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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Romántico

En alas de la seducción (11 page)

BOOK: En alas de la seducción
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—Ducroix. Émile Ducroix.

El ceño fruncido de Newen hizo que Cordelia se corrigiera.

—Emilio es mi nombre.

—Lo que sea. Tírese de una vez, así acabamos con esto.

—¿Por qué? ¿Qué es lo que tengo que demostrar?

—Si sabe nadar, señor Emilio —remarcó con sorna Newen.

Ya casi estaba seguro, pero tenía que darle la oportunidad de demostrarlo.

—No veo la necesidad de nadar justo ahora, señor. Además, no estoy preparado. Si hubiera sabido, habría traído la ropa adecuada.

Podría haber resultado gracioso, pero para Newen la respuesta tuvo el efecto de una chispa en un reguero de pólvora. ¿Ropa? ¿Ese enclenque necesitaba ropa para nadar? Si justamente había que sacársela para arrojarse al agua.

Movido por un impulso perverso, un arrebato de cólera que ni él mismo pudo prever, Newen se abalanzó sobre la orilla del arroyo y capturó el tobillo de su ayudante, tiró de él y lo arrojó de bruces al agua.

Primero se hundió. Cuando emergió, el gorro de lana, empapado, había resbalado hacia delante, cubriéndole la cara por completo. El muchacho movía con frenesí los brazos, tanteando en busca de algo sólido para sujetarse, pero Newen no lo ayudó. Ya decidiría él cuándo rescatarlo. Dejó que sufriera el pánico de hundirse dos veces más y al ver que no salía por sí mismo de esa situación, lo sostuvo con ambas manos por debajo de los brazos hasta que dejó de toser. Entonces, sin remordimiento alguno, lo arrastró como si fuese un bulto cualquiera y lo depositó sobre el borde rocoso, boca abajo.

Newen saltó con agilidad fuera del agua y, desnudo como estaba, procedió a presionar rítmicamente la espalda del muchacho para que soltara el líquido que todavía conservaba en los pulmones. Con la ropa mojada la figura del chico se veía más escuálida aún. Y los gemidos que se entremezclaban con las toses sonaban más afeminados que nunca.

Newen aguardó a que su respiración se normalizara para volverlo boca arriba, sin que el muchacho pudiera resistirse a ser manipulado como si fuera un fardo. Una vez que lo tuvo vuelto hacia el cielo, Newen comprobó que estuviera consciente y procedió a quitarle las prendas que estorbaban su recuperación, empezando por el ridículo gorro de lana. Había aumentado tanto de tamaño al estar embebido de agua, que parecía cubrirle la cabeza entera. Al manipular los bordes del gorro para quitárselo, recibió un arañazo en el brazo a la vez que un puño golpeó su mandíbula. Era previsible que el pánico obnubilara el entendimiento del muchacho y que aún se hallase bajo los efectos de la conmoción, pero el estado de ánimo del guardaparque no estaba para concesiones, de modo que respondió al golpe con otro, volteando la cara del muchacho con un fuerte bofetón. De haber querido, podría haberlo desmayado con la fuerza de sus manos, pero no era ése su propósito, sino humillarlo por su ineptitud.

Cordelia recibió el golpe con estupor. De todas las cosas que podrían haberle ocurrido en aquella temeraria empresa, tomarse a puños con el guardaparque no figuraba entre ellas. La sorpresa, el dolor, la furia, se sucedieron en su rostro de manera tan evidente que hasta el propio Newen la contempló con interés.

Tenía agallas el muchacho para golpearlo así después de la experiencia vivida. Y todavía más, ya rayando la temeridad, al enojarse con su salvador de aquel modo. Por lo menos, la cobardía no estaba entre sus numerosos defectos. Sin embargo, la paciencia se le había agotado. Él no quería un ayudante y se había visto obligado a requerirlo. Pese a eso, al comprobar que el remedio era peor que la enfermedad, estaba dispuesto a deshacerse de él cuanto antes. Ese mismo día.

Sostuvo las manos del muchacho para evitar que volviera a golpearlo, mientras sonreía con frialdad a ese rostro angelical que de pronto se había tornado furibundo.

—Esto colma el límite de mi aguante, "señorito" —le dijo con voz helada—. Se volverá usted hoy mismo por donde vino. Y no me importa si su hermana o su abuelo mueren de hambre. Esto no es un trabajo social. Aquí no se hace beneficencia. La vida de las personas depende de lo que uno haga en estos bosques. ¿Me ha entendido?

Lo sacudió con fuerza al no recibir respuesta y observó horrorizado que la rabia inicial estaba siendo sustituida por la desesperación, ya que aquellos increíbles ojos comenzaron a humedecerse.

"No, no", pensó asustado Newen. No sabía nada sobre ese joven, así que no podía estar seguro de sus reacciones. Por experiencia propia, conocía los límites de la resistencia humana. Y no quería correr el riesgo con aquel chico. Podría ser inútil para ese trabajo, pero tal vez desempeñarse bien en cualquier otra cosa.

Por lo tanto, decidió que lo acompañaría él mismo a la oficina de Parques para presentarle el problema a Medina y que él decidiera qué otro empleo podía ofrecérsele. Con eso, su conciencia quedaría tranquilizada para la eternidad.

—Levántese —ordenó, con voz desprovista de emoción—. Y vuelva a la cabaña a recoger sus cosas. Nos vamos hoy.

—¿"Nos" vamos? —articuló débilmente Cordelia.

Su voz rasposa era ahora real, no fingida, después de los litros de agua que había tragado; agua tan fría que sentía el estómago paralizado.

—Usted y yo, a hablar con Medina. Él le buscará un trabajo más apropiado a sus posibilidades. Alguna tarea administrativa.

—Pero... ¡No puede!

Newen miró a aquel joven empapado y tembloroso con incredulidad. El tono de desafío era inconfundible. Quizá fuese tonto, después de todo.

Newen no se relacionaba con casi nadie, exceptuando a Cipriano y alguna gente de la comunidad, además de Medina. Pese a lo poco que conocían de él, o tal vez por eso mismo, era respetado y temido entre los habitantes de la zona. Se había creado un halo de misterio en tomo a su persona. Su origen nativo incierto, ya que su sangre no era mapuche sino de más al norte, del desierto patagónico, y su parquedad, habían forjado una imagen mítica del hombre que vivía aislado en los cerros del bosque andino, un hombre que no precisaba de nadie y, al parecer, tampoco de nada, pues sus incursiones al pueblo en busca de artículos eran contadas.

Hablarle ya era un desafío para los que lo conocían de vista. Y aquel chico endeble no sólo le hablaba mirándolo de frente, sino que desafiaba su autoridad negándose a obedecer. ¡Después de lo ocurrido!

—Señorito Emilio... —Newen utilizaba con sarcasmo el término, para indicar cuan fuera de lugar se encontraba un muchacho como él en tierras como aquéllas.

—No me llame así.

—Lo llamaré como quiera. Demuestra poca cabeza al enfrentarse conmigo después de quedar como un inútil. Si le ofrezco hablar con Medina es porque no quiero cargar con la miseria de una familia sobre mi espalda. Así que demuestre algo de sensatez, levántese y acompáñeme. Ya perdí bastante tiempo hoy, gracias a usted.

Sin replicar, Cordelia se incorporó de inmediato, tambaleante. Era la segunda vez que se veía en el suelo a los pies de ese salvaje que no hacía más que hostigarla.

Se preguntó si no haría mal insistiendo en ese trabajo para su hermano. Después de todo, no estaba segura de que Emilio se adaptara mejor que ella a la brutalidad del hombre de las pampas.

Como él no le ofreció su mano, ella se las ingenió para ponerse de pie afirmándose en la más grande de las ramas que llegaban al borde del arroyo. Una vez erguida, acomodó su gorro con rapidez y embolsó de nuevo sus ropas para que, dentro de lo posible, su figura continuara pareciendo la de un muchacho.

Mientras desandaban el intrincado camino hacia la cabana, Cordelia tuvo tiempo de meditar sobre su situación. Su fracaso condenaba a Emilio, por lo cual lo descartó de inmediato. Había que renovar el plan, encontrarle una veta nueva. Ella también podía ser ingeniosa, sobre todo si se trataba de una emergencia. Lentamente, como el zumbido circular de un mosquito en el oído, una alternativa audaz fue penetrando en su mente. Casi sin darse tiempo a sopesarla, la lanzó en voz alta:

—Usted no puede deshacerse de mí... tan fácilmente.

Newen disminuyó el ritmo de la marcha y se volvió, amenazador, hacia la ridícula figura que lo seguía tan de cerca que tropezó con sus pies al detenerse.

—Ah, ¿no?

Cordelia se obligó a mirarlo de frente, pasando por alto el ceño y la rigidez del gesto que lo asemejaban a un águila cazadora.

—No puede —insistió.

—¿Y puedo saber por qué no puedo?

El tono se había vuelto divertido, burlón.

—Porque yo sé algo sobre usted que no querrá que se sepa.

Cordelia se sintió pequeña de pronto, hundida en la tierra junto a aquella figura corpulenta que se erguía temible sobre ella. El humor sarcástico había desaparecido de los ojos oblicuos, reemplazado por un furor helado que la hizo estremecer.

El guardaparque estaba petrificado mirándola, aunque sin sorpresa, como si sus palabras hubiesen escarbado en un rincón doloroso y muy oculto.

Ella había inventado en el momento aquella posibilidad. Todo el mundo, suponía, tendría algo que ocultar. Y un hombre de aspecto salvaje como aquél sin duda guardaría algunos secretos. Basándose en esa impresión, Cordelia había aventurado la idea como última alternativa a su situación desesperada.

¿Cómo debía interpretar la furia, el odio casi, que destilaba aquella mirada?

Las facciones angulosas se veían más afiladas y, bajo la camisa de gruesa franela, los músculos del hombre se notaban tensos como los de un felino dispuesto a atacar.

* * *

Por dentro, Newen era un torbellino de confusión y temor.

¿Qué podría saber ese enclenque de su vida pasada? Él no recordaba haberlo conocido jamás. ¿Acaso provendría de algún lugar donde lo estuvieran buscando?

¿Acaso aquel pecado de juventud...?

No podía deshacerse de él. Y, como lo había expresado el chico con su voz aflautada, tampoco le convenía dejarlo ir. La situación había tomado un giro imprevisto. Debía pensar de inmediato.

—¿De qué me habla? —arriesgó.

Quizá todavía cupiese la posibilidad de un error.

—Eh... Usted lo sabe. Y yo también lo sé. Por eso no puede despedirme. Porque le diré todo a Medina. Y a la policía.

"Ya está", pensó Cordelia. "O la acierto o la embarro."

Si el secreto oculto de aquel hombre era gordo, sus palabras tendrían el efecto buscado. Si en cambio se trataba de alguna travesura, sólo se le reiría en la cara.

La expresión de Newen se tornó más oscura, más amenazante, y Cordelia casi lamentó la audacia que a veces la impulsaba a hacer cosas alocadas, como fingir ser su hermano y extorsionar a hombres peligrosos.

—¿Quién es usted realmente? —masculló Newen de modo apenas audible, con lentitud sinuosa, como midiendo las posibilidades.

Una posibilidad que a Cordelia recién se le ocurría era que él podía empujarla ladera abajo y olvidarse de su ayudante por el resto de su vida. Después de todo, ¿quién sabía adónde se dirigía ella cuando llegó a Los Notros?

De manera imperceptible, Cordelia fue alejándose de la figura imponente del guardaparque, pasito tras pasito, como si contara hacia atrás.

A los ojos de Newen, aquella conducta era reveladora de que ese muchacho sin duda sabía quién era él. Conocía su crimen y por eso le temía. Aunque no había vacilado en amenazarlo, incluso sin testigos. Cosa bien estúpida. Él podría liquidarlo en un instante y no dejar huellas. No como la otra vez.

La neblina que lo cegaba se despejó de golpe. ¿Qué estaba pensando? El no era un asesino. ¿O sí? ¿Acaso no había asesinado?

Pero aquella vez era muy joven e impulsivo. No lo había planeado. La situación se le había escapado de las manos. ¿Pero acaso era menos culpable por eso?

Nadie escapa a su destino.

Tendría que haberlo imaginado, tendría que haber recordado. Ingenuo, había creído en la oportunidad de reivindicarse, de enmendar su conciencia dedicándose a algo bueno. Hay cosas que un hombre no puede limpiar, como la sangre que mancha sus manos.

Contempló unos momentos más el rostro pálido del joven, demasiado vulnerable para ser un extorsionista, y decidió vigilarlo de cerca hasta que pudiera tomar una decisión sobre su vida.

—¿A... adónde vamos? —alcanzó a articular Cordelia al verlo darse vuelta.

—A la cabaña. Para que usted se cambie de ropa.

—Pero, ¿y usted?

La voz temblorosa del muchacho renovó el desprecio que Newen sentía por él.

—No me deja otra alternativa que soportar su desagradable presencia... por ahora.

Y sin agregar nada más, el guardaparque giró y echó a andar a zancadas, dejando a Cordelia atrás con rapidez.

A los tropezones, mojada, asustada y algo aliviada por la tregua, Cordelia soportó el último tramo hasta la cima de la colina donde ambas cabañas se perfilaban entre la niebla del atardecer.

No sabía bien si alegrarse del nuevo giro de los acontecimientos. El guardaparque había aceptado su presencia, sí. ¿Por qué, entonces, su corazón palpitaba angustiado? ¿Sería porque debajo de esa tregua había algún oscuro secreto en el pasado de aquel hombre, del que ella no tenía la menor idea?

Capítulo VIII

Ignacio Zavaleta tomaba su café en la galería de "La Señalada", mientras revisaba unos papeles bajo la sombra de un arco de madreselva. El letargo de la siesta sólo se interrumpía con el zumbido de las abejas y el grito esporádico del
chicao
entre los arbustos. Cada tanto, el hombre levantaba la vista y contemplaba, más allá del bosque de lengas, las cumbres que horadaban el cielo. Después, retornaba a su labor y el rasguido suave de los papeles se sumaba al murmullo del viento entre los álamos que enhebraban el camino del sur agreste, el que conducía al portón de entrada de la estancia.

Hermosa tierra le había comprado su padre, no podía negarlo. A pesar de su falta de experiencia en asuntos rurales, se encontraba a gusto en ese oasis de belleza. La casa de "La Señalada" se erigía majestuosa sobre una loma desde la que se avistaba el valle, las montañas y el lago; era una mansión de piedra y troncos con techo a dos aguas, aunque esa apariencia rústica escondía la magnificencia de las habitaciones, embellecidas con revestimientos de roble, alfombras turcas y chimeneas de mármol rosado. Sin embargo, la riqueza de la estancia se apoyaba en la tierra: hectáreas y hectáreas de praderas dedicadas a la cría de ovejas, sin contar con la sorpresa del arroyo cristalino donde habían empezado a criar truchas. El futuro se anunciaba promisorio en el sur para el menor de los Zavaleta.

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