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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

El reino de las tinieblas (13 page)

BOOK: El reino de las tinieblas
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Este larguísimo fogonazo, tan breve y fugaz como un relámpago, tuvo la virtud de multiplicarse en minadas de destellos por un enorme espacio, como si el suelo estuviera cubierto de vidrios.

Y lo estaba en realidad. Bajo los pies de los terrestres extendíase un inmenso bosque de cristal.

Capítulo 10.
Un extraño mundo

F
idel Aznar apartó el foco de la destruida vía férrea y lo asestó hacia la izquierda. Lo que vio entonces arrancó una exclamación de sorpresa de sus labios.

Su mentalidad humana habría sido hasta ahora demasiado pobre para imaginarse cómo sería una Naturaleza de silicio. Acostumbrado a las formas animales y vegetales de su mundo de carbono no podía adivinar las sorprendentes formas adoptadas por una Naturaleza distinta a la suya; más en estos momentos descorríase el velo del misterio, dejándole echar una mirada hacia lo desconocido. Para verlo mejor, Fidel redujo la velocidad de su aparato.

—Una vegetación de silicio —murmuró el profesor Castillo profundamente impresionado.

Miró Fidel hacia abajo. ¿Eran árboles lo que vería? Sin duda: eran árboles, aunque distintos a los que estaba acostumbrado a ver en su verde y risueño mundo. Las plantas que él estaba viendo carecían de hojas. Vio un altísimo y robusto vástago de cristal, parecido a un poste maravillosamente recto y liso, y pegadas a esta especie de tronco por uno de sus bordes, una serie de grandes discos de cristal a los que faltaban unas rajas.

En otros «árboles», el vástago sostenía a toda una pirámide de platos vítreos atravesándolos por su centro. Como los platos inferiores eran más grandes que los superiores, esta «planta» recordaba en cierto modo a un abeto terrestre. Era en realidad el único que conservaba cierto remoto parecido con la vegetación terrestre. El resto de las plantas adoptaban las más variadas y caprichosas formas; unas como abiertas sombrillas; otras como desplegados abanicos llenos de aristas, y muchas otras como abiertas conchas hincadas en la tierra.

Plantas menores en forma de esferas armadas de acerados pinchos o de pulpos invertidos, con los tentáculos al aire, tapizaban el suelo del prodigioso bosque. Otros arbustos trepadores enroscaban sus interminables cintas transparentes a los vástagos de cristal, formando una trama espesa de apariencia frágil. Las plantas más bellas tomaban la forma de caprichosas volutas, como si un gigante carpintero hubiera estado trabajando en el bosque dejando al marcharse gran cantidad de virutas de cristal.

En los auriculares que oprimían sus oídos, Fidel Aznar escuchó las exclamaciones de asombro y los entusiasmados comentarios que hacían las tripulaciones de unos aviones a otros. El resto de la formación aérea dio alcance al aparato de Fidel. En las negruras insondables del espacio brillaron las líneas quebradas de unos relámpagos. Fidel dio la voz de marcha, y la flota aérea reanudó su vuelo, ahora a una velocidad de 5.000 kilómetros a la hora.

El joven caudillo terrestre había cerrado el conmutador de los Rayos Z. No quería destruir toda la vía férrea. ¿Quién sabía si no podrían utilizar este material más tarde, cuando hubieran liquidado a la humanidad de silicio? La escuadra volaba hacia el Este, aproximándose por instantes la tempestad eléctrica. Los rayos eran cada vez más abundantes.

No se escuchaba trueno alguno, pero la tempestad se manifestó al poco rato, envolviendo a las zapatillas en sendos halos eléctricos. También el bosque de cristal se iluminaba con estos fulgores. Chispas eléctricas de un hermoso azul rodaban sobre los grandes discos de cristal, saltaban de un arbusto a otro o estallaban silenciosamente como burbujas. Todo el bosque iba surgiendo de la oscuridad, envolviéndose en un fantástico resplandor azul eléctrico.

Fidel pudo ver ahora con toda claridad la tierra que se deslizaba vertiginosamente bajo sus plantas. La vía férrea seguía su trazado a través del bosque, cada vez más caudalosos. De la izquierda iba surgiendo un acantilado gris, contra el cual iban a estrellarse con furia altísimas olas. La línea férrea, por lo visto, iba acercándose a la costa. Fidel ganó altura. Aumentaba la extraña fluorescencia eléctrica. El cielo antes negro volvíase de un color lívido. Un dilatado mar se ofreció a los atónitos ojos de Fidel.

La doble vía férrea empezó a correr sobre la línea de la costa. La pantalla del radar ardía en intermitentes ráfagas de luz; la brújula giraba locamente; el halo eléctrico que envolvía al avión aumentaba su luminosidad, hiriendo las retinas de la tripulación. Shima, el ministro de Justicia, mostrábase muy inquieto.

—No temas —le dijo Castillo—. Nada sobrenatural ocurre. La tempestad eléctrica no puede hacernos ningún daño.

Algo surgió el lívido horizonte. Bajo las plantas de Fidel pasaron como una ráfaga edificaciones cuya forma no llegó a precisar. La vía férrea era ahora de cuatro ramales. Fidel disminuyó la velocidad, ordenando por radio al resto de la formación que hiciera otro tanto. De pronto, el profesor Castillo, que había empuñado unos prismáticos, lanzó un grito:

—¡Atención… una ciudad!

—La flota aérea pasó como un relámpago sobre algo que parecía una estación, con grandes edificios en forma de cúpulas y una red vastísima de raíles sobre los que se movían grandes trenes movidos por locomotoras. Fidel frenó más aún a su aparato. Estaban efectivamente a la vista de una gran ciudad. Ante sus ojos atónitos extendíase una dilatada formación de gigantescas cúpulas. Estas medias esferas formaban calles rectas y llanas, y por las calles se movían muchos vehículos (automóviles eléctricos sin duda), así como muchos hombres de cristal.

La escuadra se inmovilizó a una orden de Fidel, quedando suspendida en el vacío. Parecía haber cundido la alarma entre los fantásticos habitantes de la no menos fantástica ciudad. Los vehículos y las criaturas vivientes movíanse con mayor rapidez.

—Profesor Castillo —dijo Fidel—. ¿Cree que debemos destruir esta ciudad ahora mismo?

—Si no lo hace será un tonto. ¿Espera quizá poder llegar a un acuerdo con las criaturas de silicio?

—¿Por qué no? Son mucho más inteligentes de cuanto suponíamos, tienen ciudades y viven en sociedad, como nosotros. Tienen una industria organizada que podía prestarnos una gran ayuda, y ni ellos pueden habitar nuestro mundo ni nosotros este suyo. ¿Por qué no vivir en paz y armonía, cada pueblo en el mundo que le es propicio?

—Una hermosa esperanza, señor Aznar, pero irrealizable. Ellos y nosotros somos dos humanidades completamente distintas. Distintas físicamente, orgánicamente, mentalmente y espiritualmente. Recuerde lo que nos ocurrió con los hombres grises. Eran de carbono, como nosotros, y, sin embargo, tan distintos que jamás pudimos llegar a una inteligencia. Llegaron de un remoto planeta con ánimos de conquistar la Tierra, les rechazamos hasta Marte y allí les permitimos cobrar fuerzas. Nos repugnaba aniquilar a quienes considerábamos criaturas de Dios como nosotros, pero ellos no sintieron iguales escrúpulos, nos atacaron… y ya ve usted. Nosotros, los que hemos venido a parar en este planeta, somos todo lo que queda de una humanidad libre y soberana. Lo mismo puede ocurrimos aquí. Lejos de prosperar con el auxilio de una industria que nosotros ya conocemos, podemos vernos destruidos si los hombres de cristal aprenden de nosotros a desintegrar la materia. ¿Cree que si estas criaturas dispusieran de armas atómicas nos permitirían habitar sobre este planeta, a pesar de que el mundo de ellos es éste? Desengáñese, señor Aznar.

Fidel contempló en silencio la ciudad de cristal. Luego se inclinó sobre los mandos y ordenó por el micrófono:

—¡Atención, comandante a escuadrilla! Levante las cubiertas protectoras y síganme a través del radar.

Fidel Aznar apretó un botón en su tablero de instrumentos. Corriéndose sobre sus guías, de delante atrás y de atrás adelante, se deslizó por encima de la cubierta de cristal otra cubierta metálica de dedona. A continuación encendió la pantalla panorámica de televisión, que era como una larga ventana apaisada delante del piloto.

Las veinte zapatillas volantes siguieron al aparato de Fidel describiendo un amplio círculo en el aire.

—Comandante a escuadrilla. Enciendan los proyectores Zeta —ordenó Fidel Aznar a través de la radio.

Apretó el botón en el cuadro. De la proa de cada aparato brotaron seis dardos de intensa luz. Esta terrible arma se basaba en los conocidos rayos láser. Los fotones excitados salían del proyector dotados de tremenda velocidad. Los Rayos Z eran dirigidos automáticamente por radar hacia cualquier objeto metálico situado en tierra o en el aire. Cuando un. Rayo Z golpeaba un objeto de metal, éste era sometido a una vibración de alta frecuencia. Con una frecuencia más baja el metal se calentaría hasta ponerse incandescente y derretirse, pero el rayo Z actuaba con una frecuencia tan alta que no daba tiempo al metal de fundirse. El metal, sometido a una tremenda vibración, rompía la cohesión molecular de su estructura atómica y saltaba convertido en polvo en medio de una tremenda explosión.

La escuadrilla volvía sobre la ciudad de los Hombres de Silicio. Apenas encendidos los proyectores Z, estos se movieron dirigidos por el radar apuntando a todo objeto metálico de cualquier tamaño que se encontrara dentro de su alcance.

Como flamígeras espadas blandieron aquellos brillantes rayos de luz saltando locamente de un lado a otro, entrecruzándose a veces. La ciudad de los Hombres de Silicio saltó literalmente en una hoguera de terribles explosiones acompañadas de deslumbrantes fogonazos. Los incendios se extendían por doquier, demostrando que en aquella atmósfera había oxígeno, y las llamas se comunicaban al reino del silicio, pues como ya habían tenido ocasión de comprobar con los animales esfera, las criaturas de silicio eran muy combustibles y ardían con facilidad.

Girando en una espiral de muerte sobre la ciudad, los 120 proyectores Z se movían velozmente cayendo con implacable puntería sobre todo objeto metálico. El ininterrumpido resplandor de los relámpagos, a los que ahora se unía el fulgor de los incendios, mostraban una escena apocalíptica de seres que corrían envueltos en llamas, de edificios que se derrumbaban, de máquinas que saltaban, de vías férreas que ardían en una longitud de centenares de kilómetros, de productos químicos que derramaban lagos de fuego…

—Mira, Shima —dijo el profesor Castillo tomando al Gran Justicia por un hombro—. ¡Mira como son destruidos los espíritus de Tomo!

Los mortíferos dardos de fuego estaban buscando ahora objetivos más lejanos, señal evidente de que el radar no encontraba nada nuevo que aniquilar en la ciudad.

—Comandante a escuadrilla —habló Fidel a través de la radio—. Vamos a volar en la dirección que nos indique los proyectores. Destruiremos todo lo que haya que destruir antes de retirarnos.

La escuadrilla voló siguiendo la dirección que señalaban los implacables Rayos Z. A su paso ardían estaciones de ferrocarril, industrias, ciudades y bosques.

El profesor Ferrer había predicho que existía una ancha zona de gravedad a ambos lados de la imaginaria línea del Ecuador del planeta en su cara interna, y los hechos demostraron que era una realidad. Toda la vida de silicio se hallaba concentrada en una franja de mil kilómetros a cada lado del Ecuador, donde la fuerza de gravedad alcanzaba sus máximos valores.

Durante trece horas las zapatillas volantes volaron en la oscuridad barriendo con sus mortíferos rayos cuanto objeto metálico encontraban a su paso. Los proyectores quedaron inmóviles después. Ya no tenían blanco contra el que disparar. El Reino de las Tinieblas había sido aniquilado, sus ciudades destruidas, su industria pulverizada.

—Atención. Comandante a escuadrilla —se escuchó la voz de Fidel Aznar a bordo de cada aparato—. Regresamos.

Dos semanas después de la exitosa expedición al Reino de las Tinieblas. Fidel Aznar se encontraba junto a su padre inspeccionando el tendido de la nueva vía férrea entre Nuevo Madrid y la planta eléctrica nuclear, cuando se acercó el piloto del helicóptero.

—Fidel, tu amigo Balmer te llama desde la ciudad.

El joven se dirigió sin prisas hacia el helicóptero. Su naturaleza activa parecía haber sufrido un grave quebranto desde que regresó del Reino de las Tinieblas, si bien sólo sus más íntimos amigos y familiares conocían la verdadera causa de su tristeza.

El aparato de radio estaba encendido y Fidel tomó los auriculares.

—¡Hola! Soy Fidel. ¿Eres Ricardo?

—Escucha, alguien quiere hablar contigo desde Umbita. Aquí, en mi pantalla, tengo una imagen conocida. ¿Recuerdas e! aparato de televisión que le regalaste a la princesa Tinné-Anoyá? Bueno, pues por ese aparato viene la imagen vía satélite.

—¿Es la princesa?

—Es el doctor Gracián. —¡Gracián! —exclamó Fidel roncamente—. ¿Es broma?

—Escúchale.

—¡Salud! ¡Fidel, hijo del Gran Almirante! —resonó la voz alegre del doctor Gracián.

—¿Es usted realmente, doctor? —exclamó Fidel.

—¡Pues claro que soy yo, canasto! Le hablo desde Umbita, vía satélite.

—¿Está vivo entonces?

—Por puro milagro, muchacho, por puro milagro. Ha sido una experiencia terrible. La corriente me arrastró hasta una cascada, me vi cayendo un tiempo que me pareció eterno, y fuego me engulló un remolino. Me vi golpeado contra un techo de roca… estaba en un túnel y traté de utilizar la radio, pero es evidente que nadie me escuchó. El río subterráneo me arrastró hasta una gran gruta, donde el río Tenebroso formaba una laguna. Nunca habría salido de aquel lugar, a no ser porque tiempo después empezó a bajar el nivel del agua, el río dejó de manar y quedó al descubierto el túnel por donde el agua me había arrastrado. Por cierto, allí en la playa de la gruta, entre maderos y canoas destrozadas encontré a una persona conocida…

—¡Woona! —exclamó Fidel roncamente—. ¿Era Woona?

—Sí, amigo, era ella.

—¿Estaba?

—Muy asustada, eso es lo que estaba. Pero viva.

—¡Dios mío! ¿Entonces Woona vive?

—También de milagro, muchacho. ¡Una semana tardamos en desandar aquel horrible camino y salir a la luz del día por la Gruta Tenebrosa!

—¿Dónde está ella?

—Pues aquí, conmigo. ¿Dónde quieres que esté?

—Por favor, que se ponga al aparato. ¡Woona!

—¡Fidel! —se escuchó la voz de la Amazonas—. Soy yo, tu Woona. ¿Vas a venir a buscarme? ¡Oh, Fidel, que gusto me da oírte! ¿Vendrás a buscarme?

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