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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

El sueño del celta (2 page)

BOOK: El sueño del celta
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En esos años, en Dublín, o en los períodos que pasaron en Londres y en Jersey, a Roger no le interesaba para nada la religión, aunque, para no disgustar a su padre, durante el oficio dominical rezara, cantara y siguiera el servicio con respeto. Su madre le había dado clases de piano y tenía una voz clara y templada que solía ganarle aplausos en las reuniones familiares en las que entonaba viejas baladas irlandesas. Lo que de veras le interesaba en ese tiempo eran las historias que, cuando estaba de buen ánimo, les contaba el capitán Casement a él y a sus hermanos. Historias de la India y Afganistán, sobre todo sus batallas contra los afganos y los sijs. Aquellos nombres y paisajes exóticos, aquellos viajes cruzando selvas y montañas que escondían tesoros, fieras, alimañas, pueblos antiquísimos de extrañas costumbres, dioses bárbaros, disparaban su imaginación. A sus hermanos, a veces, aquellos relatos los aburrían, pero el pequeño Roger hubiera podido pasarse horas y días escuchando las aventuras de su padre en las remotas fronteras del Imperio.

Cuando aprendió a leer, le gustaba enfrascarse en las historias de los grandes navegantes, los vikingos, portugueses, ingleses y españoles que habían surcado los mares del planeta volatilizando los mitos según los cuales, llegadas a cierto punto, las aguas marinas comenzaban a hervir, se abrían abismos y aparecían monstruos cuyas fauces podían tragarse un barco entero. Aunque, entre oídas y leídas, Roger prefirió siempre escuchar aquellas aventuras de boca de su padre. El capitán Casement tenía una voz cálida, describía con rico vocabulario y animación las selvas de la India o los roquedales de Khyber Pass, en Afganistán, donde su compañía de dragones ligeros fue emboscada una vez por una masa de enturbantados fanáticos a los que los bravos soldados ingleses se enfrentaron a balazos primero, luego a la bayoneta, y por fin con puñales y manos desnudas, hasta obligarlos a retirarse derrotados. Pero no eran los hechos de armas lo que más encandilaba la imaginación del pequeño Roger, sino los viajes, abrir caminos por paisajes nunca hollados por el hombre blanco, las proezas físicas de resistencia, vencer los obstáculos de la naturaleza. Su padre era entretenido pero severísimo y no vacilaba en azotar a sus hijos cuando se portaban mal, incluso a Nina, la mujercita, pues así se castigaban las faltas en el Ejército y él había comprobado que sólo esa forma de castigo era eficaz.

Aunque admiraba a su padre, a quien Roger quería de verdad era a su madre, esa mujer esbelta que parecía flotar en vez de andar, de ojos y cabellos claros y cuyas manos, tan suaves, cuando se enredaban en sus rizos o acariciaban su cuerpo a la hora del baño lo colmaban de felicidad. Una de las primeras cosas que aprendería fue —¿tenía cinco, seis años?— que sólo podía correr a echarse en brazos de su madre cuando el capitán no estaba cerca. Este, fiel a la tradición puritana de su familia, no era partidario de que los niños crecieran entre mimos, pues eso los volvía blandos para la lucha por la vida. Delante de su padre, Roger se mantenía a distancia de la pálida y delicada Anne Jephson. Pero cuando aquél partía a reunirse con sus amigos en su club o a dar un paseo, corría hacia ella, que lo cubría de besos y caricias. A veces, Charles, Nina y Tom protestaban: «A Roger lo quieres más que a nosotros». Su madre les aseguraba que no, quería a todos igual, sólo que Roger era muy pequeño y necesitaba más atención y cariño que los mayores.

Cuando su madre murió, en 1873, Roger tenía nueve años. Había aprendido a nadar y ganaba todas las carreras con niños de su edad e incluso mayores. A diferencia de Nina, Charles y Tom, que derramaron muchas lágrimas durante el velorio y el entierro de Anne Jephson, Roger no lloró ni una sola vez. En aquellos días tétricos el hogar de los Casement se convirtió en una capilla funeraria, llena de gente vestida de luto, que hablaba en voz baja y abrazaba al capitán Casement y a los cuatro niños con caras contritas, pronunciando palabras de pésame. Durante muchos días no pudo decir una frase, como si se hubiera quedado mudo. Respondía con movimientos de cabeza o ademanes a las preguntas y permanecía serio, cabizbajo y con la mirada perdida, incluso de noche en el cuarto a oscuras, sin poder dormir. Desde entonces y por el resto de su vida, de tanto en tanto, en sus sueños la figura de Anne Jephson vendría a visitarlo con aquella sonrisa invitadora, abriéndole los brazos, en los que él iba a encogerse, sintiéndose protegido y feliz con aquellos dedos afilados en su cabeza, en su espalda, en sus mejillas, una sensación que parecía defenderlo contra las maldades del mundo.

Sus hermanos se consolaron pronto. Y Roger también, en apariencia. Porque, aunque había recuperado el habla, era un tema que no mencionaba jamás. Cuando algún familiar le recordaba a su madre, enmudecía y permanecía encerrado en su mutismo hasta que aquella persona cambiaba de tema. En sus desvelos, presentía en la oscuridad, mirándolo con tristeza, el semblante de la infortunada Anne Jephson.

Quien no se consoló ni volvió a ser el mismo fue el capitán Roger Casement. Como no era efusivo y ni Roger ni sus hermanos lo habían visto nunca prodigar gentilezas a su madre, los cuatro niños se quedaron sorprendidos con el cataclismo que significó para su padre la desaparición de su esposa. El, tan atildado, andaba ahora vestido de cualquier manera, la barba crecida, el ceño fruncido y una mirada de resentimiento como si sus hijos tuvieran la culpa de su viudez. Al poco tiempo de la muerte de Anne, decidió dejar Dublín y despachó a los cuatro niños al Ulster, a Magherintemple House, la casa familiar, donde, a partir de entonces, el tío abuelo paterno
John
Casement y su esposa Charlotte se encargarían de la educación de los hermanos. Su padre, como queriendo desentenderse de ellos, se fue a vivir a cuarenta kilómetros de allí, en el Adair Arms Hotel de Ballymena, donde, según se le escapaba a veces al tío abuelo
John
, el capitán Casement, «medio loco de dolor y soledad», dedicaba sus días y sus noches al espiritismo, tratando de comunicarse con la muerta mediante médiums, naipes y bolas de cristal.

Desde entonces, Roger vio a su padre rara vez y nunca más le oyó volver a contar aquellas historias de la India y Afganistán. El capitán Roger Casement murió de tuberculosis en 1876, tres años después que su esposa. Roger acababa de cumplir doce años. En Ballymena Diocesan School, donde estuvo tres años, fue un estudiante distraído, que sacaba notas regulares, salvo en latín, francés e historia antigua, cursos en los que destacó. Escribía poesía, parecía siempre ensimismado y devoraba libros de viajes por el África y el Extremo Oriente. Practicaba deportes, sobre todo natación. Iba los fines de semana al castillo de Galgorm, de los Young, adonde lo invitaba un compañero de clases. Pero Roger pasaba más tiempo que con éste con Rose Maud Young, bella, culta y escritora, que recorría las aldeas de pescadores y campesinos de Antrim recopilando poemas, leyendas y canciones en gaélico. De su boca oyó por primera vez las épicas contiendas de la mitología irlandesa. El castillo, de piedras negras, torreones, escudos, chimeneas y una fachada catedralicia había sido construido en el siglo xvii por Alexander Colville, un teólogo de cara mal encontrada —según el retrato suyo del vestíbulo— que, se decía en Ballymena, había hecho pacto con el diablo y su fantasma deambulaba por el lugar. Temblando, algunas noches de luna Roger se atrevió a buscarlo por los pasadizos y estancias vacías, pero nunca lo encontró.

Sólo muchos años más tarde aprendería a sentirse cómodo en Magherintemple House, la casa solar de los Casement, que se había llamado antes Churchfield y había sido una rectoría de la parroquia anglicana de Culfeightrin. Porque los seis años que vivió allí, entre sus nueve y quince años, con el tío abuelo
John
y la tía abuela Charlotte y demás parientes paternos, siempre se sintió algo extranjero en esa imponente mansión de piedras grises, de tres pisos, altos cielorrasos, muros cubiertos de hiedra, techos de falso gótico y cortinajes que parecían ocultar fantasmas. Las vastas habitaciones, los largos pasillos y las escaleras con gastados pasamanos de madera y escalones que gruñían aumentaban su soledad. En cambio, gozaba al aire libre, entre los recios olmos, sicomoros y durazneros que resistían el viento huracanado y las suaves colinas con vacas y ovejas desde las cuales se divisaba el pueblo de Ballycastle, el mar, las rompientes que embestían contra la isla de Rathlin y, en los días despejados, la borrosa silueta de Escocia. Iba con frecuencia a las aldeas vecinas de Cushendun y Cushendall, que parecían el escenario de antiguas leyendas irlandesas, y a los nueve
glens
de Irlanda del Norte, esos delgados valles cercados de colinas y laderas rocosas en cuyas cumbres trazaban círculos las águilas, espectáculo que lo hacía sentirse valiente y exaltado. Su diversión preferida eran las excursiones por aquella tierra áspera, de campesinos tan añosos como el paisaje, algunos de los cuales hablaban entre ellos el antiguo irlandés, sobre el que su tío abuelo
John
y sus amigos hacían a veces crueles bromas. Ni Charles ni Tom compartían su entusiasmo por la vida al aire libre ni gozaban con las caminatas a campo traviesa o escalando las lomas escarpadas de Antrim; Nina, en cambio, sí, y por eso, pese a ser ocho años mayor que él, fue su preferida y con la que siempre se llevaría mejor. Con ella hizo varias excursiones hasta la bahía de Murlough, erizada de rocas negras y su playita pedregosa, al pie del Glenshesk, cuyo recuerdo lo acompañaría toda la vida y a la que siempre se referiría, en sus cartas a la familia, como «ese rincón del Paraíso».

Pero todavía más que los paseos por el campo, a Roger le gustaban las vacaciones de verano. Las pasaba en Liverpool, donde su tía Grace, hermana de su madre, en cuya casa se sentía querido y acogido: por
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Grace, desde luego, pero también por su esposo, el tío Edward Bannister, que había corrido mucho mundo y hacía viajes de negocios al África. Trabajaba para la naviera mercante Eider Dempster Line, que transportaba carga y pasajeros entre Gran Bretaña y el África Occidental. Los hijos de tía Grace y tío Edward, sus primos, fueron mejores compañeros de juegos de Roger que sus propios hermanos, sobre todo su prima Gertrude Bannister, Gee, con la que, desde muy niño, tuvo una cercanía que nunca empañó un solo disgusto. Eran tan unidos que alguna vez Nina les bromeó: «Ustedes terminarán casándose». Gee se rió pero Roger enrojeció hasta la punta de los cabellos. No se atrevía a levantar la vista y balbuceaba: «No, no, por qué dices esa tontería».

Cuando estaba en Liverpool, donde sus primos, Roger vencía a veces su timidez e interrogaba al tío Edward sobre el África, un continente cuya sola mención le llenaba la cabeza de bosques, fieras, aventuras y hombres intrépidos. Gracias al tío Edward Bannister oyó hablar por primera vez del doctor David Livingstone, el médico y evangelista escocés que desde hacía años exploraba el continente Africano, recorriendo ríos como el Zambezi y el Shire, bautizando montañas, parajes desconocidos y llevando el cristianismo a las tribus de salvajes. Había sido el primer europeo en cruzar el África de costa a costa, el primero en recorrer el desierto de Kalahari y se había convertido en el héroe más popular del Imperio británico. Roger soñaba con él, leía los folletos que describían sus proezas y ansiaba formar parte de sus expediciones, enfrentar a su lado los peligros, ayudarlo en llevar la religión cristiana a esos paganos que no habían salido de la Edad de Piedra. Cuando el doctor Livingstone, buscando las fuentes del Nilo, desapareció tragado por las selvas Africanas, Roger tenía dos años. Cuando, en 1872, otro aventurero y explorador legendario, Henry Morton Stanley, periodista de origen gales empleado por un periódico de New York, emergió de la jungla anunciando al mundo que había encontrado vivo al doctor Livingstone, estaba por cumplir ocho. El niño vivió la novelesca historia con asombro y envidia. Y cuando, un año más tarde, se supo que el doctor Livingstone, que nunca quiso abandonar el suelo Africano ni volver a Inglaterra, falleció, Roger sintió que había perdido a un familiar muy querido. De grande, él también sería explorador, como esos titanes, Livingstone y Stanley, que estaban extendiendo las fronteras de Occidente y viviendo unas vidas tan extraordinarias.

Al cumplir quince años, el tío abuelo
John
Casement aconsejó que Roger abandonara los estudios y se buscara un trabajo, ya que ni él ni sus hermanos tenían rentas de que vivir. Aceptó de buena gana. De común acuerdo decidieron que Roger se fuera a Liverpool, donde había más posibilidades de trabajo que en Irlanda del Norte. En efecto, a poco de llegar donde los Bannister, el tío Edward le consiguió un puesto en la misma compañía en la que él había trabajado tantos años. Empezó sus labores de aprendiz en la naviera poco después de cumplir quince. Parecía mayor. Era muy alto, de profundos ojos grises, delgado, de cabellos negros ensortijados, piel muy clara y dientes parejos, parco, discreto, atildado, amable y servicial. Hablaba un inglés marcado por un deje irlandés, motivo de bromas entre sus primos.

Era un muchacho serio, empeñoso, lacónico, no muy preparado intelectualmente pero esforzado. Se tomó sus obligaciones en la compañía muy en serio, decidido a aprender. Lo pusieron en el departamento de administración y contabilidad. Al principio, sus tareas eran las de un mensajero. Llevaba y traía documentos de una oficina a otra e iba al puerto a hacer trámites entre barcos, aduanas y depósitos. Sus jefes lo consideraban. En los cuatro años que trabajó en la Eider Dempster Line no llegó a intimar con nadie, debido a su manera de ser retraída y sus costumbres austeras: enemigo de francachelas, casi no bebía y jamás se le vio frecuentar los bares y lupanares del puerto. Desde entonces fue un fumador empedernido. Su pasión por África y su empeño en hacer méritos en la compañía lo llevaban a leerse con cuidado, llenándolos de anotaciones, los folletos y las publicaciones que circulaban por las oficinas relacionadas con el comercio marítimo entre el Imperio británico y el África Occidental. Luego, repetía convencido las ideas que impregnaban esos textos. Llevar al África los productos europeos e importar las materias primas que el suelo Africano producía, era, más que una operación mercantil, una empresa a favor del progreso de pueblos detenidos en la prehistoria, sumidos en el canibalismo y la trata de esclavos. El comercio llevaba allá la religión, la moral, la ley, los valores de la Europa moderna, culta, libre y democrática, un progreso que acabaría por transformar a los desdichados de las tribus en hombres y mujeres de nuestro tiempo. En esta empresa, el Imperio británico estaba a la vanguardia de Europa y había que sentirse orgullosos de ser parte de él y del trabajo que cumplían en la Eider Dempster Line. Sus compañeros de oficina cambiaban miradas burlonas, preguntándose si el joven Roger Casement era un tonto o un vivo, si creía en esas tonterías o las proclamaba para hacer méritos ante sus jefes.

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