—En cuanto a eso, le doy mi palabra —contestó ella.
El hombre dio entonces un agudo silbido; al oírlo, un pilluelo condujo hasta donde estábamos un coche de cuatro ruedas y abrió la portezuela. El hombre que nos había hablado subió al pescante, mientras nosotros ocupábamos nuestros sitios en el interior. Apenas nos habíamos sentado, cuando el cochero fustigó a su caballo y nos lanzamos a todo galope por las calles brumosas.
La situación era extraña. Nos dirigíamos hacia un lugar desconocido, para llevar a cabo una misión desconocida. Sin embargo, o bien la invitación era una trampa, hipótesis que resultaba inconcebible, o, de lo contrario, teníamos buenas razones para pensar que de aquella excursión pudieran estar pendientes importantes consecuencias. La manera de conducirse la señorita Morstan era tan resuelta y serena como siempre. Yo intenté alegrarla y divertirla con recuerdos de mis aventuras en el Afganistán; pero, si he de decir la verdad, yo mismo me encontraba tan excitado por nuestra situación, y sentía tal curiosidad por saber cuál sería nuestro destino, que mis anécdotas resultaban un poco embarrulladas. Hoy mismo ella suele contar que yo le relaté una anécdota conmovedora en la que se hacía referencia a un mosquete que asomó al interior de mi tienda a altas horas de la noche, y al que yo le disparé con un cachorro de tigre de dos cañones. Al principio tenía cierta idea de la dirección que llevaba el coche, pero muy pronto, entre la rapidez con que marchábamos, la niebla y mis conocimientos limitados de Londres, me desorienté, y ya nada supe, salvo que parecía que nuestro viaje resultaba muy largo. Sherlock Holmes, sin embargo, no se equivocaba nunca e iba mascullando los nombres de las calles, conforme el coche cruzaba traqueteante por plazas y entraba y salía de tortuosos callejones.
—Rochester Row —iba diciendo—. Ahora Vincent Square. Ahora desembocamos en Vauxhall Bridge Road. Vamos, por lo visto, en dirección a la orilla del Surrey. Sí, lo que yo pensaba. Ahora cruzamos el puente. Se ven destellos del río.
Desde luego, descubrirnos una fugaz visión de un trozo del Támesis, con las lámparas del alumbrado brillando sobre las anchas y silenciosas aguas; pero nuestro coche avanzaba rápidamente, y no tardamos en perdernos en el laberinto de calles de la otra orilla.
—Wandsworth Road —dijo mi compañero—. Priory Road, Larkhall Lane, Stockwell Place, Robert Street, Cold Harbour Lane. Por lo visto, no se nos lleva hacia regiones muy elegantes.
En efecto, habíamos penetrado en una zona sospechosa y repelente. Largas hileras de monótonas casas de ladrillo, que sólo interrumpía el resplandor ordinario y la luminosidad chillona de las casas de mala nota, situadas en alguna que otra esquina. Se sucedieron luego manzanas de casas particulares de dos plantas, todas ellas con su miniatura de jardín delante; y otra vez las hileras interminables de espantosos edificios de ladrillo nuevo y llamativo, todo ello como tentáculos monstruosos que una ciudad gigantesca proyectaba hacia el campo. Al fin el coche se detuvo, en la tercera casa de una nueva explanada. Ninguna de las casas restantes estaba habitada, y aquella en que hicimos alto se hallaba tan a oscuras como las demás, a excepción de un apagado resplandor en la ventana de la cocina. Sin embargo, y respondiendo a nuestra llamada, un criado indio abrió instantáneamente la puerta; llevaba turbante amarillo, ropas blancas muy amplias y un sash amarillo. Resultaba curiosamente incongruente aquella figura oriental encuadrada en la entrada de una casa en un suburbio de tercera clase.
—El sahib
[1]
los espera —dijo. Pero, sin darle tiempo a terminar, nos llegó desde alguna habitación interior una voz chillona y cantarina, que gritaba:
—Hazlos pasar aquí, khitmutgar
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. Tráelos aquí en seguida.
Seguimos al indio a lo largo de un sórdido y vulgar pasillo, mal alumbrado y peor amueblado, hasta que llegamos a una puerta situada a la derecha, que él abrió de par en par. Surgió de ella un resplandor de luz amarilla, y en el centro de aquella luminosidad vimos en pie a un hombre pequeño, de gran cabeza, con una franja de erizados cabellos rojos alrededor de la misma, y sobresaliendo por encima de ella, como el pico de una montaña asoma sobre un bosque de abetos, una brillante calva. En pie como estaba, se retorcía las manos, y los rasgos de su cara se hallaban en un respingo constante, tan pronto sonrientes como ceñudos, pero ni un solo momento inmóviles. La naturaleza lo había dotado de un labio colgante y de una hilera demasiado visible de dientes amarillos e irregulares, que procuraba inútilmente ocultar pasándose de continuo la mano por la parte inferior de la cara. No obstante su considerable calva, daba la impresión de ser joven. En realidad, apenas si había alcanzado los treinta años.
—Servidor de usted, señorita Morstan —repetía una y otra vez con voz delgada y chillona—. Servidor de ustedes, caballeros. Pasen, por favor, a mi pequeño sancta sanctórum. Es pequeño, señorita; pero está acondicionado a gusto mío. Es un oasis de arte en el árido desierto del sur de Londres.
Nos quedamos atónitos ante el aspecto que presentaba la habitación a la que nos había invitado a entrar.
Parecía tan fuera de lugar en aquella casa lamentable como un diamante de gran pureza en una montura de latón. Las paredes estaban revestidas de ricos y brillantes cortinajes y tapices, recogidos en pliegues aquí, y allá para exhibir alguna pintura magníficamente enmarcada o un jarrón oriental. La alfombra era de negro ámbar, tan blanda y tan tupida que el pie se hundía agradablemente dentro de ella, lo mismo que en un lecho de musgo. Dos anchas pieles de tigre, tendidas a través de la habitación, aumentaban la impresión de lujo oriental, lo mismo que la
hookah
[3]
o pipa turca, que se alzaba sobre una esterilla en el rincón. En el centro del cuarto, colgada de un cable dorado casi invisible, veíase una lámpara con forma de una paloma de plata. Al arder impregnaba la atmósfera de un sutil y aromático perfume.
—Thaddeus Sholto —dijo el hombrecillo, siempre entre respingos y sonrisas—. Ese es mi nombre. Desde luego, usted es la señorita Morstan. Y estos caballeros…
—Este es el señor Sherlock Holmes, y ese otro el doctor Watson.
—¡Cómo!, ¿un doctor? —exclamó, muy nervioso—. ¿Lleva usted su estetoscopio? ¿Podría pedirle…, tendría usted la amabilidad? Abrigo grandes dudas sobre el estado de mi válvula mitral, y si usted tuviere la amabilidad… De mi aorta estoy seguro, pero me agradaría conocer su opinión acerca de la mitral.
Le ausculté el corazón, según me pedía; pero no encontré trastorno alguno, fuera de que era víctima de un arrebato de temor, porque temblaba de la cabeza a los pies.
—Creo que su estado es normal —le dije—. No tiene ningún motivo para intranquilizarse.
—Señorita Morstan, usted disculpará mi ansiedad —dijo con volubilidad—. Soy muy aprensivo y, desde hace mucho, abrigo recelos acerca del estado de esa válvula. Me encanta saber que son infundados. Si el padre de usted, señorita Morstan, hubiese tenido cuidado de no exigir demasiado a su corazón, quizá viviese todavía.
Sentí impulsos de abofetearle, tal indignación me produjo aquella referencia indiferente y hecha como de paso sobre un asunto tan delicado. La señorita Morstan se sentó, y su rostro se empalideció hasta el punto que sus labios parecieron lívidos.
—El corazón me decía que había muerto —dijo ella.
—Puedo darle todos los datos necesarios —dijo el hombre—, y lo que es más, estoy en situación de hacerle justicia, y se la haré, diga lo que diga el hermano Bartholomew. Me alegro mucho de que se hallen presentes estos amigos suyos, no sólo porque le sirven de escolta, sino también para que sean testigos de lo que me dispongo a hacer y decir. Entre los tres podemos plantar cara al hermano Bartholomew. Pero que no intervenga gente extraña: ni policías ni funcionarios. Podemos arreglarlo todo entre nosotros de una manera satisfactoria, sin entremetimientos de nadie. Nada molestaría tanto al hermano Bartholomew como cualquier tipo de publicidad.
Se sentó en un bajo canapé, y nos observó interrogativamente, con parpadeos de sus ojos azules, débiles y acuosos.
—Por mi parte —dijo Holmes—, no pasará de mí lo que usted vaya a decirnos.
Yo asentí con la cabeza para mostrar mi conformidad. Entonces, aquel hombre dijo:
—¡Perfectamente! ¡Perfectamente! ¿Me permite ofrecerle un vaso de Chianti, señorita Morstan? ¿O de Tokay? Es lo único que tengo. ¿Quieren que descorche una botella? ¿No? Pues entonces espero que no pondrán inconveniente al tabaco, al aroma balsámico del tabaco oriental. Estoy un poco nervioso y mi
hookah
me resulta un sedante inapreciable.
Arrimó una bujía al gran receptáculo de la pipa turca y el humo burbujeó alegremente a través del agua rosada. Los tres nos sentamos en semicírculo, adelantando las cabezas y apoyando las barbillas en las manos, mientras aquel hombrecillo, extraño y gesticulante, de cabeza grande y lustrosa, despedía inquietas bocanadas en el centro.
—Cuando me decidí a hacerle a usted este relato —dijo—, podía haberle dado mi dirección; pero temí que quizá hiciese caso omiso de lo que yo le pedía y se hiciese acompañar de personas desagradables. Me tomé, por consiguiente, la libertad de citarla de manera que mi servidor, Williams, pudiera verla antes. Yo tengo absoluta confianza en la discreción de ese hombre, y tenía órdenes de que, si algo no le satisfacía, no seguir adelante con el asunto. Usted disculpará estas precauciones; soy hombre de gustos algo retraídos, y hasta pudiera decir que refinados, y no hay nada menos estético que un policía. Huyo por impulso natural de todas las formas de burdo materialismo. Pocas veces me pongo en contacto con las multitudes. Como ustedes ven, vivo en medio de una cierta atmósfera de elegancia. Podría aplicarme el calificativo de protector de las artes. Estas son mi debilidad. Ese paisaje es un
Corot
auténtico, y si bien es cierto que quizás un entendido pudiera verter alguna duda acerca de este Salvator Rosa, no puede haberla acerca del Bouguereau. Soy un entusiasta de la escuela moderna francesa.
—Usted me disculpará, señor Sholto —dijo la señorita Morstan—, pero si me encuentro aquí es a petición suya y para enterarme de algo que usted desea poner en conocimiento mío. Es muy tarde y me agradaría que esta entrevista fuese lo más breve posible.
—En el mejor de los casos, requerirá algún tiempo —contestó el hombre—, porque no tendremos más remedio que marchar a Norwood para ver a mi hermano Bartholomew. Tendremos que ir e intentar imponernos a Bartholomew. Está muy enojado conmigo por haber adoptado el camino que me ha parecido correcto. La noche pasada cambiamos palabras muy fuertes. No pueden ustedes imaginarse qué hombre más terrible es cuando se enfada.
—Si hemos de ir a Norwood, quizá sería mejor que nos pusiésemos en camino de inmediato —me aventuré a apuntar.
Aquel hombre se echó a reír hasta que sus orejas se enrojecieron por completo, y exclamó:
—Poco adelantaríamos con ello. No sé qué diría él si yo les llevara de manera tan brusca. No, es preciso que antes los prepare haciéndoles ver nuestras respectivas posiciones. En primer lugar, debo decirles que en este asunto hay varios puntos que yo mismo ignoro. Sólo puedo exponer ante ustedes los hechos hasta donde los conozco.
«Ya habrán adivinado que mi padre fue el mayor John Sholto, que perteneció al ejército de la India. Se retiró hace unos once años y se instaló en Pondicherry Lodge, en Upper Norwood. En la India había prosperado, y se trajo con él una cantidad importante de dinero, una abundante colección de curiosidades y un servicio completo de criados nativos. Con todos estos recursos se compró una casa, y vivió con gran lujo. Mi hermano gemelo Bartholomew y yo éramos los únicos niños.
»Recuerdo perfectamente la sensación que produjo la desaparición del capitán Morstan. Leímos la información detallada en los periódicos y, sabedores de que había sido amigo de nuestro padre, hablamos con toda libertad del caso en su presencia. Nuestro padre se unía a nosotros en las hipótesis sobre lo que podía haberle ocurrido. Ni por un instante sospechamos que tuviese él, como lo tenía, oculto aquel secreto en su propio corazón, y que era el único que sabía lo ocurrido a Arthur Morstan.
»Sin embargo, sí que sabíamos que se cernía sobre nuestro padre algún misterio, algún peligro concreto.
»Tenía mucho miedo de salir de casa solo, y había contratado a dos mercenarios en calidad de porteros de Pondicherry Lodge. Uno de ellos era Williams, o sea, quien los trajo a ustedes en coche esta noche. Fue, en otros tiempos, campeón de peso ligero de Inglaterra. Nuestro padre no nos contó nunca qué era lo que temía, pero experimentaba una repulsión extraordinaria hacia cualquier hombre con una pata de palo. En cierta ocasión llegó incluso a disparar su revólver contra un hombre que la tenía, y que resultó ser un inofensivo comerciante que visitaba las casas en busca de pedidos. Tuvimos que pagar una fuerte cantidad para echar tierra al asunto. Mi hermano y yo creíamos que se trataba de una simple manía de mi padre, pero los acontecimientos posteriores nos hicieron cambiar de opinión.
»A principios de 1882, mi padre recibió una carta de la India que le produjo una gran emoción. Al abrirla estuvo a punto de desmayarse en la mesa del desayuno, y desde aquel día enfermó y acabó muriendo.
»Jamás logramos descubrir qué era lo que decía la carta; pero sí pude ver yo, mientras mi padre la tenía en su mano, que era breve y estaba escrita con una letra muy confusa. Nuestro padre padecía desde hacía años de una dilatación del bazo; pero desde ese momento empeoró rápidamente, y hacia fines de abril fuimos informados de que estaba desahuciado y de que deseaba hacernos una comunicación postrera.
»Cuando entramos en su habitación se había incorporado en la cama, apoyado en almohadas, y respiraba con gran dificultad. Nos pidió que cerrásemos la puerta y que nos colocásemos a uno y otro lado de la cama. Entonces, cogiéndonos de la mano, y con voz entrecortada, tanto por la emoción como por el dolor, nos hizo una extraordinaria declaración. Intentaré repetírsela a ustedes con sus mismas palabras.
»—En este instante supremo sólo hay una cosa que me abruma el alma —dijo—. Esa cosa es la manera como me he portado con la pobre huérfana de Morstan. La condenada avaricia, que en el transcurso de toda mi vida ha constituido mi constante pecado, me ha hecho retener un tesoro del que la mitad por lo menos le pertenece a ella. Y con todo no he hecho uso alguno del mismo, porque la avaricia es algo ciego y estúpido. La simple sensación de poseerlo me era tan inapreciable, que no podía soportar la idea de compartir el tesoro con otra persona. ¿Veis ese rosario con cuentas de perlas que hay junto al frasco de quinina? Pues ni siquiera de él fui capaz de desprenderme, a pesar de haberlo sacado con el propósito de enviárselo. Vosotros, hijos míos, entregaréis a esa joven una parte equitativa del tesoro de Agra. Pero no le enviéis nada, ni siquiera el collar, hasta después que yo haya muerto. Después de todo, hombres hubo tan enfermos como yo estoy ahora que sanaron.