Read El retorno de los Dragones Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
Mientras los compañeros aguardaban en silencio, el cielo se oscureció, invadido de nubes grises. A los pocos segundos el agua de la lluvia comenzó a filtrarse a través de las ramas de los árboles.
—¡Maldición, está lloviendo! —refunfuñó Flint—. No es suficiente con tener que agacharme tras un matorral como un sapo, sino que además me quedaré calado hasta los huesos...
Tanis miró fijamente al enano, quien farfulló algo más y luego guardó silencio. Pronto los compañeros sólo pudieron oír el repiqueteo de las gotas sobre las mojadas hojas y sobre los cascos y escudos. Era una lluvia fina y constante, de esas que empapan hasta las ropas más gruesas. Raistlin comenzó a temblar y a toser, cubriéndose la boca con la mano para amortiguar el sonido, ya que todos lo contemplaron alarmados.
Tanis miró hacia el camino. Al igual que Tas, en sus cien años de vida en Krynn, nunca había visto nada comparable a esos clérigos. Eran altos, debían medir unos seis pies e iban ataviados con largas túnicas y amplias capas con capucha. Sus manos y sus pies también estaban cubiertos de tela, como los vendajes que ocultan las heridas de los leprosos. A medida que se acercaban a Sturm, comenzaron a observar con cautela a su alrededor. Uno de ellos miró fijamente hacia los arbustos donde se hallaban escondidos los compañeros, quienes lo único que podían ver de los recién llegados, a través de una nesga de ropa, eran unos brillantes ojos oscuros.
—Salve, caballero de Solamnia —dijo en el idioma común el clérigo que iba en cabeza. Su voz era hueca y sibilante: una voz inhumana. Tanis se estremeció.
—Saludos, hermano —contestó Sturm, también en común—. Hoy he viajado muchas millas y vosotros sois los primeros viajeros con los que me encuentro, he oído extraños rumores y busco información sobre el camino que he de recorrer. ¿De dónde venís?
—Originariamente, venimos del este —contestó el clérigo—. Pero hoy venimos de Haven. Hace un día frío y húmedo para viajar, Caballero, y quizás sea éste el motivo por el que no hayas encontrado a nadie. Nosotros mismos no realizaríamos este viaje si no fuese por necesidad. ¿Vienes de Solace, Caballero?
Sturm asintió y varios de los clérigos situados tras la carreta se miraron los unos a los otros murmurando entre sí. El que parecía ser el clérigo jefe se dirigió a ellos en un extraño lenguaje gutural. Tanis miró a sus compañeros. Tasslehoff negó con la cabeza y los demás hicieron lo mismo; ninguno de ellos lo había oído antes.
El clérigo habló de nuevo en el idioma común.
—Tengo gran curiosidad por conocer los rumores de los que hablas, Caballero.
—He oído que hay ejércitos agrupados en el norte —contestó Sturm—. Viajo hacia allá, hacia mi hogar en Solamnia, y no quisiera meterme en una guerra a la que no he sido invitado.
—No hemos oído estos rumores —le respondió el clérigo—. Por lo que sabemos, el camino hacia el norte está despejado.
—Ah, eso me sucede por escuchar a compañeros borrachos. —Sturm se encogió de hombros—. Pero decidme, ¿cuál es esa necesidad de la que habláis, y qué os saca de casa en un día tan crudo como éste?
—Buscamos una vara —contestó rápidamente el clérigo—. La Vara de Cristal Azul.Hemos oído que ha sido vista en Solace. ¿Has oído hablar de ella?
—Oí hablar de una vara en Solace, pero me hablaron de ella los mismos compañeros que me dijeron lo de los ejércitos del norte. ¿Debo creer esas historias o no?
La pregunta de Sturm pareció confundir al clérigo, quien miró a su alrededor como si no supiese qué contestar.
—Decidme —dijo Sturm volviendo a apoyarse en la verja—, ¿por qué buscáis una vara de cristal azul? Seguramente una de madera lisa y resistente os convendría más para andar por estos caminos.
—Es una vara sagrada de curación —contestó el clérigo con gravedad—. Uno de nuestros hermanos está sumamente enfermo y morirá si no recibe el bendito efecto de esa sagrada reliquia.
—¿Curación? —Sturm arqueó las cejas—. Una vara sagrada de curación debe tener un extraordinario valor. ¿Cómo es que habéis perdido un objeto tan raro y valioso?
—¡No lo hemos perdido! —contestó el clérigo, furioso. Tanis observó que el hombre apretaba sus enfundados puños con rabia —. Le fue robada a nuestra sagrada orden. Seguimos al inmundo ladrón hasta un poblado bárbaro en las Llanuras y allí le perdimos la pista. De todas formas, corren rumores sobre extraños sucesos acaecidos en Solace y hacia allí nos dirigimos —señaló la parte trasera de la carreta—. Para nosotros este viaje sombrío, comparado con el dolor y la agonía que sufre nuestro hermano, no es sino un pequeño sacrificio.
—Me temo que no puedo ayud... —comenzó a decir Sturm.
—¡Yo puedo ayudaros! —gritó Goldmoon. Tanis intentó sujetarla, pero era demasiado tarde; se había levantado y se dirigía decidida hacia el camino, apartando a un lado las ramas de los árboles y las zarzas. Riverwind se puso en pie y la siguió a través de los arbustos.
—¡Goldmoon! —Tanis arriesgó un agudo susurro.
—¡Debo saber! —fue todo lo que ella contestó.
Al oír la voz de Goldmoon, los clérigos se miraron unos a otros como a sabiendas, asintiendo con sus cabezas encapuchadas. Tanis presintió el peligro, pero antes de que pudiese decir nada Caramon se puso en pie.
—¡Esos bárbaros no me van a dejar atrás mientras ellos se divierten! —declaró el guerrero surgiendo del seto tras Riverwind.
—¿Os habéis vuelto todos locos? —gruñó Tanis y, agarrando al kender por el cuello de la camisa, lo arrastró de vuelta cuando ya estaba dispuesto a correr alegremente tras Caramon—. Flint, vigila al kender. Raistlin...
—No hay necesidad de que te preocupes por mí, Tanis —susurró el mago—. No tengo ninguna intención de moverme de aquí.
—Bien, es mejor que no te muevas. —Tanis se puso en pie y lentamente se dirigió hacia el camino, sintiendo que le invadía de nuevo aquella «sensación tenebrosa».
La búsqueda de la verdad.
Respuestas inesperadas.
—Yo puedo ayudaros —repitió Goldmoon. Su voz clara tintineó como una campanilla. La mujer reparó en el rostro de sorpresa de Sturm, y comprendió el aviso de Tanis.
Pero la actitud de Goldmoon no era la de una mujer insensata; ella nunca había sido así. Durante diez años había gobernado su tribu tras la repentina enfermedad de su padre, que había quedado imposibilitado para hablar con claridad y para mover el brazo y la pierna derechos. Ella había guiado a su gente tanto en tiempos de guerra con las tribus vecinas como en tiempos de paz, aunque en varias ocasiones había intentado renunciar al poder. Ahora era consciente de estar haciendo algo peligroso, y además, aunque esos extraños clérigos la llenaban de repugnancia, evidentemente sabían algo sobre la Vara y ella debía averiguarlo.
—Soy la portadora de la Vara de Cristal Azul —dijo Goldmoon acercándose al jefe de los clérigos y levantando la cabeza con orgullo—, pero no la robé; me fue entregada.
Riverwind y Sturm se situaron uno a cada lado de ella y Caramon se colocó detrás, con la mano sobre la empuñadura de la espada y una expresión de impaciencia en el rostro.
—Eso es lo que tú dices —contestó el clérigo con voz suave y burlona. Se quedó mirando con ojos ávidos, oscuros y brillantes la vara lisa y marrón que ella llevaba, y alargó su envuelta mano para arrebatársela. Rápidamente Goldmoon apretó la Vara contra su pecho.
—La Vara fue sacada de un lugar maldito —dijo—. Haré lo que esté en mi mano para ayudar a tu agonizante hermano, pero no se la entregaré ni a ti ni a nadie hasta que esté firmemente convencida de que tenéis derecho a reclamarla.
El clérigo titubeó y miró a sus compañeros. Tanis los vio cómo señalaban nerviosos las extrañas fajas de tela que llevaban atadas alrededor de sus ondeantes túnicas. Las fajas eran curiosamente anchas y tenían unas raras protuberancias en la parte inferior que evidentemente no estaban hechas para los libros de oraciones. Maldijo de frustración, confiando en que Sturm y Caramon hubieran prestado atención a estos detalles, pero Sturm parecía completamente relajado y Caramon estaba distraído. Tanis, con cautela, levantó el arco y colocó una flecha en la cuerda.
Al final, el clérigo asintió sumisamente con la cabeza, cruzando los brazos bajo las mangas de su túnica.
—Estaremos agradecidos por cualquier ayuda que puedas prestarle a nuestro pobre hermano —dijo con un hilo de voz—. y después, espero que tú y tus compañeros queráis acompañarnos de regreso a Haven. Te prometo que os convenceréis de que la Vara ha caído en vuestras manos por equivocación.
—Iremos donde consideremos oportuno, hermano —gruñó Caramon.
—¡Qué loco! —pensó Tanis; dudó en gritar y avisarlos, pero decidió quedarse callado por si no se cumplían sus sospechas.
La pertinaz lluvia había cesado, las ropas de los compañeros estaban empapadas, pero no era momento de pararse a pensar en ello. Goldmoon y el jefe de los encapuchados se dirigieron hacia la carreta seguidos de Riverwind. Sturm y Caramon se quedaron donde estaban, observando con interés. Cuando Goldmoon y el clérigo alcanzaron la parte trasera de la carreta, él la agarró por el brazo dirigiéndola hacia el carro, pero ella se apartó, acercándose por sí misma. El clérigo bajó la cabeza humildemente y levantó la tela que cubría la parte posterior de la carreta. Goldmoon se asomó al interior sosteniendo la Vara entre sus manos.
De pronto se originó una gran confusión. Se escuchó un grito. El clérigo se llevó un cuerno a los labios y se oyó un sonido largo y quejumbroso.
—¡Caramon! ¡Sturm! —chilló Tanis levantando el arco—.Es una tramp...
Algo muy pesado cayó sobre el semielfo derribándolo al suelo. Unas manos fuertes buscaron su garganta y empujaron su cara contra el barro y las hojas mojadas. Los dedos encontraron lo que buscaban y comenzaron a apretar. Tanis intentó respirar, pero su nariz y su boca estaban llenas de lodo, por lo que, casi sin respiración, tiró frenéticamente de las manos que intentaban estrujarle el gaznate, pero el apretón era increíblemente fuerte y Tanis sintió que perdía la conciencia. Cuando tensaba sus músculos para un desesperado intento final escuchó un grito ronco y un sonido de huesos rotos. La presión fue cediendo y alguien le quitó de encima aquel pesado cuerpo.
Tanis consiguió ponerse de rodillas y, jadeando dolorosamente, fue recuperando la respiración. Después de limpiar de barro su rostro, levantó la mirada y vio a Flint con un leño en la mano, mirando fijamente el cuerpo que yacía a sus pies.
El semielfo se sobrecogió horrorizado. Aquel cuerpo no era el de un hombre; de la espalda salían unas alas coriáceas y tenía la piel escamosa de un reptil; las largas manos y los pies acababan en garras, pero, al igual que los hombres, caminaba sobre los pies. La criatura llevaba una extraña armadura que le permitía utilizar las alas. No obstante, fue el rostro de aquel ser lo que le había estremecido; era un rostro nunca visto ni en la más terrible de las pesadillas.
Las criaturas que habían aterrorizado a los compañeros eran draconianos, raza menor de dragones aparecida tras el Cataclismo y cuya existencia era desconocida en Krynn. Estos seres eran servidores de los dragones y, como ellos, eran astutos, inteligentes y malignos. ¿Qué podía significar la aparición de estos seres? ¿ Quizá el retorno de los dragones a Krynn? ...
Todo resultaba muy sospechoso y en el ambiente flotaba un presagio de malos augurios.
—¡Por todos los dioses! —exclamó Raistlin arrastrándose hacia Tanis —. ¿Qué es esta extraña criatura?
Antes de que Tanis pudiese contestarle, vio un resplandor de luz azulado y oyó que Goldmoon gritaba.
Mientras Tanis era agredido, Goldmoon había mirado en el interior de la carreta y se preguntaba qué terrible enfermedad podía transformar la piel de un hombre en escamas. Se había adelantado para tocar a aquel desgraciado clérigo con su vara, pero, en ese preciso momento, la criatura había saltado hacia ella intentando arrebatársela con su garruda mano. Goldmoon retrocedió, pero la criatura era rápida y clavó sus garras en la Vara.
Se produjo un estallido cegador de luz azulada, el ser chilló de dolor y cayó hacia atrás, retorciéndose la mano chamuscada. Riverwind, con la espada desenvainada, se había situado delante de la mujer. Goldmoon escuchó un jadeo y vio que la espada de Riverwind caía y que él retrocedía unos pasos sin hacer ningún esfuerzo por defenderse. Desde atrás, unas manos ásperas y escamosas agarraron a Goldmoon y le taparon la boca. Mientras luchaba por liberarse entrevió a Riverwind, quien observaba atónito y con los ojos abiertos de par en par al extraño ser de la carreta. El rostro del bárbaro tenía una palidez mortecina y su respiración era rápida y entrecortada, su expresión era la de un hombre que cree despertar de una pesadilla y descubre que se trata de la realidad.
Goldmoon, que pertenecía a una raza de guerreros y era una mujer fuerte, intentó patear en la rodilla al ser que la sujetaba. La patada sorprendió a su oponente, destrozándole la rótula, y cuando el clérigo aflojó su apretón, Goldmoon se giró y lo golpeó con la Vara. Se quedó atónita al ver que el clérigo caía al suelo, aparentemente derribado por un golpe que parecía propinado por el mismísimo Caramon. Verdaderamente sorprendida, miró hacia la Vara que volvía a resplandecer con su brillante luz azulada; pero no había tiempo que perder porque estaba rodeada de aquellas monstruosas criaturas. Blandió la Vara trazando un amplio arco, consiguiendo con ello mantenerlas alejadas. Pero, ¿por cuánto tiempo?
—¡Riverwind!
El grito de Goldmoon sacó al bárbaro de su estupor. Este se giró y vio cómo ella retrocedía hacia el bosque utilizando la Vara para mantener alejados a los encapuchados clérigos. Agarró a uno de ellos por detrás, empujándolo al suelo con fuerza. Otro se abalanzó hacia él mientras un tercero se dirigió hacia Goldmoon. Se produjo un nuevo centelleo cegador de luz azulada.
Sturm ya se había dado cuenta de que los clérigos les habían tendido una trampa y había desenvainado la espada. A través de los listones de la vieja carreta había visto unas garras intentando apoderarse de la Vara. Al abalanzarse para cubrir a Riverwind, le sorprendió la reacción del bárbaro ante la criatura de la carreta. Riverwind retrocedía impotente, mientras la criatura agarraba con su mano ilesa un hacha de batalla y la agitaba en dirección a él. El bárbaro no hacía ningún movimiento para defenderse sino que por el contrario se quedaba mirando absorto, con el arma colgando de su mano.