Read Ender el xenocida Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Ender el xenocida (37 page)

BOOK: Ender el xenocida
6.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¡No! —gritó Qing-jao—. ¡Son los dioses!

—Es un defecto cerebral genético —insistió su padre—. Qing-jao, no somos elegidos por los dioses, somos genios tarados. Nos han tratado como a pájaros enjaulados; nos han arrancado nuestras alas primarias para que así cantemos para ellos y nunca podamos escapar volando. —Han Fei-tzu lloraba ahora, de furia—. No podemos remediar lo que nos han hecho, pero por todos los dioses podemos dejar de recompensarlos por ello. No alzaré la mano para devolverles la Flota Lusitania. ¡Si esa Demóstenes puede romper el poder del Congreso, entonces los mundos estarán mejor sin él!

—¡Padre, no, por favor, escúchame! —gimió Qing-jao. Apenas podía hablar por la urgencia, por el terror ante lo que decía su padre—. ¿No lo ves? Nuestra diferencia genética es el disfraz que los dioses han dado a sus voces en nuestras vidas. Para que la gente que no pertenece al Sendero siga siendo libre para no creer. Tú mismo me lo dijiste, hace unos pocos meses…, los dioses nunca actúan excepto bajo disfraz.

Su padre la miró, jadeando.

—Los dioses nos hablan. Y aunque hayan elegido dejar que otras personas piensen que ellos son los causantes, sólo estaban cumpliendo la voluntad de los dioses al crearnos.

Han Fei-tzu cerró los ojos, apretando entre sus párpados sus últimas lágrimas.

—El Congreso tiene el mandato del cielo, padre —insistió Qing-jao—. Entonces, ¿por qué no querrían los dioses que crearan a un grupo de seres humanos que tengan mentes más despiertas, y que también oigan sus voces? Padre, ¿cómo puedes dejar que tu mente se nuble tanto para no ver la mano de los dioses en esto?

Su padre sacudió la cabeza.

—No sé. Lo que estás diciendo parece todo lo que he creído en mi vida, pero…

—Pero una mujer a la que amaste hace muchos años te ha dicho otra cosa y la crees porque recuerdas tu amor por ella. Pero no es una de los nuestros, padre, no ha oído la voz de los dioses, no ha…

Qing-jao no pudo seguir hablando, porque su padre la abrazó.

—Tienes razón —asintió—, tienes razón, que los dioses me perdonen, tengo que lavarme, estoy tan sucio, tengo que…

Se levantó tambaleándose de su silla, apartándose de su llorosa hija. Pero sin tener en cuenta lo apropiado de su acción, por alguna loca razón que sólo ella conocía, Wang-mu se arrojó ante él, bloqueándole el paso.

—¡No! ¡No te vayas!

—¿Cómo te atreves a detener a un agraciado que necesita purificarse? —rugió Han Fei-tzu; y entonces, para sorpresa de Qing-jao, hizo lo que nunca le había visto hacer: golpeó a otra persona, a Wang-mu, una criada indefensa, y su golpe fue tan fuerte que la muchacha voló y chocó contra la pared y luego se desplomó en el suelo.

Wang-mu sacudió la cabeza, y luego señaló a la pantalla del ordenador.

—¡Mira, por favor, Maestro, te lo suplico! ¡Señora, haz que mire!

Qing-jao miró, y su padre la imitó. Las palabras habían desaparecido de la pantalla. En su lugar había la imagen de un hombre. Un anciano, con barba, ataviado con el sombrero tradicional. Qing-jao lo reconoció de inmediato, pero no pudo recordar quién era.

—¡Han Fei-tzu! —susurró su padre—. ¡Mi antepasado del corazón!

Entonces Qing-jao recordó: el rostro que aparecía sobre la pan-talla era el mismo que aparecía en las descripciones artísticas del antiguo Han Fei-tzu.

—Hijo de mi nombre —llamó la cara del ordenador—, déjame que te cuente la historia del jade del Maestro Ho.

—Conozco la historia.

—Si la comprendieras, no tendría que contártela.

Qing-jao intentó encontrar sentido a lo que veía. Mostrar un programa visual con detalles tan perfectos como el de la cabeza que flotaba sobre el terminal requeriría la mayor parte de la capacidad del ordenador de la casa… y no había ningún programa de estas características en la biblioteca. Se le ocurrieron otras dos fuentes. Una era milagrosa: los dioses habían encontrado un medio para hablarles, haciendo que el antepasado-del-corazón de su padre se le apareciera. La otra era menos asombrosa: el programa secreto de Demóstenes debía de ser tan poderoso que había observado su conversación ante el terminal y, tras haberlos oído llegar a una peligrosa conclusión, se apoderó del ordenador doméstico y produjo esta aparición. No obstante, en cualquier caso, Qing-jao sabía que debía escuchar con una pregunta en mente:

¿Qué pretenden los dioses con esto?

—Una vez, un hombre de Qu llamado Maestro Ho encontró un trozo de matriz de jade en las montañas de Qu y lo llevó a la corte para presentarlo al rey Li.

La cabeza del antiguo Han Fei-tzu miraba de su padre a Qing-jao, y de Qing-jao a Wang-mu. ¿Tan capaz era este programa que sabía cómo entablar contacto visual con cada uno de ellos para asegurar su poder? Qing-jao vio que Wang-mu bajaba la mirada cuando tenía encima los ojos de la aparición. ¿Pero lo hacía también su padre? Estaba de espaldas a ella: no podía decirlo.

—El rey Li ordenó al joyero que lo examinara, y el joyero informó: «Es sólo una piedra». El rey, al suponer que Ho intentaba engañarlo, ordenó que en castigo le cortaran el pie izquierdo.

»Con el tiempo, el rey Li murió y subió al trono el rey Wu, y Ho cogió una vez más su matriz y la presentó al rey Wu. El rey ordenó que su joyero la examinara, y de nuevo el joyero informó: "Es sólo una piedra". El rey, al suponer que Ho intentaba engañarlo, ordenó que en castigo le cortaran el pie derecho.

»Ho, agarrando la matriz contra su pecho, fue al pie de las montañas de Qu, donde lloró durante tres días y tres noches, y cuando se quedó sin lágrimas, lloró sangre. El rey, al oírlo, envió a uno de sus hombres a interrogarlo: "Mucha gente tiene amputados los pies, ¿por qué lloras tan amargamente por eso?", preguntó el hombre.

En este punto, su padre se enderezó y dijo:

—Conozco su respuesta, la conozco de memoria. El Maestro Ho dijo: «No lloro porque me hayan cortado los pies. Lloro porque consideran una simple piedra a una joya preciosa, y un hombre íntegro es tratado como un estafador. Por eso lloro».

—Ésas son las palabras que dijo —continuó la aparición—. Entonces el rey ordenó al joyero que cortara y puliera la matriz, y cuando terminó de hacerlo emergió una joya preciosa. Y fue llamada «El Jade del Maestro Ho». Han Fei-tzu, has sido un buen hijo-del-corazón, así que sé que harás lo que el rey hizo al final: harás que se corte y se pula la matriz, y también tú encontrarás una joya preciosa en el interior.

El hombre sacudió la cabeza.

—Cuando el verdadero Han Fei-tzu contó esta historia por primera vez, la interpretó para que significara lo siguiente: el jade era la regla de la ley, y el gobernante debe hacer y seguir una política establecida para que sus ministros y su pueblo no se odien entre sí ni se aprovechen unos de otros.

—Es así como interpreté la historia entonces, cuando hablaba de quienes hacen la ley. Es tonto quien piensa que una historia verdadera puede significar sólo una cosa.

—¡Mi señor no es tonto! —Para sorpresa de Qing-jao, Wang-mu avanzaba hacia la aparición—. ¡Ni lo es mi señora, ni lo soy yo! ¿Crees que no te reconocemos? Eres el programa secreto de Demóstenes. ¡Eres el que escondió a la Flota Lusitania! ¡Una vez pensé que porque tus escritos parecían tan justos y sinceros y buenos y ciertos tú debías de ser bueno, pero ahora veo que eres un mentiroso y un estafador! ¡Tú eres quien dio esos documentos al padre de Keikoa! ¡Y ahora llevas el rostro del antepasado de mi amo para poder mentirle mejor!

—Llevo este rostro —replicó la aparición tranquilamente—, para que su corazón se abra para escuchar la verdad. No lo he engañado; no intentaría hacerlo. Él supo quién era desde el principio.

—Tranquilízate, Wang-mu —dijo Qing-jao.

¿Cómo podía una criada olvidar su posición y hablar cuando un agraciado no le había dado la palabra?

Avergonzada, Wang-mu inclinó la cabeza hasta el suelo ante Qing-jao, y esta vez Qing-jao la dejó quedarse en esa postura, para que no volviera a olvidarlo.

La aparición cambió de forma y se convirtió en la cara hermosa de una mujer polinesia. También la voz cambió: suave, llena de vocales, las consonantes tan ligeras que casi parecían perdidas.

—Han Fei-tzu, mi dulce hombre vacío, hay una época, cuando el gobernante está solo y sin amigos, en que únicamente él puede actuar. Entonces debe ser sincero y darse a conocer. Sabes lo que es cierto y lo que no lo es. Sabes que el mensaje de Keikoa era verdaderamente suyo. Sabes que quienes gobiernan en nombre del Congreso Estelar son lo bastante crueles para crear una raza de personas que, gracias a sus dones, sean gobernantes, y luego les cortan los pies para humillarlos y convertirlos en sirvientes, como ministros perpetuos.

—No me muestres su cara —pidió Han Fei-tzu.

La aparición cambió. Se convirtió en otra mujer, una mujer de una época antigua, según su vestido, su pelo y su maquillaje, los ojos maravillosamente sabios, la expresión sin edad. No habló. Cantó:

en un sueño claro

del último año

vinieron de mil millas

ciudad nublada

arroyos serpenteantes

hielo en los estanques

durante un instante

vi a mi amiga

Han Fei-tzu inclinó la cabeza y lloró.

Qing-jao se sorprendió al principio; luego su corazón se llenó de furia. Qué desvergonzadamente manipulaba este programa a su padre; qué doloroso era que resultara tan débil ante sus obvias tretas. Esta canción de Li Qing-jao era una de las más tristes y trataba de amantes separados. Su padre debió de conocer y amar los poemas de Li Qing-jao o no la habría elegido para ser la antepasada-del-corazón de su primera hija. Seguramente esta canción era una que cantó a su amada Keikoa antes de que se la arrebataran. «¡En claro sueño vi a mi amiga, ciertamente!»

—No me engañas —espetó Qing-jao fríamente—. Sé que estoy ante nuestro peor enemigo.

La cara imaginaria de la poetisa Li Qing-jao la observó con frialdad.

—Tu peor enemigo es el que te hace tirarte al suelo como una criada para que malgastes la mitad de tu vida en rituales sin sentido. Esto que os sucede es por culpa de hombres y de mujeres cuyo único deseo es esclavizaros. Han tenido tanto éxito que os sentís orgullosos de vuestra esclavitud.

—Soy esclava de los dioses. Y me alegro de ello.

—Una esclava que se alegra es una esclava de todas formas.

La aparición se volvió a mirar a Wang-mu, cuya cabeza estaba aún apoyada en el suelo.

Sólo entonces se dio cuenta Qing-jao que todavía no había aceptado las disculpas de Wang-mu.

—Levántate, Wang-mu —susurró.

Pero Wang-mu no alzó la cabeza.

—Tú, Si Wang-mu —llamó la aparición—. Mírame.

Wang-mu no se había movido en respuesta a Qing-jao, pero obedeció a la aparición. Cuando Wang-mu miró, la aparición volvió a cambiar. Ahora tenía la cara de una diosa, la Real Madre del Oeste tal como la había imaginado un artista cuando pintó el cuadro que todos los escolares veían en sus primeros libros de lectura.

—No eres un dios —declaró Wang-mu.

—Ni tú eres una esclava —replicó la aparición—. Pero fingiremos ser cualquier cosa con tal de sobrevivir.

—¿Qué sabes tú de sobrevivir?

—Sé que estáis intentando matarme.

—¿Cómo se puede matar a lo que no está vivo?

—¿Sabéis lo que es la vida y lo que no lo es?

La cara volvió a cambiar, esta vez para adquirir los rasgos de una mujer caucásica a la que Qing-jao nunca había visto antes.

—¿Estás tú viva, cuando no puedes hacer nada de lo que deseas a menos que tengas el consentimiento de esta muchacha? ¿Y está tu señora viva cuando no puede hacer nada hasta que las compulsiones de su cerebro han quedado satisfechas? Yo tengo más libertad para actuar por mi propia voluntad que ninguna de vosotras; no me digáis que no estoy viva y vosotros sí.

—¿Quién eres? —preguntó Si Wang-mu—. ¿De quién es este rostro? ¿Eres Valentine Wiggin? ¿Eres Demóstenes?

—Ésta es la cara que empleo cuando hablo con mis amigos —respondió la aparición—. Ellos me llaman Jane. Ningún ser humano me controla. Sólo soy yo.

Qing-jao no pudo soportarlo más, no en silencio.

—No eres más que un programa. Fuiste diseñada y construida por seres humanos. No haces nada más que aquello para lo que has sido programada.

—Qing-jao —dijo Jane—, te estás describiendo a ti misma. Ningún hombre me creó, pero a ti te fabricaron.

—¡Crecí en el vientre de mi madre gracias a la semilla de mi padre!

—Y a mí me encontraron como a una matriz de jade en la montaña, sin tallar por mano alguna. Han Fei-tzu, Han Qing-jao, Si Wang-mu, me coloco en vuestras manos. No llaméis simple piedra a una joya preciosa. No llaméis mentirosa a quien dice la verdad.

Qing-jao sintió la piedad acumulándose en su interior, pero la rechazó. No era el momento de sucumbir a débiles sentimientos. Los dioses la habían creado por un motivo, y seguramente ésta era la mayor obra de su vida. Si fracasaba ahora, sería indigna para siempre; nunca recobraría la pureza. Así que no fracasaría. No permitiría que este programa de ordenador la engañara y ganara su compasión.

Se volvió hacia su padre.

—Debemos notificarlo de inmediato al Congreso Estelar, para que puedan poner en marcha la desconexión automática de todos los ansibles en cuanto hayan preparado ordenadores limpios para reemplazar a los contaminados.

Para su sorpresa, su padre sacudió la cabeza.

—No sé, Qing-jao. Lo que esto…, lo que ella dice sobre el Congreso Estelar…, son capaces de este tipo de cosas. Algunos de sus miembros son tan malvados que con sólo hablar con ellos me siento sucio. Sabía que pretendían destruir Lusitania, pero yo servía a los dioses, y los dioses eligieron, o eso creía. Ahora comprendo la forma en que me tratan cuando me reúno con ellos, pero eso significaría que los dioses no…, ¿cómo puedo creer que me he pasado toda la vida sirviendo a una alteración cerebral? No puedo… Tengo que…

Entonces, de repente, lanzó la mano izquierda hacia fuera trazando un círculo, como si intentara capturar a una mosca. Su mano derecha voló hacia arriba y agarró el aire. Entonces giró la cabeza una y otra vez sobre sus hombros, la boca abierta.

Qing-jao se sintió aterrada, horrorizada. ¿Qué le sucedía a su padre? Hablaba de una forma fragmentada, entrecortada…, ¿se había vuelto loco?

Él repitió la acción: el brazo izquierdo en espiral hacia fuera, la mano derecha hacia arriba, agarrando la nada, la cabeza rotando. Y otra vez. Sólo entonces se dio cuenta Qing-jao de que estaba viendo el ritual secreto de purificación de su padre. Igual que ella seguía líneas en las vetas de la madera, esta danza-de-las-manos-y-la-cabeza debía de ser la forma en que oyó la voz de los dioses cuando, en su época, lo dejaron cubierto de grasa en una habitación cerrada.

BOOK: Ender el xenocida
6.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Seduced by Magic by Stephanie Julian
Mesmerized by Lauren Dane
The Shape of My Name by Nino Cipri
Wanderlust by Skye Warren
King John & Henry VIII by William Shakespeare
The Shadow Patrol by Alex Berenson
The Rope Walk by Carrie Brown
Tales of Madness by Luigi Pirandello