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Authors: María Isabel Molina

El señor del Cero (5 page)

BOOK: El señor del Cero
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Descansaron en Tortosa, donde la caravana entregó una gran parte de sus mercancías y donde el gobernador les recibió en persona y les proporcionó una guardia para protegerlos de los ladrones que merodeaban la frontera. Recibió las cartas que le enviaban de Córdoba y prometió encargarse de remitir las cartas que José le entregó.

A la salida de Tortosa, el jefe de la caravana le dijo:

—A partir de ahora, ya estamos en tierra de cristianos. En tres o cuatro jornadas estaremos en Sant Joan de Ripoll. Yo entregaré los pellejos de aceite al monasterio y tú seguirás tu camino.

José asintió sin protestar; no tenía prisa por llegar a ninguna parte. A su pena y su nostalgia de los primeros días había sucedido una tristeza y depresión intensa.

Sant Joan era un hermoso monasterio con sillares de piedra que todavía tenía el brillo y el matiz de recién cortada. José entregó las cartas de recomendación que llevaba a la hermana portera y después, mientras el jefe de la caravana dirigía la descarga de los pellejos de aceite y recibía el precio de la hermana despensera, José paseó por el oscuro zaguán donde tropezó dos veces con los descargadores. Abrió una puertecilla estrecha y se encontró en el huerto del monasterio.

Soplaba un vientecillo frío que estremecía y los árboles tenían los brotes color verde tierno de la primavera. Buscó un rincón abrigado y se sentó al sol arrebujado en su capa; tenía frío y se sentía melancólico. El paisaje, que mostraba todos los tonos del verde era muy distinto del de su añorada Córdoba.

—¡Eh, tú! ¿Qué haces aquí? ¡Los mozos de la caravana se quedan al otro lado de la puerta! José se volvió. Tras él, y vestida con las ropas de lana parda de las monjas, había una adolescente, casi una niña todavía. De las tocas blancas escapaban rizos de un tono de cobre bruñido; tenía los ojos asombrosamente verdes y la cara sembrada de pecas. Había hablado en la lengua de los francos* como la gente del pueblo y José no entendió. Se levantó y se inclinó en un saludo antes de preguntar en latín.

—¿Qué me decís, señora? Ella comprendió que no era uno de los mozos y también cambió al latín.

—No está permitido a los extraños entrar al huerto. ¿Quién sois? ¿Cuál es vuestro nombre?

—Soy José Ben Alvar, de Córdoba, mi señora; he venido con la caravana. No sabía que estaba prohibido el paso a este sitio. ¿Este es el lugar de las mujeres?

—¡Es el lugar de las monjas! ¿Sois árabe?

—No, mi señora; mi familia vivía en Córdoba desde los tiempos de los antiguos romanos y somos cristianos.

—Si sois cristianos, ¿por qué no habéis huido al Norte?

José estuvo a punto de contestar que era una impertinencia preguntar acerca de lo que no era asunto suyo, pero él era allí el forastero y aquella monja le hablaba con altivez, como quien está acostumbrada a mandar.

—Señora, Córdoba es nuestra patria y allí están las tierras de la familia y los sepulcros de nuestros abuelos. ¿Por qué tendríamos que huir?

Ella no respondió y preguntó de nuevo:

—¿Y a qué vienes al Norte? ¿Eres mercader?

José no sabía exactamente lo que era ni cómo contestar a esa pregunta.

—No, mi señora. He llegado con la caravana pero me dirijo a Santa María de Ripoll. Vuestra abadesa me facilitará un guía para el camino.

—¿Vas a ser monje?

—Lo tengo que pensar. No estoy seguro todavía, mi señora. De momento, lo que quiero es estudiar.

—Yo ya lo tengo pensado y estoy muy segura. Yo quiero ser monja y entregar mi vida a Dios, nuestro Señor.

—Es una decisión digna de alabanza —dijo cortésmente José—. Debo marcharme.

Ella le detuvo.

—Perdonad, ¿no queréis quedaros un poco más? Ya que habéis entrado... No partiréis para Santa María hasta mañana y yo tengo tan pocas ocasiones de hablar con alguien diferente... —señaló un banco—. ¿Nos sentamos?

José contempló el banco con aire de duda. Luego extendió el faldón de la capa y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.

—Perdonad, mi señora. Estoy más cómodo aquí.

—¿Al uso árabe? —su risa levantó ecos en los árboles—. Sois muy divertido, José Ben Alvar.

Ella escondió las manos en las amplias mangas del hábito y sonrió con algo de expectación.

—¿Qué me vais a decir?

—No sé quién sois, mi señora.

—¡Ah, claro! Yo soy Emma; me llamo así en recuerdo de mi tía abuela, la hija del conde Guifré*, que fue la primera abadesa de este monasterio. ¿Qué hacíais en Córdoba?

—Estudiar, señora; las tres ciencias de la gramática, la retórica y la filosofía y las cuatro ciencias de la aritmética, la geometría, la astronomía y la música.

—Yo también estudio en este monasterio, pero no he podido llegar más que a los principios de la música. ¡La aritmética es tan difícil!

—No, tal como la explicaba mi maestro. ¿Queréis escuchar un problema de aritmética?

Y sin aguardar respuesta comenzó a recitar:

Un collar se rompió mientras jugaban
dos enamorados,
y una hilera de perlas se escapó.
La sexta parte al suelo cayó,
la quinta parte en la cama quedó,
y un tercio la joven recogió.
La décima parte el enamorado encontró
y con seis perlas el cordón se quedó.
Dime cuántas perlas tenía el collar
de los enamorados.

Emma sacó las manos de las mangas para aplaudir divertida.

—¡Qué bonito! ¿Cuántas perlas había?

José también reía

—Yo conozco ya el resultado, pero lo podemos calcular ahora. Vais a ver qué fácil y rápido. ¿Sabéis sumar?

—Sí, pero me equivoco muchas veces. No sé manejar bien el ábaco. Además, ¡no podéis calcularlo ahora! Se tardarán días en calcular algo tan complicado.

—No, como lo explica el sabio cordobés AlKowarizmi. Veréis.

José buscó una ramita rota y dibujó un cuadro en el suelo que luego dividió por rayas verticales como una reja.

—Con este sistema se opera más rápido que con el ábaco latino* —explicó.

Dibujó varios signos en los pequeños cuadros de la reja antes de anunciar:

—El collar tenía treinta perlas.

Emma estaba fascinada

—¡Esos signos son mágicos!

José reía alegremente por primera vez desde hacía tiempo.

—No, ¡nada de magia! Sólo son los números árabes. Se calcula mucho más deprisa con los números árabes que con números romanos. Y se calcula mucho mejor con un ábaco de arena como éste —y señaló el dibujo del suelo— que con el ábaco que usáis vosotros.

—¡Me gustaría aprender! Si vais a Ripoll, puedo pedir permiso para que me enseñéis esa ciencia. Como voy a ser monja, puedo estudiar todo lo que quiera, no es como si fuese a casarme.

—¿Cuál es la diferencia?

—Si me fuese a casar, sólo debería aprender lo que complaciese a mi marido. Si yo fuera una mujer del pueblo, aprendería a cocinar y a limpiar la casa; también tendría que ayudar a mi marido en el campo o en su oficio; como soy hija de un conde, si me casara, tendría que administrar el castillo en las ausencias de mi esposo, pero como él sólo sabría poner su nombre al pie de los documentos, no consentiría mayor ciencia en su mujer. ¡No quiero casarme nunca! ¡No quiero depender de un hombre que no me deje estudiar, que me domine, que a lo mejor me pegue, y estar pendiente de sus deseos y tener hijos, uno tras otro, todos los años y ver cómo mueren por falta de cuidados hasta que yo misma muera!

—Los hijos de los condes no pasan hambre.

—¡Pero aquí, en la frontera, mueren de enfermedades, sin médicos que los cuiden! Varios de mis hermanos murieron antes de que naciese yo. Mi madre era una mujer triste, sin alegría, que languidecía solitaria en el castillo, y eso que mi padre era un buen hombre que la respetaba. Cuando murió mi padre se trastornó su razón. Yo prefiero ser libre y servir a Dios.

—¿Y el amor?

—¡Prefiero el amor de Dios! Yo voy a ser monja.

Se levantó con un revolotear de las faldas del hábito y se alejó muy deprisa y andando muy derecha. Sus frases no eran las de la niña que aparentaba. José la siguió con la vista, interiormente divertido, y pensó en que la vida de aquella muchacha, hija de condes, no debía de haber sido muy fácil. Luego volvió hacia la puerta del monasterio.

Ninguno de los dos advirtió que, en el suelo, quedaban las huellas de los cálculos de José.

6
Santa María de Ripoll
Junio del 968
(357 de la Hégira para los creyentes del Islam)

—Bienvenido al monasterio, José Ben Alvar.

—Gracias por vuestra acogida, señor.

El abad Arnulf sonrió ante el suave acento árabe con que hablaba latín el muchacho. Se notaba que no hablaba en su idioma materno. Lo contempló con curiosidad. La carta del obispo de Córdoba lo recomendaba muy calurosamente. Encarecía su piedad y su gran inteligencia. A primera vista, no se diferenciaba demasiado de los novicios del monasterio. Tal vez algo más moreno, tal vez más maduro, más adulto.

—¿Te encuentras bien? ¿Necesitas algo?

—Vuestra acogida ha sido muy generosa, señor. No necesito nada; gracias.

Estaban en la sala capitular*, rodeados de todos los monjes del monasterio. Atardecía y los últimos rayos del sol se colaban por la puerta que daba al claustro. José había llegado al monasterio a primera hora de la tarde, acompañado de dos servidores del monasterio de Sant Joan. Luego, el hermano portero había conducido a José a la casa de huéspedes, y allí, ayudado por el monje, había colocado su equipaje en la amplia habitación que aquel día sólo le tenía a él de habitante y se había tumbado sobre la paja fresca y limpia que estaba amontonada para servir de cama. Seguía dominado por una sensación de vértigo. Se sentía en el aire, sin estabilidad.

El abad en persona había ido a buscarle para los rezos y José había besado el anillo colocado en aquella mano grande y huesuda, más propia de un labrador o de un soldado que de un monje, y le había seguido a la capilla. Habían rezado vísperas* y luego, ya en la sala capitular, el abad Arnulf había hecho salir al centro a José y se lo había presentado a los hermanos.

—Deberías decirnos algo de lo sucedido en Córdoba, José. Servirá de meditación a los hermanos.

—No hay mucho que decir, señor. Yo era estudiante de las cuatro ciencias; mis maestros estaban muy satisfechos de mis progresos en aritmética y cálculo. Hubiese alcanzado la distinción al mejor alumno de este año; un compañero me envidiaba, él también progresaba y quería el premio y su padre me acusó de maldecir a Mahoma.

—¿Lo hiciste?

—No, señor. Nunca.

Un monje grueso y sonrosado, que había ejercido de sacristán durante el rezo, intervino:

—¿Y presumes de ello?

José se volvió con sorpresa:

—No presumo, sólo digo la verdad.

El abad aclaró:

—El hermano Hugo se extraña porque aquí no se censura un insulto a Mahoma, el infiel que Dios confunda.

José Ben Alvar levantó la cabeza con viveza.

—Perdonadme, señor. Soy un cristiano fiel, cristianos son mis padres y cristianos fueron mis antepasados. De mi familia era Alvaro, el gran amigo de nuestro santo mártir Eulogio, que también murió por nuestra fe. Hemos sido fieles al Señor en los buenos y en los malos tiempos; hemos soportado impuestos injustos y persecuciones. Yo he huido de mi tierra y de la casa de mi padre, he perdido mis estudios, mi casa, mis compañeros, todo lo que era mi vida. Lo he hecho por salvar mi vida, pero, si hubiese llegado la ocasión, estaba dispuesto a morir por mi fe. Como los otros cristianos que viven bajo el gobierno del Califa. El obispo Rezmundo puede garantizarlo. Sin embargo, debo deciros que Mahoma era un hombre justo que buscaba a Dios por otros caminos. No tuvo la gracia de la fe en Nuestro Señor Jesucristo, pero tenía buena voluntad. Dios nuestro Señor se lo habrá tenido en cuenta.

—Eso es una herejía.

José Ben Alvar inclinó la cabeza en una forzada cortesía hacia el monje y se dirigió a todos.

—Hermanos, allí en Córdoba las cosas son diferentes. No todos nuestros amigos o parientes llaman a Dios de la misma forma que nosotros, pero eso no significa que no sean buenos o que no los amemos. Nosotros defendemos nuestra fe con la mayor y más arriesgada fidelidad, pero tal vez sin mucha ciencia. Las cartas del Papa no llegan con facilidad a aquellas tierras y nuestros obispos no tienen muchas oportunidades de acudir a sínodos con sus hermanos en la fe. Tampoco tenemos muchos monjes ni tantos monasterios como en el Norte.

El monje que había ayudado a José a acomodar su equipaje intervino:

—Has traído objetos mágicos desde Córdoba.

—No, hermano. Sólo algunos ábacos de arena y latino y otros instrumentos para observar las estrellas. Son herramientas de mi ciencia. Yo sé utilizarlos.

—Y libros llenos de signos diabólicos.

—Son libros en árabe. El alfabeto no es más que la representación de los sonidos de una lengua.

—Si esa lengua la hablan los servidores del diablo, sus signos conjurarán a su señor, el diablo —dijo el hermano Hugo, el sacristán.

—Cuando en Córdoba escribimos el padrenuestro en árabe, ¿lo hacemos con signos del diablo? —replicó José.

—Sí. Con los signos del diablo. Y es una grave herejía escribir el padrenuestro en árabe.

—Muchos de los nuestros apenas comprenden ya el latín. Cuando se dirigen al Señor, lo hacen en la lengua en la que hablan todos los días. Si yo tuviese más edad y sabiduría, preguntaría a los venerables monjes por la santidad de la lengua latina, que si bien es cierto que la hablaron muchos santos y mártires, también fue la lengua de los emperadores romanos que persiguieron hasta la muerte a los santos.

Un monje alto, de cara redonda y colorada y fuerte acento franco intervino:

—¿No es más importante rezar el padrenuestro que la lengua en que se reza?

El abad terció con suavidad:

—La lengua no es más que el instrumento con que el hombre se dirige a Dios, que domina y entiende todas las lenguas, porque Él conoce el interior de las personas. Hermanos, debemos brindar nuestra mejor hospitalidad a nuestro hermano José, que ha llegado a nuestra casa a causa de la persecución por la fe de Nuestro Señor Jesucristo.

Se levantó de su sitial para dar la bendición de despedida a los hermanos y José salió camino de la casa de huéspedes. Un muchacho algo mayor que él y que llevaba hábito de monje se emparejó con él.

—Me llamo Gerbert. ¿Me dejarás ver esos libros llenos de signos diabólicos?

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