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Authors: Irving Wallace

El Séptimo Secreto (26 page)

BOOK: El Séptimo Secreto
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—¿Y éstos fueron los que usted diseño y construyó? —apuntó Foster.

—Todos y cada uno de ellos —dijo Zeidler con cierto orgullo.

—¿Tiene usted fotografías?

—Desgraciadamente muy pocas. Le recuerdo que mientras se construían y se utilizaban fueron secretos. Cuando se perdió la guerra y Alemania fue invadida, Hitler ordenó que se evacuaran y volaran algunos de estos búnkers. Otros fueron descubiertos y destruidos por rusos, británicos, norteamericanos y franceses. Quizá tenga algunas fotografías de las ruinas, pero son muy poco representativas de la arquitectura originaria. Puedo enviarle lo que tengo. ¿Dónde se aloja?

—En el Kempinski.

—Lo recibirá dentro de un día o dos.

Abrió un cajón de su escritorio metálico, extrajo un pedazo de papel y apuntó algo. Luego palpó en el interior del cajón y sacó una pipa Meerschaum amarilla ribeteada en blanco y un saquillo de piel. Mientras rellenaba la pipa preguntó:

—No le molesta, ¿verdad?

Foster sacó de un bolsillo de la chaqueta su gastada pipa de brezo y un paquete de tabaco.

—Le acompaño.

Zeidler tendió su saquillo a Foster.

—Pruebe mi tabaco holandés. Es muy suave.

Foster mientras embutía el tabaco en su pipa dijo:

—Si no tiene fotografías adecuadas de sus obras, ¿tiene tal vez los dibujos originales de las siete edificaciones subterráneas?

—Estaba a punto de hablarle de los dibujos —dijo Zeidler con entusiasmo—. Esos sí los tengo, los proyectos originales de los siete.

—Bueno, serían tan útiles como una foto —dijo Foster—. Siempre que me permitiera reproducirlos en mi libro. Completarían mi proyecto del todo.

Zeidler tenía problemas para mantener su Meerschaum encendida. Al final lo logró y después de unas cuantas bocanadas dijo:

—Claro que sí. ¿Le gustaría verlos ahora?

—Si le parece bien.

Zeidler asintió con la cabeza.

—Sí, puedo sacarlos de mi almacén. Déjeme ver dónde están. Tengo el inventario completo en mi ordenador. —Deslizó su silla a lo largo del escritorio hasta el ordenador—. Aquí está: búnkers subterráneos. Los encontraré en seguida. Concédame cinco minutos como máximo.

Se puso en pie rápidamente y se dirigió a la habitación de al lado.

Foster se recostó en su asiento, satisfecho de que su búsqueda hubiera tenido un final tan afortunado. Aquellos búnkers subterráneos, con unos pies de fotografía adecuados, serían una contribución espectacular a su investigación arquitectónica. Por un momento pensó en el extraño personaje que había ordenado construir esta cadena subterránea de búnkers. Eran comprensibles los búnkers construidos en los últimos días del desmoronado Reich, como protección contra los bombardeos de los aliados. Pero los demás búnkers indicaban que Hitler había sido un animal nocturno, un ser de las tinieblas que quería excavar una madriguera en las profundidades de la tierra, lejos de los estragos y la destrucción que él mismo estaba creando sobre el terreno.

Foster, satisfecho, dibujaba anillos de humo, esperando las ilustraciones para su proyecto.

Al cabo de algunos minutos volvió Zeidler llevando consigo los tubos de los planos bajo el brazo.

—Aquí los tenemos, los siete —anunció. Los colocó encima de la mesa—. Acérquese. Se los mostraré.

Foster se puso en pie de un salto, vació su pipa en el cenicero y dio la vuelta a la mesa para situarse junto a Zeidler, mientras el alemán sacaba el primer plano de uno de los tubos y comenzaba a extenderlo.

—Éste es el búnker Dórico, labrado en una cueva de las montañas Eifel —dijo Zeidler—. En realidad Speer comenzó el diseño a finales de 1939. Pero no le gustaba, porque Hitler lo quería demasiado sencillo y soso, así que al final me lo pasó. Yo terminé el diseño y supervisé la construcción en 1940. —El nudoso índice de Zeidler recorría el plano—. Observe las numerosas salas para equipos electrónicos. El coste de este búnker equivaldría hoy a unos dos millones de dólares americanos.

Zeidler desenrolló otro plano y lo extendió sobre el primero.

—Éste es el búnker Felsennest, también en las montañas Eifel, en la propia Alemania, pero no lejos de Bélgica. También esta vez utilicé una cueva. Tuvimos que limpiarla de murciélagos antes de comenzar la construcción.

Zeidler estaba extendiendo frente a Foster un tercer plano.

—El búnker Tannenberg —explicó el alemán—. Bajo la montaña Kniebis, en la Selva Negra.

Foster miraba fascinado mientras Zeidler desplegaba y le mostraba los demás planos y seguía haciendo comentarios.

—El más intrincado y mayor de todos ellos. El búnker Reducto en el interior de la montaña Obersalzberg, en Berchtesgaden. Puede ver las numerosas madrigueras para alojar subterráneamente a los demás peces gordos del partido...

Zeidler estaba desenrollando el último de los planos con evidente disgusto.

—... y éste es del que estoy menos orgulloso, pero se ha convertido en el más famoso de todos. Es el búnker del Führer construido de cemento, junto a la Cancillería del Reich y su jardín, donde Hitler se escondió hasta el final. Speer lo comenzó en 1936. Yo lo diseñé de nuevo y lo amplié en 1938, empleando a una empresa privada de confianza, la empresa constructora Hochtief, para que fuera infalible. El búnker del Führer era el más angosto e incómodo de todos, y algunas partes quedaron inacabadas, porque nunca creímos en serio que haría falta utilizarlo, ni creímos que Hitler vería a Alemania derrumbarse a su alrededor y que tendría que ocultarse en él durante sus últimos meses. De todos modos, señor Foster, aquí lo tiene, la arquitectura que le faltaba.

—Usted habló de siete dibujos, señor Zeidler. Yo he contado solamente seis.

—Hay siete —insistió Zeidler—. Se lo demostraré. —Fue pasando los planos uno por uno mientras los contaba—. Cuatro, cinco, seis. —Levantó la mirada, desconcertado—. Tiene razón. Aquí sólo hay seis. Pero había siete. Lo recuerdo perfectamente, y el inventario del ordenador lo confirma. Parece que falta uno.

—Tal vez lo haya dejado en su almacén.

—Más vale asegurarse. —Zeidler desapareció rápidamente hacia el interior de la habitación contigua, y regresó casi con la misma prontitud—. No, no está allí. —Se quedó de pie frente a su escritorio con el ceño fruncido—. No puedo imaginarme qué ha podido pasar con él.

—¿Ha dejado estos planos alguna vez en manos de otra persona?

—No, no me habría atrevido. Hice una copia para Hitler, que él guardaba, pero me dijeron que la había quemado en el búnker antes de su muerte. La otra única copia que ha sobrevivido es ésta que tengo yo.

—¿Quizás prestó los siete planos a alguien?

—No, nunca. No hubo motivo. Nunca. —Se interrumpió bruscamente, como si de pronto recordara algo—. Tiene razón. Sí, en una ocasión presté esta copia. Ahora me acuerdo. Recibí un mensaje de Albert Speer, a través de su familia, comunicándome que pensaba hacer un libro de arquitectura sobre el Reich, parecido al suyo, una memoria técnica de su trabajo más que un libro ilustrado como el que usted ha hecho, y quería revisar los trabajos que realicé para él. Faltaba sólo un año para que concluyera su sentencia de veinte años. De todos modos, yo mismo llevé los siete planos a la prisión, y se los dejé allí. Cuando Speer fue liberado de Spandau me devolvió el conjunto entero.

—El conjunto entero menos uno —recordó Foster al alemán.

—No hay duda de que está incompleto. Falta el plano del séptimo búnker. Puede que Speer me devolviera seis y extraviara el séptimo, o lo olvidara en Spandau. Probablemente con su amigo Rudolf Hess, a quien a veces consultaba. Eso parece una posibilidad. —Comenzó a enrollar y a guardar los planos que había sobre su mesa—. Puedo hacer una copia de estos seis planos para su libro. Y en cuando al séptimo, le sugiero que vaya a la prisión de Spandau y pregunte... —Se detuvo y cogió su calendario de mesa—. Espere tres días antes de ir. Spandau sigue estando supervisada por las cuatro potencias victoriosas, que controlan de modo rotativo la prisión. Ahora están al frente los rusos. Pero dentro de tres días pasan la prisión a los norteamericanos. Los rusos ni siquiera le recibirían. No puedo decir nada de los franceses ni de los británicos. Pero sé con seguridad que los norteamericanos colaborarán de buena gana. Vaya y pregunte si tienen por algún sitio el séptimo plano. Si es así, y por casualidad está en algún lugar de la prisión, puede recuperarlo y obtendrá el conjunto completo para su carpeta. Vamos a ver, escribiré una nota dándole permiso para recoger el plano.

Zeidler escribió rápidamente una nota y la tendió a Foster.

Éste le dio las gracias, y antes de marcharse preguntó:

—¿Recuerda algo sobre el séptimo búnker que falta?

—No demasiado, pero algo recuerdo. Construí otra fortaleza subterránea, el búnker Riese, cerca de la ciudad balneario de Charlottenborn. Fue el más costoso, al menos sesenta millones de dólares en aquel momento. Era el búnker más grande de todos. A Hitler no le gustaba y no lo utilizó nunca. Lo destruyó, junto con el plano. Pero luego, creo que fue en 1943, reconsideró la cuestión y decidió duplicarlo y situarlo en algún otro lugar. Iba a llamarle búnker Grosse Riese. Pero nunca me mandaron construirlo, de modo que sólo existe el plano, pero no el búnker.

—De todos modos sería interesante para mi libro.

—Entonces vaya a Spandau dentro de tres días, y vea lo que puede encontrar.

Tovah Levine estaba tan impaciente por llegar puntualmente a la cita con su superior que apareció en el café Carré quince minutos antes. No le importó haber llegado tan pronto a ese lugar porque la terraza exterior del café de la Savignyplatz, algo retirada del barrio comercial de Berlín, ofrecía un remanso de paz y una cierta intimidad. Se sentó en una silla de acero junto a una mesa blanca en el patio cubierto de grava, que quedaba totalmente oculto de la calle por un alto seto verde. Tovah estaba disfrutando aquella sensación de sosiego y se sobresaltó un poco cuando de pronto Chaim Golding se sentó enfrente suyo.

La saludó con un escueto buenos días y pidió un batido de crema. Tovah, a pesar de que no le gustaba el batido de crema, pidió lo mismo, pues era demasiado tarde para el desayuno y demasiado pronto para el almuerzo.

Golding dedicó los minutos siguientes a vaciar los bolsillos de su chaqueta y examinar sus notas.

Tovah, sentada frente a él, estaba más impresionada que en su primer encuentro, al ver que Chaim Golding parecía más bien un perfecto ario alemán que un israelí, director de las operaciones del Mossad en Berlín occidental.

Mientras les servían los batidos de crema, Tovah contemplaba a Golding, que se había levantado un momento para quitarse su chaqueta de algodón a rayas. La primera vez que le vio, al poco tiempo de llegar ella a Berlín, estaba atareado detrás de su escritorio. Con cuatro palabras le había explicado su misión: conocer a una persona recién llegada a Berlín, la historiadora Emily Ashcroft, y descubrir más cosas sobre las pistas que poseía respecto a la posibilidad de que Hitler y su esposa hubieran sobrevivido al caer la ciudad.

Ahora, al solicitar este segundo encuentro, Tovah recibió una mejor impresión de Chaim Golding. Parecía tener una altura de metro setenta y cinco, un cuerpo nervudo, duro y atlético, con ojos de color gris claro y una nariz recta. Cuando se volvió a sentar, Tovah observó que estaba más relajado y más cómodo que en su despacho del Mossad durante su encuentro inicial.

—O sea —dijo sin alzar la voz, removiendo la espuma de su crema batida— que conociste a la señorita Ashcroft de Oxford en el hotel Kempinski.

Su pregunta la cogió por sorpresa.

—Ah, ¿lo sabes?

—Mi trabajo consiste en saber —dijo sin sonreír—. ¿Te gusta ella?

—Mucho.

—¿Le gustas tú?

—Creo que sí. Incluso hemos cenado juntas.

—Con el californiano, el arquitecto Foster.

—Así, como de costumbre, lo sabes todo.

—No lo suficiente. —Golding miró Tovah a los ojos—. Quiero saber más. ¿Qué está buscando sobre Hitler?

—¿Viste su foto en el montículo del búnker que apareció en el BZ?

—Por supuesto —dijo Golding—. Quiere excavar. Pero ¿para qué?

Tovah, con precisión y economía de medios, como le habían enseñado durante su entrenamiento en el Mossad, contó todo lo que había oído decir a Emily Ashcroft, y habló de las dos pistas que podían demostrar que Hitler y Braun sobrevivieron. Tovah continuó diciendo:

–Ella sabía que una de las placas dentales que los rusos identificaron como perteneciente a Hitler no era la auténtica. Se enteró también de que Hitler llevaba siempre bajo su camisa un camafeo de marfil tallado con un retrato de Federico el Grande. Por eso quiere excavar. Para encontrar las placas dentales auténticas y el camafeo, entre los escombros de la zona de seguridad de Alemania oriental. El hecho de que no estén allí tal vez indicaría que Hitler y Braun escaparon.

—¿Quién le dio estas pistas?

—No lo sé, Chaim. Fue el detalle que Emily no quiso revelar. Me sorprende que contara tantas cosas, y que incluso citara las dos pistas. —Tovah se inclinó acercándose más al director—. Chaim, estoy faltando a mi promesa. Ella confió en mí sin reservas.

—Bueno, pues que confíe, igual que tú puedes confiar en mí. —Sorbió su batido con la pajita—. No repetiré nada de lo que me has dicho. —Se quedó callado por un momento—. O sea que la señorita Ashcroft cree que Hitler y Braun utilizaron dobles, que los dobles fueron incinerados y que los rusos mordieron el anzuelo.

—Exactamente. Me ofrecí a ayudarla en la investigación. Me intrigaba la idea de que Hitler hubiera utilizado un doble. Le dije que quería indagar en ello. ¿Crees que hay alguna posibilidad de que sea cierto?

Golding respondió moviendo con indiferencia los hombros:

—La sospecha de un doble es una de las fantasías favoritas de quienes ven conspiraciones en todas partes.

—Entonces, ¿no lo crees?

—Podría creerlo. Históricamente la teoría tiene muchos elementos a su favor. No ha sido rara la utilización de dobles por parte de líderes mundiales y celebridades menores. Se supone que el rey Ricardo II de Inglaterra tuvo un doble. El presidente Franklin D. Roosevelt tuvo sin duda un doble. Igual que el mariscal de campo Montgomery de Alamein tuvo a un antiguo actor muy parecido a él, llamado teniente Clifton James. Se piensa que Napoleón tuvo un doble. Y en cuanto al Tercer Reich, se cree que Rudolf Hess empleaba un doble. Nunca lo había oído de Adolf Hitler.

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