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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (45 page)

BOOK: El sueño del celta
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—El tiempo de la visita ha corrido en exceso —la interrumpió el
sheriff
— Deben despedirse de una vez.

—Conseguiré otro permiso, vendré a verte antes de… —dijo y se calló Alice, poniéndose de pie. Se había puesto muy pálida.

—Claro que sí, Alice querida —asintió Roger, abrazándola—. Espero que lo consigas. No sabes cuánto bien me hace verte. Cómo me serena y me llena de paz.

Pero no fue así esta vez. Regresó a su celda con un tumulto de imágenes en la cabeza, todas relacionadas con la rebelión de Semana Santa, como si los recuerdos y testimonios de su amiga lo hubieran sacado de Pentonville Prison y arrojado en medio de la guerra callejera, en el fragor de los combates. Sintió una inmensa nostalgia de Dublín, de sus edificios y casas de ladrillos rojos, los jardincillos minúsculos protegidos por verjas de madera, los tranvías ruidosos, los barrios contrahechos de precarias viviendas con gentes miserables y descalzas rodeando los islotes de afluencia y modernidad. ¿Cómo habría quedado todo aquello después de las descargas de artillería, las bombas incendiarias, los derrumbes? Pensó en el Abbey Theatre, en The Gate, en el Olympia, en los bares malolientes y cálidos olorosos a cerveza y chisporroteando de conversaciones. ¿Volvería a ser Dublín lo que había sido?

El
sheriff
no le ofreció llevarlo a las duchas y él no se lo pidió. Veía al carcelero tan deprimido, con una ex presión tal de desasimiento y ausencia, que no quiso molestarlo. Le apenaba verlo sufrir de esa manera y lo entristecía no atinar a hacer algo para infundirle ánimos. El
sheriff
Wabia venido ya dos veces, violando el reglamento, a conversar en la noche a su celda, y cada vez Roger se había angustiado por no haber sido capaz de dar a Mr. Stacey el sosiego que buscaba. La segunda, al igual que la primera, no había hecho más que hablar de su hijo Alex y de su muerte en los combates contra los alemanes en Loos, ese lugar desconocido de Francia al que se refería como a un paraje maldito. En un momento, luego de un largo silencio, el carcelero confesó a Roger que lo amargaba el recuerdo de aquella vez que azotó a Alex, chiquito todavía, por haberse robado un pastelillo en la panadería de la es quina. «Era una falta y debía ser castigada —dijo Mr. Stacey—, pero no de manera tan severa. Azotar así a un niño de pocos años fue una imperdonable crueldad». Roger trató de tranquilizarlo recordándole que, a él y a sus hermanos, incluida la mujer, el capitán Casement, su padre, les había pegado a veces, y que ellos no habían dejado nunca de quererlo. Pero ¿lo escuchaba Mr. Stacey?

Permanecía en silencio, rumiando su dolor, con una respiración profunda y agitada.

Cuando el carcelero cerró la puerta de la celda, Roger fue a echarse a su camastro. Suspiraba, febril. La conversación con Alice no le había hecho bien. Ahora sentía tristeza por no haber estado allí, embutido en su uniforme de Voluntario y su máuser en la mano, participando en el Alzamiento, sin importarle que esa acción armada terminara en una matanza. Tal vez Patrick Pearse, Joseph Plunkett y los otros tuvieran razón. No se trataba de ganar sino de resistir lo más posible. De inmolarse, como los mártires cristianos de los tiempos heroicos. Su sangre fue la semilla que germinó, acabó con los ídolos paganos y los reemplazó por el Cristo Redentor. La sangre derramada por los Voluntarios fructificaría también, abriría los ojos de los ciegos y ganaría la libertad para Irlanda. ¿Cuántos compañeros y amigos del Sinn Fein, de los Voluntarios, del Ejército del Pueblo, del IRB habían estado en las barricadas, a sabiendas de que era un empeño suicida? Cientos, miles, sin duda. Patrick Pearse, el primero. Siempre creyó que el martirio era el arma principal de una lucha justa. ¿No formaba eso parte del carácter irlandés, de la herencia celta? La aptitud para encajar el sufrimiento de los católicos estaba ya en Cuchulain, en los héroes míticos de Eire y sus grandes ges tas y, asimismo, en el sereno heroísmo de sus santos que había estudiado con tanto amor y sabiduría su amiga Alice: una infinita capacidad para los grandes gestos. Un espíritu impráctico el del irlandés, acaso, pero compensado por la desmedida generosidad para abrazar los más audaces sueños de justicia, igualdad y felicidad. Aun cuando la derrota fuera inevitable. Con todo lo descabellado que tenía el plan de Pearse, de Tom Clarke, de Plunkett y los otros, en esos seis días de lucha desigual había salido a flor de piel, para que el mundo lo admirara, el espíritu del pueblo irlandés, indomable pese a tantos siglos de servidumbre, idealista, temerario, dispuesto a todo por una causa justa. Qué distinta actitud de la de aquellos compatriotas prisioneros en el campo de Limburg, ciegos y sordos a sus exhortaciones. La de ellos era la otra cara de Irlanda: la de los sometidos, los que, a causa de los siglos de colonización, habían perdido aquella chispa indómita que llevó a tantas mujeres y hombres a las barricadas de Dublín. ¿Se había equivocado una vez más en su vida? ¿Qué hubiera ocurrido si las armas alemanas que traía el
Aud
hubieran llegado a manos de los Voluntarios la noche del 20 de abril en Tralee Bay? Imaginó a centenas de patriotas en bicicletas, automóviles, carretas, muías y asnos desplazándose bajo las estrellas y repartiendo por toda la geografía de Irlanda aquellas armas y municiones. ¿Hubieran cambiado las cosas con esos veinte mil fusiles, diez ametralladoras y cinco millones de cartuchos en manos de los alzados? Al menos, los combates hubieran durado más, los rebeldes se habrían defendido mejor y hubieran infligido más pérdidas al enemigo. Con felicidad, notó que bostezaba. El sueño iría borrando aquellas imágenes y aplacando su desazón. Le pareció que se hundía.

Tuvo un sueño placentero. Su madre aparecía y desaparecía, sonriendo, bella y grácil con su largo sombrero de paja del que colgaba una cinta flotando en el viento. Una coqueta sombrilla floreada protegía del sol la blancura de sus mejillas. Los ojos de Anne Jephson estaban clavados en él y los de Roger en ella y nada ni nadie parecía capaz de interrumpir su silenciosa y tierna comunicación. Pero, de repente, asomó entre la floresta el capitán de lanceros Roger Casement, con su resplandeciente uniforme de los dragones ligeros. Miraba a Anne Jephson con unos ojos en los que había una codicia obscena. Tanta vulgaridad ofendió y asustó a Roger. No sabía qué hacer. No tenía fuerzas para impedir lo que ocurriría ni para echarse a correr y librarse de aquel horrible presentimiento. Con lágrimas en los ojos, temblando de pavor e indignación, vio al capitán levantar en vilo a su madre. La escuchó dar un grito de sorpresa y luego reírse con una risita forzada y complaciente. Temblando de asco y de celos, la vio patalear en el aire, mostrando sus delgados tobillos, mientras su padre se la llevaba corriendo entre los árboles. Se fueron perdiendo en la floresta y sus risitas adelgazando hasta eclipsarse. Ahora, es cuchaba gemir el viento y trinos de pájaros. No lloraba. El mundo era cruel e injusto y antes que sufrir de este modo sería preferible morir.

El sueño siguió largo rato, pero al despertarse, todavía en la oscuridad, algunos minutos u horas después, Roger ya no recordaba su desenlace. No saber la hora lo angustió de nuevo. A veces lo olvidaba, pero la menor inquietud, duda, zozobra, hacía que la punzante ansiedad de no saber en qué momento del día o de la noche se hallaba le produjera hielo en el corazón, la sensación de haber sido expulsado del tiempo, de vivir en un limbo don de no existían el antes, el ahora ni el después.

Habían pasado poco más de tres meses desde su captura y sentía que llevaba años entre rejas, en un aislamiento en el que día a día, hora a hora, iba perdiendo su humanidad. No se lo dijo a Alice, pero si alguna vez alentó la esperanza de que el Gobierno británico aceptara el pedido de clemencia y le conmutara la condena a muerte por prisión, ahora la había perdido. En el clima de cólera y deseo de venganza en que había puesto a la Corona, en especial a sus militares, el Alzamiento de Semana Santa, Inglaterra necesitaba un escarmiento ejemplar contra los traidores que veían en Alemania, el enemigo contra el cual combatía el Imperio en los campos de Flandes, el aliado de Irlanda en sus luchas por la emancipación. Lo raro era que el gabinete hubiera aplazado tanto la decisión. ¿Qué esperaban? ¿Querían prolongar su agonía haciéndole pagar su ingratitud con el país que lo condecoró y ennobleció y al que él había correspondido conspirando con su adversario? No, en política los sentimientos no importaban, sólo los intereses y conveniencias. El Gobierno estaría evaluando con frialdad las ventajas y los perjuicios que traería su ejecución. ¿Serviría como escarmiento? ¿Empeoraría las relaciones del Gobierno con el pueblo irlandés? La campaña de desprestigio contra él pretendía que nadie llorara a esa ignominia humana, a ese degenerado del que la horca libraría a la sociedad decente. Fue estúpido dejar aquellos diarios al alcance de la mano de cualquiera cuando partió hacia los Estados Unidos. Una negligencia que sería muy bien aprovechada por el Imperio y que por mucho tiempo empañaría la verdad de su vida, de su conducta política y hasta de su muerte.

Se volvió a quedar dormido. Esta vez, en lugar de un sueño, tuvo una pesadilla que a la mañana siguiente apenas recordaba. En ella aparecía un pajarillo, un canario de voz límpida al que martirizaban las rejas de la jaula donde estaba encerrado. Se advertía en la desesperación con que batía sus alitas doradas, sin cesar, como si con este movimiento aquellas rejas fueran a ensancharse para dejarlo partir. Sus ojitos giraban sin tregua en sus órbitas pidiendo conmiseración. Roger, un niño de pantalón corto, le decía a su madre que no debían existirías jaulas, ni los zoológicos, que los animales debían vivir siempre en libertad. Al mismo tiempo, algo secreto ocurría, un peligro iba cercándolo, algo invisible que su sensibilidad detectaba, algo insidioso, traicionero, que ya estaba allí y se disponía a golpear. El sudaba, temblando como una hojita de papel.

Se despertó tan agitado que apenas podía respirar. Se ahogaba. Su corazón latía en su pecho con tanta fuerza que tal vez era el comienzo del infarto. ¿Debía llamar al guardia de tumo? Desistió, de inmediato. ¿Qué mejor que morir aquí, en su camastro, de una muerte natural que lo libraría del patíbulo? Momentos después, su corazón se apaciguó y pudo respirar de nuevo con normalidad.

¿Vendría hoy el padre Carey? Tenía ganas de verlo y mantener con él una larga conversación sobre temas y preocupaciones que tuvieran que ver mucho con el alma, la religión y Dios y muy poco con la política. Y, al momento, mientras empezaba a serenarse y a olvidar su reciente pesadilla, vino a su memoria la última reunión con el capellán de la prisión y aquel momento de súbita tensión, que lo llenó de zozobra. Hablaban de su conversión al catolicismo. El padre Carey le decía una vez más que no debía hablar de «conversión» pues, habiendo sido bautizado de niño, nunca se había apartado de la Iglesia. El acto sería una reactualización de su condición de católico, algo que no necesitaba trámite formal alguno. De todos modos —y, en ese instante, Roger advirtió que el padre Carey vacilaba, buscando las palabras con cuidado para evitar ofenderlo—, Su Eminencia el cardenal Bourne había pensado que, si a Roger le parecía oportuno, podría firmar un documento, un texto privado entre él y la Iglesia, manifestando su voluntad de retorno, una reafirmación de su condición de católico al mismo tiempo que un testimonio de renuncia y arrepentimiento de viejos errores y traspiés.

El padre Carey no podía disimular lo incómodo que se sentía.

Hubo un silencio. Luego, Roger dijo con suavidad:

—No firmaré ningún documento, padre Carey. Mi reincorporación a la Iglesia católica debe ser algo íntimo, con usted como único testigo.

—Así será —dijo el capellán.

Siguió otro silencio, siempre tenso.

—¿El cardenal Bourne se refería a lo que me imagino? —preguntó Roger—. Quiero decir, a la campaña contra mí, las acusaciones sobre mi vida privada. ¿De eso debería arrepentirme en un documento para ser readmitido en la Iglesia católica?

La respiración del padre Carey se había hecho más rápida. De nuevo, buscaba las palabras antes de responder.

—El cardenal Bourne es un hombre bueno y generoso, de espíritu compasivo —afirmó, por fin—. Pero, no lo olvide, Roger, tiene sobre sus hombros la responsabilidad de velar por el buen nombre de la Iglesia en un país en el que los católicos somos minoría y donde todavía hay quienes alientan grandes fobias contra nosotros.

—Dígamelo con franqueza, padre Carey: ¿ha pues to el cardenal Bourne como condición para que sea readmitido en la Iglesia católica que firme ese documento arrepintiéndome de esas cosas viles y viciosas de que me acusa la prensa?

—No es una condición, sólo una sugerencia —dijo el religioso—. Puede aceptarla o no y eso no cambiará nada. Fue bautizado. Es católico y lo seguirá siendo. No hablemos más de este asunto.

Efectivamente, no hablaron más de ello. Pero a Roger el recuerdo de ese diálogo volvía de tanto en tanto y lo llevaba a preguntarse si su deseo de retornar a la Iglesia de su madre era puro o estaba manchado por las circunstancias de su situación. ¿No era un acto decidido por razones políticas? ¿Para mostrar su solidaridad con los irlandeses católicos que estaban a favor de la independencia y su hostilidad a esa minoría, la gran mayoría de la cual era protestante, que quería seguir formando parte del Imperio? ¿Qué validez tendría a los ojos de Dios una conversión que, en el fondo, no obedecía a nada espiritual, sino al anhelo de sentirse abrigado por una comunidad, de ser parte de una larga tribu? Dios vería en semejante conversión los manotazos de un náufrago.

—Lo que importa ahora, Roger, no es el cardenal Bourne, ni yo, ni los católicos de Inglaterra, ni los de Ir landa —dijo el padre Carey—. Lo que importa ahora es usted. Su reencuentro con Dios. Ahí está la fuerza, la ver dad, esa paz que merece después de una vida tan intensa y de tantas pruebas que ha tenido que enfrentar.

—Sí, sí, padre Carey —asintió Roger, ansioso—. Ya lo sé. Pero, justamente. Hago el esfuerzo, se lo juro. Trato de hacerme oír, de llegar a El. Algunas veces, muy pocas, me parece que lo consigo. Entonces, siento por fin un poco de paz, ese sosiego increíble. Como algunas noches, allá en el África, con la luna llena, el cielo repleto de estrellas, ni una gota de viento que moviera los árboles, el murmullo de los insectos. Todo era tan bello y tan tranquilo que el pensamiento que me venía a la cabeza era siempre: «Dios existe. ¿Cómo, viendo lo que veo, podría siquiera imaginar que no exista?». Pero, otras veces, padre Carey, la mayoría, no lo veo, no me responde, no me escucha. Y me siento muy solo. En mi vida, la mayor parte del tiempo, me he sentido muy solo. Ahora, estos días, me pasa muy a menudo. Pero la soledad de Dios es mucho peor. Entonces, me digo: «Dios no me escucha ni me escuchará. Voy a morir tan solo como he vivido». Es algo que me atormenta día y noche, padre.

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