Elogio de la Ociosidad y otros ensayos (17 page)

BOOK: Elogio de la Ociosidad y otros ensayos
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Los griegos, es cierto, fueron menos adictos a este vicio que sus sucesores. Sin embargo, hicieron morir a Sócrates; y Platón, a pesar de su admiración por Sócrates, sostuvo que el estado debía enseñar una religión que él mismo consideraba falsa, y que los hombres que expresaran dudas acerca de ella debían ser procesados. Los partidarios de Confucio, los taoístas y los budistas no hubiesen sancionado tal hitleriana doctrina. La caballerosa elegancia de Platón no fue típicamente europea; Europa ha sido guerrera e inteligente, más que urbana. Es más probable que la nota distintiva de la civilización occidental se encuentre en la relación que hizo Plutarco de la defensa de Siracusa con los artificios mecánicos inventados por Arquímedes.

Entre los griegos se dio muy bien una fuente de persecución: la envidia democrática. Arístides fue condenado al ostracismo porque su reputación de hombre justo era abrumadora. Heráclito de Éfeso, que no era un demócrata, exclamó: «Los efesios harían bien en ahorcarse, todos los hombres maduros, y dejar la ciudad a los mozalbetes imberbes, porque han desterrado a Hermodoro, el mejor de entre ellos, diciendo: “No queremos a nadie superior entre nosotros; si hay alguno, que lo sea en otra parte y entre otros”». Muchos de los aspectos desagradables de nuestra época existían entre los griegos. Tenían fascismo, nacionalismo, militarismo, comunismo, patronos y políticos corruptos; vulgaridad agresiva y alguna persecución religiosa. Contaban con individuos capaces, pero tampoco nos faltan a nosotros; entonces, como ahora, un considerable porcentaje de los mejores hombres sufría el exilio, la prisión o la muerte. La civilización griega tuvo, es verdad, una superioridad muy evidente sobre la nuestra, y fue la ineficacia de su policía, que permitió escapar a una gran proporción de personas decentes.

La conversión de Constantino al cristianismo dio la primera ocasión para que se expresasen completamente los impulsos de persecución por los que Europa se ha distinguido de Asia. Durante los últimos ciento cincuenta años, ciertamente, ha existido un breve intervalo de liberalismo; pero ahora las razas blancas están volviendo al fanatismo teológico que los cristianos heredaron de los judíos. Los judíos fueron los creadores de la idea de que solamente una religión puede ser verdadera, pero no sentían deseos de convertir a todo el mundo, de modo que sólo perseguían a los otros judíos. Los cristianos, conservando la fe judía en una revelación especial, añadieron a ella el deseo romano de dominación universal y el gusto griego por las sutilezas metafísicas. La combinación produjo la religión más fieramente intolerante que el mundo ha conocido hasta la fecha. En el Japón y en la China, el budismo fue aceptado pacíficamente y se le permitió coexistir con el shintoísmo y el confucianismo; en el mundo musulmán, los cristianos y los judíos no eran molestados en tanto pagaran sus tributos; pero por toda la cristiandad la muerte ha sido la pena usual, incluso para la más nimia desviación de la ortodoxia.

No estoy en desacuerdo con aquellos a quienes disgusta la intolerancia del fascismo y del comunismo, a menos que la consideren como una desviación de la tradición europea. Quienes nos sentimos ahogados en una atmósfera de persecutoria ortodoxia gubernamental no lo hubiésemos pasado mucho mejor en épocas anteriores de Europa que en las modernas Rusia o Alemania. Si por arte de magia pudiéramos ser transportados a tiempos pretéritos, ¿hallaríamos que Esparta mejoraba en algo a estos dos países modernos? ¿Nos hubiese gustado vivir en sociedades que, como las de la Europa del siglo XVI, condenaban a los hombres a la muerte por creer en brujerías? ¿Hubiésemos podido soportar la Nueva Inglaterra de los primeros tiempos o admirar el trato que Pizarro dio a los incas? ¿Hubiéramos disfrutado en la Alemania del Renacimiento, donde fueron quemadas en un siglo cien mil brujas? ¿Nos habría agradado la Norteamérica del siglo XVIII, donde los principales teólogos de Boston atribuían los terromotos de Massachusetts a la impiedad de los pararrayos? En el siglo XIX, ¿hubiésemos simpatizado con el papa Pío IX cuando se negó a tener nada que ver con la Sociedad Protectora de Animales aduciendo que es herético creer que el hombre tiene obligaciones para con los animales inferiores? Mucho me temo que Europa, aunque inteligente, siempre ha sido un tanto horripilante, excepto en el breve período comprendido entre 1848 y 1914. Ahora, desgraciadamente, los europeos están retornando a su tipo característico.

Sobre el cinismo de la juventud

(Escrito en 1929)

Cualquiera que visite las universidades del mundo occidental está expuesto a verse sorprendido por el hecho de que los jóvenes inteligentes de nuestros días son cínicos en mucha mayor medida que antes. Esto no es cierto en lo que respecta a Rusia, China, India o Japón; creo que no sucede así en Checoslovaquia, Yugoslavia y Polonia, ni, de ningún modo, es lo corriente en Alemania; pero es, sin duda, una característica notable de los jóvenes inteligentes de Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Para comprender por qué es cínica la juventud occidental hemos de comprender también por qué no es cínica la del Este.

Los jóvenes en Rusia no son cínicos porque aceptan sin reservas la filosofía comunista y tienen un país inmenso, lleno de recursos naturales, en condiciones de ser explotado con el concurso de la inteligencia. Los jóvenes tienen, por tanto, una carrera ante ellos, que estiman merecedora de esfuerzo. No hay necesidad de considerar los fines de la vida cuando en el curso de la creación de Utopía estamos instalando un oleoducto, construyendo un ferrocarril o enseñando a los campesinos a emplear tractores Ford simultáneamente en un frente de cuatro millas. En consecuencia, los jóvenes rusos son vigorosos y están plenos de ardientes creencias.

En la India, los jóvenes serios creen fundamentalmente en la maldad de Inglaterra; de esta premisa, como de la existencia de Descartes, es posible deducir toda una filosofía. Del hecho de que Inglaterra sea cristiana, se sigue que el hinduismo o el islamismo, según el caso, es la única religión verdadera. Del hecho de que Inglaterra sea capitalista e industrial se sigue, de acuerdo con el temperamento del lógico interesado, o bien que todo el mundo debería hilar con una rueca, o que deberían imponerse aranceles proteccionistas para desarrollar el industrialismo y el capitalismo nacionales, como única arma para combatir a los ingleses. Del hecho de que Inglaterra domine en la India por la fuerza, se sigue que solamente la fuerza moral es admirable. La persecución de las actividades nacionalistas en la India alcanza exactamente para que éstas parezcan heroicas, y no triviales. De este modo, los angloindios salvan a la juventud inteligente de la India de la peste del cinismo.

En China, el odio a Inglaterra también ha representado su papel, pero en mucha menor medida que en la India, porque los ingleses nunca conquistaron el país. La juventud china combina el patriotismo con un genuino entusiasmo por el occidentalismo, en la forma que era común en el Japón hace cincuenta años. Quieren que el pueblo chino sea educado, libre y próspero, y tienen señalado su trabajo para conseguir este resultado. Sus ideales son, en general, los del siglo XIX, que en China todavía no han empezado a parecer anticuados. El cinismo en China estaba asociado a los oficiales del régimen imperial y sobrevivió entre los militaristas que han perturbado el país desde 1911, pero no tiene lugar en la mentalidad de los intelectuales modernos.

En el Japón, las perspectivas de la juventud intelectual no son muy distintas de las que prevalecieron en el continente europeo entre 1815 y 1848. Las consignas del liberalismo todavía tienen fuerza: gobierno parlamentario; libertad individual, de pensamiento y de expresión. La lucha contra el feudalismo tradicional y la autocracia basta para mantener a los jóvenes ocupados y entusiasmados.

A la compleja juventud de Occidente, todo este ardor le parece un tanto tosco. Está firmemente convencida de que, habiéndo estudiado todo con imparcialidad, ha visto al través de todas las cosas y ha descubierto que «no queda nada digno de atención bajo la efímera luna». Claro que hay muchas razones para ello en las enseñanzas de los viejos. No creo que estas razones lleguen a la raíz del asunto, porque, en otras circunstancias, los jóvenes reaccionan contra las enseñanzas de los viejos y establecen un evangelio propio. Si la juventud occidental de nuestros días reacciona únicamente con el cinismo, debe de haber alguna razón especial para ello. Los jóvenes no sólo son incapaces de creer lo que se les dice, sino que parecen incapaces de creer nada. Éste es un estado de cosas peculiar, que merece la pena investigar. Tomemos, ante todo, uno a uno, los viejos ideales y veamos por qué ya no inspiran las viejas lealtades. Podemos enumerar entre tales ideales la religión, la patria, el progreso, la belleza, la verdad, ¿Qué hay en ellos de equivocado a los ojos de los jóvenes?

Religión
: El conflicto, aquí, es en parte intelectual y en parte social. Por razones intelectuales, pocos hombres capaces tienen hoy la misma intensidad de fe religiosa que pudo tener, digamos, Santo Tomás de Aquino. El Dios de la mayor parte de los modernos es un poco vago, y tiende a degenerar en una Fuerza Vital o en un «poder externo a nosotros que busca la virtud». Aun los creyentes están mucho menos preocupados por los efectos de la religión en este mundo que por ese otro mundo en el que declaran creer; no están, ni con mucho, tan seguros de que este mundo fuese creado para la gloria de Dios como de que Dios es una hipótesis útil para mejorar este mundo. Al subordinar a Dios a las necesidades de esta vida sublunar, arrojan sospechas sobre la autenticidad de su fe. Al parecer, piensan que Dios, como el sábado, fue hecho para el hombre. Hay también razones sociológicas para no aceptar las iglesias como base de un idealismo moderno. Las iglesias, a causa de sus riquezas, han llegado a identificarse con la defensa de la propiedad. Además, se las relaciona con una ética opresiva que condena muchos placeres que a los jóvenes les parecen inofensivos e inflige muchos tormentos que al escéptico le parecen innecesariamente crueles. He conocido jóvenes serios que aceptaban de todo corazón las enseñanzas de Cristo; se hallaban en oposición al cristianismo oficial, y estaban tan proscritos y perseguidos como si hubiesen sido ateos militantes.

Patria
. El patriotismo ha sido, en muchos tiempos y lugares, una apasionada convicción que podían aceptar las mentes más selectas. Así fue en Inglaterra en tiempos de Shakespeare, en Alemania en tiempos de Fichte, en Italia en los de Mazzini. Así es todavía en Polonia, China y Mongolia exterior. En las naciones occidentales es todavía inmensamente poderoso: controla la política, el gasto público, los preparativos militares, y así sucesivamente. Pero los jóvenes inteligentes no pueden aceptarlo como un ideal adecuado; perciben que todo está muy bien por lo que se refiere a las naciones oprimidas, pero que, tan pronto como una nación oprimida se libera, el nacionalismo, que antes era heroico, se vuelve opresivo. Los polacos, que gozaron de la simpatía de los idealistas desde que María Teresa «lloró, pero triunfó», emplearon su libertad para organizar la opresión de Ucrania. Los irlandeses, a quienes los británicos han impuesto una civilización durante ochocientos años, han empleado su libertad para dictar leyes que impiden la publicación de muchos libros buenos. El espectáculo de los polacos asesinando ucranianos, y el de los irlandeses asesinando la literatura, hacen aparecer el nacionalismo como un ideal más bien inadecuado, aun para las naciones pequeñas. Pero cuando se trata de naciones poderosas, el argumento es todavía más fuerte. El tratado de Versalles no fue muy alentador para aquellos que habían tenido la suerte de que no los mataran cuando defendían los ideales que sus dirigentes traicionaban. Los que durante la guerra aseveraban estar combatiendo el militarismo, se convirtieron, cuando aquélla terminó, en los principales militaristas de sus respectivos países. Tales hechos han hecho obvio para un joven inteligente que el patriotismo es la mayor maldición de nuestra época, que acabará con la civilización si no conseguimos mitigarlo.

Progreso
. Es éste un ideal del siglo XIX con demasiado
Babbit
para nuestra racionalista juventud. El progreso susceptible de ser medido afecta necesariamente a cosas sin importancia, tales como el número de automóviles fabricados o el número de cacahuetes consumidos. Las cosas verdaderamente importantes no son mensurables y resultan, por tanto, inadecuadas para los métodos de los propagandistas. Además, muchas invenciones modernas tienden a imbecilizar a la gente. Puedo poner el ejemplo de la radio, las películas habladas y los gases venenosos. Shakespeare medía la excelencia de una época por el estilo de su poesía (véase el Soneto XXXII), pero este modo de medir ha pasado de moda.

Belleza
. Hay algo que suena anticuado en la belleza, aunque es difícil precisar qué. Un pintor moderno se indignaría si se le acusara de buscar la belleza. En nuestros días, la mayor parte de los artistas parecen inspirados por una especie de rabia contra el mundo, de modo que prefieren producir una significativa inquietud más bien que proporcionar una serena satisfacción. Además, muchas clases de belleza requieren que un hombre se tome a sí mismo más en serio de lo que resulta posible para una persona moderna e inteligente. Un ciudadano prominente de una pequeña ciudad-estado, como Atenas o Florencia, podía sentirse importante sin ninguna dificultad. La tierra era el centro del universo, el hombre era la finalidad de la creación, su propia ciudad lo mostraba en todo su esplendor, y él mismo estaba entre los mejores de su ciudad. En tales circunstancias, Esquilo o Dante podían tomar en serio sus propias penas o alegrías. Podían sentir que las emociones del individuo importaban y que los sucesos trágicos merecían ser recordados en versos inmortales. Pero el hombre moderno, cuando le asalta el infortunio, tiene conciencia de ser una unidad en el total estadístico; el pasado y el futuro se extienden ante él en una lúgubre procesión de triviales fracasos. El hombre mismo aparece como un vanidoso y ridículo animal, vociferando y alborotando durante un breve interludio entre silencios infinitos. «El hombre, sin las comodidades de la civilización, no es más que un pobre animal desnudo», dice el rey Lear, y la idea le conduce a la locura, porque no está habituado a ella. Pero esta misma idea es familiar para el hombre moderno, y lo conduce solamente a la trivialidad.

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