En su primera audiencia en Roma, el Pontífice, que se convertiría en su patrono y protector, le había propuesto otra definición: «… Estás surcado de cicatrices. Estás amargado. Estás enfadado. Si yo estuviera en tu lugar, sentiría lo mismo. De alguna manera estoy en tu lugar, porque fui yo quien nombró a los prelados que, con su silencio o su connivencia, permitieron que ocurrieran estas atrocidades. Debido a que ellos se quedaron mudos, nosotros, aquí en Roma, nos volvimos ciegos y sordos. Me avergüenzo por eso. Me avergüenzo de que se haya podido pensar que aprobábamos las muchas barbaridades que se cometieron, fuese por ignorancia culpable o por el falso oportunismo que nos induce a hacer pactos con el mal. De modo que lleva tus cicatrices con orgullo. ¡Conserva tu cólera, pero aprende a perdonar! Medita todos los días sobre las palabras de nuestro Salvador en lo más álgido de su agonía: “Padre, perdónalos. No saben lo que hacen”. Tampoco olvides que este hombre era el mismo que irrumpió en el templo y expulsó de allí a latigazos a los mercaderes y los usureros que profanaban la casa de Dios… No cambiarás el mundo ni te cambiarás a ti mismo de la noche a la mañana, pero tienes que intentarlo, tienes que intentarlo todos los días, y yo te daré trabajo para que despliegues tu fuerza y engrandezcas tu espíritu…»
Había aceptado el consejo de buena fe. Había ejecutado con energía y buen criterio las tareas que le habían encomendado. Había aceptado las promociones para las que lo habían propuesto porque, aunque no curaban ninguna herida, le daban poder. No tardó en aprender a usarlo con circunspección, consciente de los abusos que él mismo había padecido. Lo último que quería era crear tiranías para su beneficio.
Cuando intervenía en una causa contra un clérigo o una institución del clero, evaluaba con escrupulosidad todas las pruebas. Ejercía la máxima tolerancia que el sentido común permitía, pero una vez que se emitía un fallo era tan firme y preciso como un cirujano cuando extirpa un tumor maligno.
Esta disciplina draconiana, y el secreto en el que se le permitía aplicarla, lo habían elevado a las empinadas pendientes por las que había ido ascendiendo en su carrera. Esta misma disciplina era la
que lo había despojado, gota a gota, de los últimos restos de pasión que nutrían su vida, dejándolo reseco y vacío, como un viajero perdido que camina en círculos por el desierto.
Había visto cómo esto les ocurría a otros, mayores y más prudentes que él. Atrapados por sus carreras, carentes de la voluntad o del incentivo para apartarse de ellas, siempre protegidos, renuncia ban a todos los riesgos y se rendían a una escéptica conformidad, en su credo y en su conducta. En los primeros e iracundos tiempos, se había burlado de ellos. Ahora era él el que estaba frente a la elección que a ellos se les había presentado en algún momento de sus vidas: «Si no soportas el calor, vete de la cocina. Si todavía quieres usar el gorro de chef, manténte a unos pasos del horno y limítate a lamer las cucharas para probar lo que los verdaderos cocineros han guisado…». Ahora él mismo se enfrentaba a la misma funesta proposición: «Si te quedas, haz a un lado el honor hasta que la máscara que usas se convierta en tu propia cara. O renuncia, y retírate para convertirte en un don nadie de ninguna parte».
La idea trajo consigo los terrores de su pesadilla. Los apartó de su mente, pidió el café de la mañana y luego encendió el ordenador para examinar lo que le había llegado en el correo electrónico de la noche.
Había cartas de Manila y Yakarta, de Taiwan y Tailandia, de Shanghai y Bombay. Todas ellas versaban sobre temas explosivos de los dominios menos conocidos de la Iglesia, adonde había sido enviado o convocado para mediar en conflictos o establecer diálogos constructivos. En esto descollaba. Sus cicatrices eran el pasaporte para ingresar a los territorios menos amistosos, incluso en el de los ancianos de Beijing, que habían sobrevivido a la Revolución Cultural. Una curiosa masonería unía a los mártires políticos. Había lazos tácitos y perennes entre las víctimas del potro de tormentos y los inquisidores que los habían puesto allí.
Jugó con este pensamiento mientras revisaba la correspondencia. Recordó cómo se había descrito a sí mismo el apóstol Pablo en su epístola a los efesios: «Pablo, el prisionero de Jesucristo… un prisionero en el Señor». Para Luca Rossini la frase tenía un deje amargo. A diferencia de Pablo, a él no le quedaba fervor, apenas una inveterada convicción de que la simple decencia le exigía terminar el trabajo que tenía entre manos.
Estaba por apagar la máquina cuando apareció en la pantalla la carta de Isabel. El encabezamiento indicaba que había sido enviada desde Nueva York a las 2.15 horas. Miró su reloj. En Roma eran las 8.20 horas. La transmisión había sido inmediata. El tono de la carta era urgente, casi perentorio.
Mi queridísimo Luca:
Como ves es tarde para mí, pero al menos puedo estar sola y tranquila. Mi esposo está pasando dos días en Washington. No obstante, le conté por teléfono la noticia de que estás dispuesto a recomendar su nombramiento en su momento. Se alegró muchísimo, por supuesto, y me ha pedido que te comunique su agradecimiento. Él te escribirá personalmente a su debido tiempo pero, como hombre prudente que es, considera que en este momento cualquier correspondencia sería inoportuna.
En cambio a mí me pareció el momento oportuno para pedirle su aprobación para que Luisa y yo viajemos de inmediato a Roma y nos quedemos allí el tiempo suficiente para mostrar una presencia familiar no oficial ante los diplomáticos argentinos, y en las exequias del actual Pontífice y la investidura del nuevo. También le dije a Raúl que esto sería provechoso para Luisa, como una forma de ponerse en relación con los círculos diplomáticos. Él piensa que ésa también es una excelente idea. Puesto que ha mantenido desde hace bastante tiempo una amante en Nueva York, no sentirá demasiado la falta de las comodidades domésticas.
¿Por qué hago esto? Soy hija de mi padre. Tú sabes qué poco me gustan la pompa y las ceremonias.
Voy para verte a ti, Luca. He estado desesperada de preocupación desde que leí tu carta. Te he visto pasar por todos los estados de ánimo. Te tuve en mis brazos cuando llorabas como un niño. He visto cómo la rabia despertaba tus instintos asesinos. Yo, tu Isabel, te enseñé a convertir la rabia en pasión y saciarla en mi cuerpo en noches que recordaré mientras viva. Yo hice que tu corazón volviera a abrirse al amor. No puedo soportar verlo otra vez encerrado en esta calma glacial.
La calma no durará. No puede durar. O bien el Luca que yo conozco se marchitará y morirá de frío, o bien estallará como los volcanes de Islandia y se hará pedazos. Así pues, te guste o no, estoy yendo. Esta mañana voy a hacer los últimos preparativos. Tengo que llegar ya, antes de que te internes en el cónclave para elegir Papa. ¿Y si te eligen a ti y ya no puedes escapar nunca más de tu casa—prisión? Ésa sí que sería una pesadilla, ¿no?
No me escribas. Yo me pondré en contacto contigo en cuanto lleguemos. Un ruego especial: guarda un poco de atención para mi hija.
Es una joven hermosa y está muy interesada por conocer a este hombre importante al que su madre y su abuelo rescataron de los salvajes militares. Espéranos muy pronto.
Todo mi amor, siempre,
Isabel
Se echó hacia atrás en la silla, bebió lentamente el café y contempló el texto en la pantalla. Sonrió, reprendiéndose a sí mismo por su propio autoengaño. Ésta era la visita con la que tan a menudo había soñado, y ahora, aunque inconscientemente, se las había ingeniado para que ocurriera.
No había nada exagerado en los recuerdos que Isabel tenía de él, como no lo había en los que él tenía de ella. Era una mujer demasiado abierta y recta para tolerar las verdades a medias del tipo de las que él, como clérigo célibe y encumbrado, solía emplear en su vida social. Todo lo que ella reivindicaba haber hecho por él lo había hecho.
Todavía quedaban cosas por contar. Incluso había omisiones en la última versión de los hechos, que le había facilitado Carlos Menéndez, el padre de Isabel.
—Como sabes, estoy a cargo de una operación importante de prospección para Petróleo Occidental. Nuestro campamento base está en la montaña pero yo tengo un apartamento en la plaza, de los que están construidos sobre las columnatas. A veces Isabel viene de Buenos Aires a quedarse conmigo. Se casó con Raúl hace poco más de un año, pero la luna de miel terminó hace mucho. Él ha sido siempre ambicioso, siempre un esnob. Isabel desprecia profundamente su babosa defensa de los militares que, Dios lo sabe, son una pandilla de lo peor. yo mismo he sido ingeniero militar, con el rango de mayor. Pero pedí el retiro para ingresar en Petróleo Occidental. De todos modos, estoy en la reserva, y siempre tengo un uniforme a mano. Es útil cuando mandan a los milicos a meterle miedo a la gente del lugar. Ocurrió que Isabel y yo estábamos en el apartamento cuando los militares llegaron a la ciudad. Vimos cómo te colgaban. Vimos la paliza desde el principio.
—¿Y dejaron que siguiera?
—Sólo una parte. yo conocía a aquel sargento. Era un animal, un sádico peligroso. Era muy capaz de ordenarle a sus hombres que dispararan sobre la gente que estaba en la plaza. Le di a Isabel mi rifle y le pedí que tuviera al sargento en la mira mientras yo me ponía el uniforme y me colgaba un arma al cinto. Sabía que sobrevivirías a una paliza, pero nadie sobrevive a una bala en la cabeza.
—Pero, por Dios, Carlos, esa paliza duró mucho.
—Mucho o poco, para cuando yo estaba listo para intervenir ya había terminado y el sargento estaba desafiando a sus muchachos a sodomizarte.
—Hasta ahí recuerdo. En ese momento me desvanecí.
—¿Isabel no te contó lo que pasó después?
—En pequeñas dosis, como si me diera una medicina. Dijo que tú me contarías todo más adelante.
—Es lo que estoy haciendo… Los soldados no se movieron. El sargento se echó a reír y dijo que les enseñaría cómo hacerlo. Empezó a desabotonarse los pantalones de montar. Bajé la escalera a la carrera. Cuando pisé la plaza, lo vi haciendo exhibición de su pene ante la tropa. En el momento en que se volvía para violarte, Isabel disparó y le voló la cabeza. Mientras la tropa seguía allí, asombrada y desprevenida, disparé dos tiros al aire y les pegué un grito de advertencia. Cuando vieron el uniforme, obedecieron. Les ordené que echaran el cuerpo del sargento al camión y que se largaran a su cuartel. En cuanto se fueron, te desaté. La gente me ayudó a llevarte hasta el apartamento. Isabel curó tus heridas lo mejor que pudo. Yollamé al comandante militar de Tucumán. Le advertí que estaba en graves problemas, problemas con la Junta y con la Iglesia, a la que la Junta estaba cortejando como a una novia virgen. Le había enviado de vuelta a sus tropas con un cuerpo para enterrar. Le dije que lo enterrara rápido y bien hondo. Luego hice dos llamadas, una a nuestro campamento base para que me enviaran un helicóptero con nuestro médico de campaña, la otra a un amigo mío que tiene una gran estancia en el norte de Córdoba. Allí fue donde te llevamos. Isabel se quedó contigo. yo volví a Tucumán, y luego seguí a Buenos Aires para negociar con la Junta y conseguir el apoyo del cardenal arzobispo y el nuncio apostólico. La compañía también ayudó, pero fueron la s seis semanas más duras de mi vida. El marido de Isabel se portó como un inútil. Al final llegamos a un acuerdo. yo volaría a Buenos Aires y te entregaría al nuncio apostólico, quien te pondría de inmediato en un avión con destino a Roma. Yo retornaría a mi trabajo. Isabel volvería con su esposo. Sin publicidad. Sin comentarios. Caso cerrado. ¿Hay algo más que quieras saber antes de dejar Argentina?
—¿Cómo te sientes por lo que hubo entre Isabel y yo?
—Ella te hizo bien. Tú, de alguna extraña manera, le hiciste bien a ella. Me hizo feliz comprobar que disfrutasteis estando juntos. Tú eres mucho mejor que el payaso con el que se casó.
—¿Por qué se casó con él?
—Era mercancía de primera: familia de prosapia, bien educado, buenas maneras, todas las muchachas lo codiciaban; así que Isabel tenía que tenerlo. Y bien, lo tuvo. Un hombre hueco como una calabaza vacía, pero que sigue teniendo el aspecto de la fruta fresca en el frutero.
—¿Por qué no lo deja?
—Lo ha pensado más de una vez. Ahora no puede, al menos por un tiempo.
—¿Por qué no?
—¡Usa la cabeza, hombre! No tienes idea de lo que costó negociar una salida de este desastre. Isabel tiene que hacer buena letra. Su marido no tiene influencia en la Junta pero el padre de él sí, y sería un enemigo peligroso… Ésa es una razón de peso para que yo quiera que te vayas y desaparezcas de su vida.
—¿Hay otras razones?
—Varias.
—¡Quiero saberlas!
—Eres sacerdote. Contigo no tiene futuro.
—No ha quedado mucho del sacerdote.
—También puede haberse perdido algo del hombre. Lleva mucho tiempo recuperarse de la experiencia de la tortura y de la degradación que ella trae consigo. Por eso es un arma tan poderosa en política. Es demasiado pronto para saber cómo saldrás de todo esto. Si quieres que sea franco, lo seré. No quiero que Isabel represente el papel de enfermera—criada de un lisiado moral. Uno de los dos ya es más que suficiente para cualquier mujer.
—¿Qué será de ella ahora?
—No le pasará nada. Es mi hija. Llevará la vida que ella quiera. Tu familia vino de Italia, ¿no?
—Sí. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque comprenderás lo que quiero decir con esto: ahora Isabel es toda una mujer. Espero que algún día tú seas todo un hombre.
—¿Eso significa que tengo que matar a alguien?
—Alguien, o algo. Lo sabrás cuando llegue el momento…
Ahora, al parecer, ese momento estaba por llegar, un momento que los buenos cristianos, en sus oraciones de todos los días, rogaban que no llegara. «No nos dejes caer en la tentación, y líbranos de todo mal.» Luca, cardenal Rossini, no podía rezar. El don de la fe lo había abandonado. Apenas podía esperar, solo en el desierto, el día del juicio.
De pronto el cardenal camarlengo era un hombre muy ocupado. Ahora al Pontífice se lo consideraba oficialmente, y se rezaba por él con ese carácter, entre los que agonizaban. La curia había decidido que no era indecoroso, e incluso que era necesario y apropiado, preparar un programa de ceremonias para acompañar su salida de este mundo, y otro para elegir e instalar un sucesor.