el resto del país, ayer mismo un alto funcionario del ministerio del interior nos decía que la censura bien entendida es como el sol, que cuando nace, nace para todos, para nosotros no es ninguna novedad, ya sabemos que así va el mundo, siempre son los justos quienes pagan por los pecadores. Pese a todas estas precauciones, tanto las de forma como las de contenido, pronto fue evidente que el interés por la lectura de los periódicos había decaído mucho. Movidos por la comprensible ansiedad de disparar y cazar en todas las direcciones, hubo periódicos que creyeron poder luchar contra el absentismo de los compradores salpicando sus páginas de cuerpos desnudos en nuevos jardines de las delicias, tanto femeninos como masculinos, en grupo o solos, aislados o en parejas, sosegados o en acción, pero los lectores, con la paciencia agotada por un fotomatón en que las variantes de color y hechura, aparte de mínimas y de reducido efecto estimulante, ya eran consideradas en la más remota antigüedad banales lugares comunes de la exploración de la libido, continuaron, por apatía, por indiferencia e incluso por náusea, haciendo bajar las tiradas y las ventas. Tampoco llegarían a tener influencia positiva en el balance cotidiano del debe y haber económico, claramente en marea baja, la búsqueda y la exhibición de intimidades poco aseadas, de escándalos y vergüenzas de toda especie, la incansable rueda de las virtudes públicas enmascarando los vicios privados, el carrusel festivo de los vicios privados elevados a virtudes públicas, al que hasta hace poco tiempo no le habían faltado ni los espectadores, ni los candidatos para dar dos vueltitas. Realmente parecía que la mayor parte de los habitantes de la ciudad estaban decididos a cambiar de vida, de gustos y de estilo. Su gran equivocación, como a partir de ahora se comenzará a entender mejor, fue haber votado en blanco. Puesto que habían querido limpieza, iban a tenerla.
Ésa era también la opinión del gobierno y, en particular, del ministro del interior. La elección de los agentes, unos procedentes de la secreta, otros de corporaciones públicas, que irían infiltrándose subrepticiamente en el seno de las masas, fue rápida y eficaz. Después de revelar, bajo juramento, como prueba de su carácter ejemplar de ciudadanos, el nombre del partido al que votaron y la naturaleza del voto expreso, después de firmar, también bajo juramento, un documento en el que repudiaban activamente la peste moral que ha infectado a una importante parcela de la población, la primera actividad de los agentes, de ambos sexos, nótese, para que no se diga, como de costumbre, que todo lo malo nace de los hombres, organizados en grupos de cuarenta como en una clase y orientados por monitores instruidos en la discriminación, reconocimiento e interpretación de soportes electrónicos grabados, tanto de imágenes como de sonido, la primera actividad, decíamos, consistió en cribar la enorme cantidad de material recogido por los espías durante las segundas elecciones, tanto el de los que se habían infiltrado en las filas para escuchar, como el de los que, con cámaras de vídeo y micrófonos, se paseaban en coches a lo largo de éstas. Comenzando por esta operación de rebusca en los intestinos informativos, se les proporcionaba a los agentes, antes de lanzarse con entusiasmo y olfato de perdiguero al trabajo de campo, una base inmediata de investigación a puerta cerrada, de cuyo tenor, páginas atrás, tuvimos la oportunidad de adelantar un breve aunque clarificador ejemplo, frases simples, corrientes, como las que siguen, En general no suelo votar, pero hoy me ha dado por ahí, A ver si esto sirve para algo que merezca la pena, Tanto va el cántaro a la fuente, que allí se deja el asa, El otro día también voté, pero sólo pude salir de casa a partir de las cuatro, Esto es como la lotería, casi siempre cae en blanco, A pesar de todo, hay que persistir, La esperanza es como la sal, no alimenta pero da sabor al pan, durante horas y horas estas y otras mil frases igualmente inocuas, igualmente neutras, igualmente inocentes de culpa, fueron desmenuzadas hasta la última sílaba, desgranadas, vueltas del revés, majadas en el almirez de las preguntas, Explíqueme qué cántaro es ése, Por qué el asa se suelta en la fuente y no durante el camino o en casa, Si no solía votar, por qué ha votado esta vez, Si la esperanza es como la sal, qué cree que debería hacerse para que la sal sea como la esperanza, Cómo resolvería la diferencia de color entre la esperanza, que es verde, y la sal, que es blanca, Cree realmente que la papeleta de voto es igual que un billete de lotería, Qué pretendía decir cuando usó la palabra blanco, y otra vez, Qué cántaro es ése, Fue a la fuente porque tenía sed, o para encontrarse con alguien, El asa del cántaro es símbolo de qué, Cuando pone sal en la comida está pensando que le pone esperanza, Por qué viste una camisa blanca, Finalmente, qué cántaro es ése, un cántaro real, o un cántaro metafórico y el barro, qué color tenía, era negro o rojo, era liso, o tenía adornos, Tenía incrustaciones de cuarzo, Sabe qué es el cuarzo, Le ha tocado algún premio en la lotería, Por qué en las primeras elecciones sólo salió de casa a partir de las cuatro, cuando no llovía desde hacía más de dos horas, Quién es la mujer que está con usted en esta imagen, De qué se ríen con tanto gusto, No le parece que un acto tan importante como el de votar debería merecerle a todo elector con sentido de responsabilidad una expresión grave, seria, concentrada, o considera que la democracia da ganas de reír, O tal vez piense que da ganas de llorar, Qué le parece, de reír o de llorar, Hábleme nuevamente del cántaro, Dígame por qué no ha pensado en volver a pegarle el asa, existen pegamentos específicos, Significaría esa duda que a usted también le falta un asa, Cuál, Le gusta el tiempo que le ha tocado vivir, o habría preferido vivir en otro, Volvamos a la sal y la esperanza, qué cantidad de cada una será conveniente para no hacer incomible lo que se espera, Se siente cansado, Se quiere ir a casa, No tenga prisa, las prisas son pésimas consejeras, una persona no piensa bien la respuesta que va a dar y las consecuencias pueden ser las peores, No, no está perdido, vaya idea, por lo visto todavía no ha comprendido que aquí las personas no se pierden, se encuentran, Esté tranquilo, no es una amenaza, sólo estamos diciéndole que no tenga prisa, nada más. Llegando a este punto, arrinconada y rendida la presa, se le hacía la pregunta fatal, Ahora me va a decir cómo ha votado y a quién ha votado, es decir a qué partido ha votado. Pues bien, habiendo sido llamados para ser interrogados quinientos sospechosos cazados en las filas de electores, situación en que nos podríamos encontrar cualquiera de nosotros dada la evidente evanescencia de la materia de una acusación pobremente representada por el tipo de frases de que dimos convincente muestra, captadas por los micrófonos direccionales y por los magnetofones y lo lógico, teniendo en cuenta la relativa amplitud del universo cuestionado, era que las respuestas se distribuyesen, aunque con un pequeño y natural margen de error, en la misma proporción de los votos que habían sido expresados, es decir, cuarenta personas declararían con orgullo que habían votado al partido de la derecha, que es el que gobierna, un número igual condimentando la respuesta con una pizca de desafío para afirmar que habían votado a la única oposición digna de ese nombre, o sea, el partido del medio, y cinco, nada más que cinco, intimidadas, acorraladas contra la pared, Voté al partido de la izquierda, dirían firmes, aunque al mismo tiempo con el tono de quien se disculpa de un empecinamiento que no está en su mano evitar. El resto, aquel enorme resto de cuatrocientas quince respuestas, debería haber dicho, de acuerdo con la lógica modal de los sondeos, Voté en blanco. Esta respuesta directa, sin ambigüedades de presunción o prudencia, sería la que daría un ordenador o una máquina de calcular y sería la única que sus inflexibles y honestas naturalezas, la informática y la mecánica, podrían permitirse, pero aquí estamos tratando con humanos, y los humanos son universalmente conocidos como los únicos animales capaces de mentir, siendo cierto que si a veces lo hacen por miedo, y a veces por interés, también a veces lo hacen porque comprenden a tiempo que ésa es la única manera a su alcance de defender la verdad. A juzgar por las apariencias, por tanto, el plan del ministro del interior había fracasado, y, de hecho, en esos primeros instantes, la confusión entre los asesores fue vergonzosa y absoluta, parecía que no era posible encontrar una forma de bordear el inesperado obstáculo, salvo que se ordenara someter a malos tratos a toda aquella gente, lo que, como es de conocimiento general, no está bien visto en los estados democráticos y de derecho suficientemente hábiles para alcanzar los mismos fines sin tener que recurrir a medios tan primarios, tan medievales. En esa difícil situación estaban cuando el ministro del interior reveló su dimensión política y su extraordinaria flexibilidad táctica y estratégica, quién sabe si vaticinadora de más altos destinos. Dos fueron las decisiones que tomó, y ambas importantes. La primera, que más tarde seria denunciada como inicuamente maquiavélica, constaba de una nota oficial del ministerio distribuida a los medios de comunicación social a través de la agencia oficiosa estatal, en la que en tono conmovido se daba las gracias, en nombre de todo el gobierno, a los quinientos ciudadanos ejemplares que en los últimos días se habían presentado motu proprio a las autoridades, ofreciendo su leal apoyo y toda la colaboración que les fuese requerida para el avance de las investigaciones en curso sobre los factores de anormalidad verificados durante las dos últimas elecciones. A la par de este deber de elemental gratitud, el ministerio, anticipando preguntas, prevenía a las familias de que no deberían sorprenderse ni inquietarse por la falta de noticias de los ausentes queridos, por cuanto en ese silencio, precisamente, se encontraba la llave que garantizaría la seguridad personal de cada uno de ellos, visto el grado máximo de secreto, rojo/rojo, que le había sido atribuido a la delicada operación. La segunda decisión, para conocimiento y exclusivo uso interno, se tradujo en una inversión total del plan anteriormente establecido, el cual, como ciertamente recordaremos, preveía que la infiltración masiva de investigadores en el seno de la sociedad llegaría a ser el medio por excelencia para el desciframiento del misterio, del enigma, de la charada, del rompecabezas, o como se le quiera llamar, del voto en blanco. A partir de ahora los agentes se dividirían en dos grupos numéricamente desiguales, el más pequeño para el trabajo de campo, del cual, la verdad sea dicha, ya no se esperaban grandes resultados, el mayor para proseguir con el interrogatorio de las quinientas personas retenidas, no detenidas, no se confundan, aumentando cuando, como y cuanto fuese necesario la presión, física y psicológica a que ya estaban sometidas. Como el dictado antiguo viene enseñando desde hace siglos, Más vale quinientos pájaros en mano que quinientos uno volando. La confirmación no se hizo esperar. Cuando, después de mucha habilidad diplomática, de muchos rodeos y muchos tanteos, el agente que hacia el trabajo de campo, o lo que es lo mismo, en la ciudad, lograba hacer la primera pregunta, Quiere decirme por favor a quién votó, la respuesta que le daban, como una consigna bien aprendida, era, palabra por palabra, la que se encontraba sancionada en la ley, Nadie puede, bajo ningún pretexto, ser obligado a revelar su voto ni ser preguntado sobre el mismo por ninguna autoridad. Y cuando, en tono de quien y atribuye a la cuestión demasiada importancia, hacía la segunda pregunta, Disculpe mi curiosidad, no habrá votado en blanco por casualidad, la respuesta que oía restringía hábilmente el ámbito de la cuestión a una mera hipótesis académica, No señor, no he votado en blanco, pero si lo hubiera hecho estaría tan dentro de la ley como si hubiese votado a cualquiera de las listas presentadas o anulado el voto con la caricatura del presidente, votar en blanco, señor de las preguntas, es un derecho sin restricciones, que la ley no ha tenido más remedio que reconocerle a los electores, está escrito con todas sus letras que nadie puede ser perseguido por votar en blanco, en todo caso, para su tranquilidad, vuelvo a decirle que no soy de los que votaron en blanco, esto es hablar por hablar, una hipótesis académica, nada más. En una situación normal, oír una respuesta de éstas dos o tres veces no tendría especial importancia, apenas demostraría que unas cuantas personas en este mundo conocen la ley en que viven y hacen hincapié en que se sepa, pero verse obligado a escucharla, imperturbable, sin parpadear, cien veces seguidas, mil veces seguidas, como una letanía aprendida de memoria, era más de lo que podía soportar la paciencia de alguien que, habiendo sido instruido para un trabajo de tanta responsabilidad, se veía incapaz de realizarlo. No es por tanto de extrañar que la sistemática obstrucción de los electores hubiese conseguido que algunos agentes perdiesen el dominio de los nervios y pasasen al insulto y a la agresión, comportamientos estos, además, de los que no siempre salían bien parados, dado que actuaban solos para no espantar la caza y que no era infrecuente que otros electores, sobre todo en los sitios llamados de alto riesgo, apareciesen, con las consecuencias que fácilmente se imaginan, a socorrer al ofendido. Los informes que los agentes transmitían a la central de operaciones eran desalentadoramente magros de contenido, ni una única persona, una sola, había confesado votar en blanco, algunas se hacían las desentendidas, decían que otro día, con más tiempo, hablarían, ahora tenían mucha prisa, iban a cerrar las tiendas, pero los peores eran los viejos, que el diablo se los lleve, parecía que una epidemia de sordera los había encerrado a todos en una cápsula insonorizada, y cuando el agente, con desconcertante ingenuidad, escribía la pregunta en un papel, los descarados decían o que se les habían roto las gafas, o que no entendían la caligrafía, o simplemente que no sabían leer. Otros agentes, más hábiles, adoptaron la táctica de la infiltración en serio, en su sentido preciso, se dejaban caer en los bares, pagaban rondas, prestaban dinero a jugadores de póquer sin fondos, iban a los espectáculos deportivos, en particular al fútbol y al baloncesto, que son los que más juego dan en las gradas, entablaban conversación con los vecinos, y, en el caso del fútbol, si el empate era a cero le llamaban, oh astucia sublime, con sobreentendidos en la voz, resultado en blanco, a ver qué pasaba. Y lo que pasaba era nada. Más pronto o más tarde acababa llegando el momento de hacer las preguntas, Quiere decirme por favor a quién ha votado, Disculpe esta curiosidad, por casualidad no habrá votado en blanco, y entonces las respuestas conocidas se repetían, en solo o a coro, Yo, vaya idea, Nosotros, qué fantasía, y luego aducían razones legales, artículos y párrafos completos, con tal fluidez de exposición que parecía que los habitantes de la ciudad en edad de votar habían realizado, todos, un curso intensivo sobre leyes electorales, tanto nacionales como extranjeras.