El templo de Istar (35 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

BOOK: El templo de Istar
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El kender-ratón rodeó los descomunales pies de su amigo. Mientras lo hacía vislumbró por el rabillo del ojo señales de movimiento y, al volver la cabeza, atisbó otro miembro más pequeño que, calzado con una sandalia, sobresalía bajo unas vestiduras de color blanco. Reconoció de inmediato a Par-Salian así que, raudo como una centella, escapó en dirección al rincón opuesto de la estancia. Por fortuna, tan sólo lo alumbraban unas oscilantes candelas.

Se detuvo como pudo, patinando sobre la lisa superficie de roca. En el pasado tuvo oportunidad de visitar el laboratorio del mago, cuando se ciñó al dedo aquel malhadado anillo mágico que lo catapultó en el espacio, mas, pese al tiempo transcurrido, permanecían impresos en su memoria los portentos que le fuera dado contemplar. Echó de nuevo a andar mientras cavilaba sobre el esotérico contenido de la sala, si bien su ensimismamiento no le impidió hacer una prudente pausa antes de penetrar en un círculo dibujado en el suelo. En el centro de esta circunferencia que, trazada con polvillo de plata, refulgía a la luz de las velas, yacía la sacerdotisa Crysania. Sus pupilas vidriosas se perdían en la nada, fijas e invidentes, y su rostro estaba tan lívido como el lienzo que la arropaba.

No existía la menor duda de que era aquí donde había de obrarse el encantamiento. Con la pelambre erizada sobre su cerviz, Tasslehoff reculó a trompicones y se agazapó debajo de un bacín invertido, desde donde podría escudriñar la escena sin ser visto.

En el exterior del círculo se erguía Par-Salian, resplandeciente su alba vestimenta en la feérica luz del objeto que sostenía en la mano. Era éste un cetro con joyas incrustadas que despedía vivos destellos al darle vueltas su portador, de aspecto similar al que ostentara un rey de Nordmaar en presencia del kender. Sin embargo, el que ahora admiraba se le antojó más fascinador, quizás a causa de la manera singular en que estaban ensambladas sus facetas. Algunas de sus partes se movían mientras que otras, el desconcertado Tas no acertaba a representárselo de otra manera, giraban sin desplazarse. El gran maestro manipulaba hábilmente este ingenio, doblándolo sobre sí mismo para luego retorcerlo hasta reducirlo al tamaño de un huevo. Sin cesar de farfullar extraños versos, el archimago introdujo tan deslumbrador artículo en un bolsillo de su túnica.

De pronto, y pese a que su oculto espectador no le vio dar ningún paso, Par-Salian se situó en el interior del cerco, próximo a la figura inerte de Crysania. Se inclinó hacia la sacerdotisa, depositó algo que escapó a la observación del kender en los pliegues de su atuendo y acometió un cántico en el lenguaje de la magia, a la vez que esbozaba con sus nudosas manos círculos en el aire.

Lanzando una mirada a Caramon, Tas comprobó que el guerrero permanecía al lado del cerco con una extraña expresión en el rostro. Su actitud era la de un ser ajeno a las artes arcanas pero que, al mismo tiempo, no se siente incómodo frente a sus procedimientos. «Es natural, ha crecido entre hechizos. Quizás imagina que se halla de nuevo junto a su hermano», pensó.

Par-Salian enderezó la espalda, y el kender sufrió un gran sobresalto al advertir el cambio que se había operado en él. Su rostro había envejecido más aún, tiñéndose de una palidez cenicienta, y su cuerpo se bamboleaba en su erecta postura. Hizo señal de acercarse a Caramon y éste obedeció, si bien cuidó de no pisar el polvillo plateado al penetrar en la zona sagrada. Sumido en un trance, el hombretón avanzó unos pasos para detenerse al lado de la exánime Crysania.

Par-Salian extrajo entonces el cetro de su bolsillo y se lo tendió al humano, quien posó la mano sobre él de tal suerte que, durante unos segundos, ambos lo sostuvieron. Caramon movió los labios mas ningún sonido brotó de su garganta, como si se estuviera preparando mediante el aprendizaje de una información comunicada mágicamente. Cuando volvió a sellarse la boca del guerrero el maestro levantó ambas palmas y, al hacerlo, se izó del suelo y flotó hasta el exterior del círculo a fin de refugiarse en la oscuridad del laboratorio.

Tas dejó de verlo, pero podía oír. El cántico que antes iniciara subió de volumen hasta que, de forma súbita, un muro de plata surgió del círculo trazado en la piedra. Tan brillante era que los ratoniles ojos del kender comenzaron a arder, si bien no logró desviar la mirada, ni tampoco fue capaz de bloquear sus tímpanos al agudo griterío que se había generado en la sala. En efecto, se había unido a la estridente tonada del hechicero un coro de voces que parecían nacer en profundidades abismales y reflejarse sobre la roca, en respuesta a las estrofas de su adalid.

Más que en la barabúnda, los sentidos del kender estaban absortos en la centelleante cortina de poder. Al otro lado Caramon, inmóvil junto a Crysania, sujetaba todavía el extraño ingenio. Tas ahogó una exclamación, que más se asemejaba a un suspiro, al examinar el laboratorio que, aunque visible a través del argénteo muro, parecía parpadear como si luchara por su propia existencia. En los intervalos de negrura que se alternaban con las intermitencias luminosas se perfilaban imágenes de bosques, ciudades, lagos y océanos, todos ellos sucediéndose en nebulosas secuencias que iban y venían, pobladas de criaturas cuyos contornos eran de inmediato reemplazados por otros.

El cuerpo del fornido guerrero empezó a vibrar al ritmo de las alucinantes visiones, siempre en el interior de la columna de luz. Crysania, por su parte, aparecía y se desvanecía con idéntica regularidad.

Las lágrimas inundaron el hocico del transformado hombrecillo, prendiéndose de sus bigotes. «Caramon va a emprender la más fabulosa aventura de todos los tiempos y me deja aquí, solo», se lamentaba.

Durante unos inciertos segundos Tasslehoff libró una cruenta batalla contra sí mismo. La lógica, la razón argumentaban en su mente, como lo habría hecho Tanis, que sería un estúpido si se interfería en tan inexplicables prodigios porque, en ese caso, no tardaría en arruinar los proyectos de su amigo. Oía esta voz, sí pero los cánticos del mago y de las piedras la fueron difuminando hasta acallarla por completo.

Par-Salian nunca oyó el chillido del pequeño roedor. Tan abstraído estaba en los pormenores del hechizo que tan sólo vislumbró, de soslayo, un leve movimiento. Era ya demasiado tarde cuando vio salir al ratón de su escondrijo y correr en pos del plateado muro de luz. Aterrorizado, cesó en su canto y las voces de la piedra, ahora huecas, murieron junto a la suya. En el silencio reinante distinguió unas palabras articuladas, asombrosas por el tono en que eran pronunciadas: «¡No me abandones, Caramon, sin mi ayuda no sabrás salvar los peligros que te aguardan!»

El roedor atravesó el polvillo de plata, dejando tras de sí un rastro refulgente, e irrumpió en el círculo de luz. Par-Salian percibió un tenue tintineo producido, al parecer, por una sortija que rodaba en el pétreo suelo, y un instante más tarde se materializó, tras la cortina que él mismo conjurara, una tercera figura, arrancándole un alarido desgarrador. Se desvanecieron acto seguido los vibrantes contornos y los cegadores haces fueron absorbidos en un postrer torbellino, que sumió el laboratorio en tinieblas.

Débil, exhausto, el anciano maestro se derrumbó sobre el suelo. Su último pensamiento, antes de abandonarse a su desmayo, fue espantoso. Había enviado un kender al pasado.

LIBRO II

1

Calumnias

Denubis caminaba sin prisas por los ventilados, luminosos pasillos del Templo de los Dioses erigido en Istar, absorto en sus cavilaciones y con la mirada perdida en los intrincados diseños del marmóreo suelo. Un observador, al verle deambular sin rumbo y en actitud preocupada, habría supuesto sin duda que el clérigo era insensible al hecho de que se estaba adentrando en el corazón del universo. Nada más lejos de la verdad: era muy poco probable que olvidara tal circunstancia y, de haber incurrido en un momentáneo descuido, el Príncipe de los Sacerdotes se encargaría de recordárselo en su diaria llamada a la oración.

«Somos el corazón del universo —repetiría el dignatario en una voz tan musical que, en ocasiones, uno no prestaba atención al contenido de sus frases—. Istar, ciudad elegida de los dioses, es el centro del orbe y nosotros, quienes vivimos en su seno, somos la víscera que lo alimenta. Del mismo modo que la sangre fluye por el organismo, bañando y enriqueciendo incluso los dedos del pie, así también nuestra fe y enseñanzas brotan de este magnífico Templo para llegar a las entrañas de la más insignificante de las criaturas. Tened presente mi sentencia cuando os entreguéis a vuestros quehaceres cotidianos, porque aquellos que aquí trabajáis sois los hijos predilectos de las divinidades. Al igual que un ligero roce en la hebra más fina de la argéntea telaraña propaga temblores en toda su superficie, vuestra más nimia acción podría hacer que se tambalease el reino de Krynn.»

Denubis se estremeció, habría preferido que el Príncipe de los Sacerdotes no utilizara esta metáfora. El clérigo detestaba a las arañas y, en realidad, a todos los insectos, algo que nunca admitió quizá porque le provocaba un sentimiento de culpabilidad. ¿No estaba obligado a amar a todo ser viviente salvo, por supuesto, aquéllos que creara la Reina de la Oscuridad? Tal categoría englobaba a los ogros, goblins, trolls y otras razas perversas, pero no tenía la total certeza de que las arañas figuraran en la lista. Aunque era su firme intención preguntarlo, sabía que ese paso entrañaría un debate filosófico de varias horas con los Hijos Venerables y no creía que mereciese la pena. Cualquiera que fuese el veredicto, en su fuero interno seguiría odiando a las arañas. El clérigo se golpeó suavemente la incipiente calva. ¿Cómo había llegado su errabunda mente a centrarse en tan abyectos animales?

«Me estoy haciendo viejo —pensó con un suspiro—. No tardaré en ser como el pobre Arabacus si no desarrollo más actividad que la de sentarme en los jardines y dormir hasta que alguien me despierte para cenar. —Suspiró de nuevo, si bien sentía más envidia que lástima—. Al menos, Arabacus se ha salvado de…»

—Denubis.

Hizo una pausa a fin de escudriñar el ancho corredor, pero no vio a nadie. Un temblor recorrió su espina dorsal al preguntarse si había oído una voz susurrante, o tan sólo lo había imaginado.

—Denubis —insistió el enigmático ser, en idéntico tono.

Esta vez el clérigo estudió más minuciosamente las sombras proyectadas por las robustas columnas de mármol que sostenían el áureo techo y, entre ellas, distinguió una más oscura, una mancha de negrura en las tinieblas. Contuvo la exclamación de ira que afloraba a sus labios y, refrenando asimismo un segundo temblor que agitaba sus músculos, hizo un alto en su camino y se aproximó despacio a la figura que se dibujaba en la penumbra a sabiendas de que ésta no abandonaría su lóbrego entorno para ir hacia él. La luz no dañaba al ser que le había llamado como solía perjudicar a los hijos de la noche, ya que al parecer nada en la faz del mundo era capaz de lastimarle. Si no acudía a su presencia era, simplemente, porque prefería las sombras. «Muy teatral», se dijo el clérigo con una mueca sarcástica.

—¿Qué quieres de mí, Ente Oscuro? —inquirió con una voz que pretendía ser agradable.

Intuyó una ambigua sonrisa en el nebuloso rostro, y comprendió que su interlocutor conocía sus más secretas elucubraciones.

—¡Maldita sea! —renegó Denubis, fiel a un hábito que el Príncipe de los Sacerdotes desaprobaba pero que él, simple mortal, no había logrado desechar—. ¿Por qué permite nuestro dignatario que se pasee por la corte en lugar de desterrarlo, como hizo con los otros?

Su pregunta no iba dirigida a nadie en concreto dado que, en el fondo de su alma, sabía la respuesta. Este ser era demasiado peligroso, su poder traspasaba todas las fronteras. El Príncipe de los Sacerdotes lo conservaba en su compañía como un hombre corriente albergaría en su casa a un mastín feroz: es consciente de que el animal atacará a quien le ordene, pero debe asegurarse constantemente de que permanece atado a su traílla pues, si la correa se rompiera, la bestia se abalanzaría contra el cuello del amo.

—Siento mucho molestarte, Denubis —se disculpó el Ente con aquella voz acariciadora—, más aun al verte absorbido por tan hondas reflexiones. Si oso interrumpirte, es porque en este mismo instante tiene lugar, no lejos de aquí, un evento de suma importancia. Debes reunir un batallón de centinelas del Templo y encaminarte a la plaza del mercado. Allí, en la encrucijada, hallarás a una Hija Venerable de Paladine en estado comatoso. Y, en el mismo lugar, se encuentra el hombre que la asaltó.

Los ojos del clérigo casi se salieron de sus órbitas, antes de encogerse en rendijas que denotaban suspicacia.

—¿Cómo te has enterado? —indagó.

La figura hizo un leve movimiento en su lúgubre aureola y la línea que formaban sus labios, fina pero discernible, se ensanchó en una aproximación a lo que denominamos sonrisa.

—Denubis, hace muchos años que nos conocemos —argumentó el Ente Oscuro en actitud burlona—. ¿Le preguntas al viento cómo sopla? ¿Interrogas a las estrellas para averiguar de dónde procede su brillo? Lo sé, amigo mío, y eso debe bastarte.

—Pero… —El clérigo decidió callar, sus protestas de nada habían de servirle. Sin embargo, no era tan sencillo convocar a un batallón de guardianes del Templo. Tendría que dar explicaciones e informar a las autoridades. Sumido en una gran confusión, se llevó las manos a las sienes.

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