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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (57 page)

BOOK: El rebaño ciego
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De modo que el número de espectadores iba a ser fantástico.

Estupendo, pensó Roland Bamberley mientras empujaba a su hijo tras el grupo de guardias armados que les abrían paso entre los periodistas apiñados ante el tribunal. Vamos a poner en la picota a ese bastardo, vamos a darle lo que se merece. Incluso el presidente, lo sabemos, estará mirando su televisor.

Estornudó y se disculpó ante Hector, esperando que su mascarilla hubiera atrapado todos los gérmenes.

Estupendo, pensó Peg, ocupando su lugar entre los periodistas, frotándose el brazo allá donde había recibido una inyección obligatoria. Contra la nueva epidemia de gripe, le había dicho el médico en la puerta, pero no ponga mucha fe en ella porque la han producido muy precipitadamente.

Había conseguido ver a Austin. Sólo durante unos pocos minutos. Y ahora ya no estaba preocupada acerca de que estuviera loco. Pero no estaba segura de cuál era la bomba que se guardaba bajo la manga. Aunque estaba convencida, sin embargo, de que su propósito de negarse a cooperar, de pedir la libertad bajo fianza, de buscar un abogado, tenía que ser válido. Sin embargo había dejado escapar un indicio; cuando ella le dijo lo que había sabido hacía poco respecto a la muerte de Decimus, él había sonreído débilmente y había comentado que al menos en prisión él no se hallaba expuesto a ese tipo de riesgo. Y eso había sido todo. Pero era suficiente.

No se le había ocurrido antes, pero de pronto pasó por su mente el que quizá las cosas estaban yendo tal y como él deseaba después de todo, de la forma correcta. Y que siendo así se sentía más seguro en prisión que fuera.

Lo sabría muy pronto, de todos modos, y también lo sabría el mundo. ¡Si tan sólo Zena pudiera estar allí! ¡Y Felice! Pero Felice estaba demasiado enferma, y Zena estaba en prisión: era la viuda de un famoso trainita.

Aquello se arreglaría cuando demolieran las prisiones.

El juez ocupó su lugar, intentando no fruncir el ceño ante las cámaras de televisión porque sabía que era la estrella de show. Miró a su alrededor en la sala del tribunal: el fiscal (una inclinación de cabeza), el abogado defensor designado por el Estado para defender a Train, y que pese a ello odiaba a su cliente y había aprendido a detestarlo aún más ante su obstinada no cooperación, la prensa, el comentarista de la televisión murmurando en su micrófono, los jurados previstos…

—¿Está todo en orden? —preguntó al ordenanza—. Entonces haga entrar al prisionero.

Dócilmente hasta su cabina, entre el rumor y los murmullos de la gente que medio se levantaba para verle mejor.

—¿Quién es ese? —preguntó Hector Bamberley a su padre.

—¿Qué quieres decir, «quién es ese»?

El fiscal se giró en su silla.

—¿Qué ha dicho Hector? No lo he oído bien.

El juez, que iba a declarar abierta la sesión, observó la conversación de los tres hombres y frunció desaprobadoramente el ceño. Las cámaras de televisión estaban enfocando a Hector y a su padre, excepto una que permanecía fija en Austin. El juez tosió para llamar la atención, lo cual fue una estupidez; pasaron unos buenos treinta segundos antes de que fuera capaz de hablar claramente de nuevo, y por aquel entonces Austin había dicho ya con voz muy clara, que los micrófonos recogieron impecablemente:

—Su Señoría, si ese Hector Bamberley está aquí, quizá debería preguntarle si me ha visto alguna vez antes. Mi nombre, por supuesto, es Austin Train.

Alguien lanzó un silbido desde el fondo de la sala. Jadeando, el juez dijo:

—¡Orden! ¡Quiero dejar una cosa bien sentada desde el principio: no toleraré ningún disturbio durante este juicio!

—¡Pero ése no es Austin Train! —gritó Hector. Parecía como si estuviera a punto de llorar—. No lo he visto nunca en mi vida!

Hubo un momento de atónito silencio. Luego Peg, deliberadamente, soltó una risita. Sólo una, fuerte y cascabeleante. Fue coreada.

—¡Silencio! —restalló el juez. Todas las miradas convergieron sobre Peg, y uno de los ordenanzas armados avanzó amenazadoramente hacia su sitio. Ella no insistió.

—Joven —dijo el juez, con tono paternal—, comprendo que este juicio es una gran prueba para usted, tras todo lo que ha pasado. Pero le aseguro que tendrá oportunidad de hablar…

—¡No voy a callarme! —No al juez, sino a su padre, que intentaba hacer que se sentara de nuevo. Obligándose a sí mismo a ponerse en pie, prosiguió—: Señor, ese hombre no se parece en nada al que me mantuvo prisionero. Aquél era más grueso, con montones de pelo, dientes amarronados, sin gafas, siempre iba sucio…

—¡Pero tú dijiste que fuiste secuestrado por Austin Train! —rugió su padre.

—¡No es él! —gritó Hector.

Parecía como si el juez estuviera a punto de desvanecerse; una cámara aplicó su zoom sobre él en el momento en que cerraba por un instante sus ojos. Recobrándose, acompañado tanto por el murmullo de los comentarios diseminados por toda la sala como por las toses y estornudos que hoy en día eran tan constantes en cualquier lugar público que su ausencia hubiera despertado alarmas, dijo:

—¿Debo entender que este muchacho nunca ha sido enfrentado al acusado?

Una rápida consulta. Luego:

—¡Su Señoría, solicitamos un aplazamiento!

—¡Denegado! —dijo el juez sin la menor vacilación—. Este es el más extraordinario, me atrevería a decir el más ridículo caso de confusión que jamás haya encontrado en casi veinte años. ¡Estoy esperando una respuesta a mi pregunta!

Todo el mundo miraba a los Bamberley. Finalmente, Roland se alzó, muy envaradamente, como un viejo.

—Bien, su Señoría, teniendo en cuenta las tensiones a las que aún está sometido mi hijo… aún no se ha recobrado totalmente de todas las desagradables enfermedades que le fueron…

—Entiendo —dijo el juez—.
Entiendo
. ¿Quién es responsable de este increíble ejemplo de incompetencia?

—Bueno, su Señoría —dijo el fiscal, tan aturdido como si acabara de caérsele el cielo encima—, él identificó positivamente fotos de Train…

—¡Dije que sí para que usted me dejara de una maldita vez en paz! —se irritó Hector—. ¡Era usted peor que la gente que me secuestró, con la forma en que insistía e insistía!

Por aquel entonces el tribunal era un rugir; la voz del muchacho apenas podía oírse. Peg estaba saltando en su silla con una alegría incontenible. ¡Oh, qué vergüenza haber sospechado que Austin pudiera estar loco! ¡Le habían construido una horca, y eran ellos quienes se habían colgado en ella!

—¡Orden! —gritó el juez, golpeando con su mazo, y el ruido fue menguando poco a poco. Obviamente todos los reunidos allí deseaban algún tipo de explicación tanto como él.

—Ahora —continuó, cuando consiguió hacerse oír—, ¿debo entender que usted, Hector, identificó a este hombre a partir de fotografías?

—Oh, es cierto, no dejaron de mostrarme fotografías —fue la hosca respuesta—. Decían que probablemente había llevado una peluca durante todo el tiempo. Que trabajaba como basurero, lo cual evidentemente le hacía ir sucio. De modo que al final dije sí, sí, sí, ¡sólo para quitármelos de encima y que me dejaran solo!

Se sentó bruscamente y enterró su rostro entre las manos. A su lado, su padre se puso en pie, pálido e inmóvil como una estatua de mármol.

—¡Su Señoría! —dijo Austin de pronto. El juez se giró como Si estuviera tan desconcertado que no le importara aceptar la ayuda de nadie.

—¿De qué se trata?

Peg apretó los puños, porque si no conseguía mantener el control temía echarse a gritar como una quinceañera en un concierto de los Body English. Aquellas dos últimas palabras de Austin habían sido como… como campanas. Era el mismo timbre de voz que había convertido a Petronella Page. ¿Iba a tener por fin la oportunidad de hablar a todos los millones de personas que le estaban contemplando?

—Su Señoría, imagino que agradecerá usted una explicación de cómo esta risible situación ha llegado a producirse.

—¡Por supuesto que quiero una explicación! —rechinó el juez—. ¡Y evidentemente le corresponde a usted darla! ¡Se ha pasado todo el tiempo en la cárcel con la boca cerrada cuando una sola palabra hubiera podido salvarle de esta… de esta farsa! —Y añadió—: ¡Pero sea breve!

—Lo intentaré, su Señoría. Brevemente, pues, todo es debido a que, aunque mis perseguidores saben que hay algo así como doscientas personas que han adoptado mi nombre, se sentían tan ansiosos por crucificarme que prefirieron ignorar este hecho, y son tan estúpidos que ni siquiera se preocuparon de enfrentarme a Hector.

—¡Train! —El juez estaba al borde de la explosión—. ¡Silencio! ¡Este es un tribunal de justicia, no un foro para sus traidoras especulaciones!

—¡He guardado silencio incluso frente a un prejuicio del propio presidente! —ladró Austin—. ¡Dejo que sea el público americano quien decida qué justicia podría haber recibido de un Juez que me acusa de traición… delito por el cual ni siquiera estoy siendo juzgado!

—¡Bien dicho! —estalló Peg, descubriendo ante su sorpresa que había saltado de su asiento y estaba gesticulando pese a las órdenes de un hombre armado de que se sentara. Obedeció, henchida de contento. Ahora habían superado ya el punto crítico: si le impedían seguir hablando a partir de ahora, literalmente millones y millones de personas se preguntarían por qué, y se prepararían a hacer algo al respecto.

Y el juez lo sabía. Su rostro se volvió tan blanco como el papel, y su boca se agitaba nerviosamente como si estuviera a punto de decir algo. De pronto, sin previo aviso, se levanto de su silla y abandonó en tromba el tribunal. Hubo una conmoción a su paso.

Austin aguardó, las manos sujetando la barra de su cabina. Finalmente murmuró al micrófono que tenía a su lado:

—Creo que la mayoría de la gente deseará oír lo que tengo que decir, aunque al juez le dé miedo oírlo.

—¡Oh, te quiero! ¡Te quiero! —susurró Peg. Sentía que las lágrimas corrían por sus mejillas. Era el más espectacular gesto teatral que había visto en su vida: el tratamiento que le daba Petronella Page al público de su estudio amplificado a la décima potencia. Intentó gritar—: ¡Sí, adelante! —pero su voz se había perdido en algún lugar en las profundidades de su garganta.

No importaba. Había otros cincuenta gritos para compensar.

—Gracias, mis enfermos amigos —dijo Austin, mientras las cámaras se acercaban a él—. Envenenados, llenos de enfermedades, y ahora a punto de moriros de hambre… No, no estoy bromeando; me gustaría que fuera una broma. Y por encima de todo, no estaba bromeando tampoco cuando dije que la gente que me había metido en la cárcel y pretendían juzgarme son unos estúpidos.

«Eso es lo peor que os han hecho a vosotros: dañar vuestras inteligencias. Y el consuelo de pensar que ahora lo están haciendo con ellos mismos es muy pequeño.

«Estas acusaciones de que la inteligencia de la gente en este país está siendo minada por la polución son enteramente ciertas… si no lo fueran, ¿creéis que yo estaría ahora aquí, el hombre equivocado, el hombre que no secuestró a Hector Bamberley? ¿Quién hubiera podido ser tan
estúpido
?

Hubo risas. Risas nerviosas, las de aquellos que pretenden alejar sus fantasmas.

—Y debido a eso —se inclinó ligeramente hacia adelante—,
a toda costa
, por mí, por todos, a toda costa si la raza humana debe sobrevivir, la exportación forzada de la forma de vivir inventada por estos estúpidos hombres debe… ser…
detenida
.

Su voz se convirtió bruscamente en un rugido.

—¡El planeta Tierra no puede seguir soportándolo!

Ya los tiene, pensó Peg. Jamás hubiera creído que lo consiguiera. Pero los tiene. Cristo, ese cámara: está temblando, ¡temblando de la cabeza a los pies! ¡De un momento a otro va a echarse a llorar como hizo Petronella!

—Nuestra forma de vivir —dijo Austin, volviendo a un tono conversacional—. Sí… Todos sois conscientes de que estamos bajo la ley marcial. Se ha pretendido que estábamos en guerra, que en Denver sufrimos un artero ataque químico. De hecho, la sustancia que causó la Locura de Denver es un arma militar psicotomimética basada en el cornezuelo del centeno que el Ejército de los Estados Unidos conoce bajo el código «BW», manufacturada experimentalmente en Fort Detrick, Maryland, de 1959 a 1963, almacenada en el Arsenal de las Montañas Rocosas hasta el año pasado, y entonces depositada en bidones de hierro y enterrada en una mina de plata abandonada. ¿Estáis interesados en oír lo que sucedió a continuación?

Sonrió de pronto; aquello hizo que su calva cabeza se pareciera a la calavera de uno de los símbolos trainitas que —durante muy poco tiempo— se habían llegado a comercializar para que la gente los colgara en sus puertas, en tres dimensiones y sobre plástico estéril.

—Bien, poco antes de las Navidades del pasado año, uno de los ahora frecuentes temblores de tierra en esa zona rompieron el primero de los bidones. Su contenido se extendió por el manto de agua que alimenta los pozos de la Planta Hidropónica Bamberley. Por todo lo que he podido saber, sólo un ciudadano americano murió a causa de esa contaminación, mi difunto amigo Decimus Jones. Oyendo que iba a realizar un viaje a California, un amigo suyo le trajo como regalo un poco de Nutripon tomado de la factoría. ¡Parte de la misma cochura que fue enviada a Noshri y San Pablo! Se volvió loco, y murió.

«Incidentalmente, ahora ya sabéis quién inició la guerra en Honduras.»

De forma clara, Peg oyó a varias personas decir:

—¡Así es pues como ocurrió todo!

—Más tarde hubo otro temblor. Debió reventar no uno sino varios de los bidones conteniendo el BW. De modo que ahora también sabéis la causa de la Locura de Denver. Sabéis por qué estáis comiendo raciones escasas, por qué se os prohíbe viajar libremente, por qué corréis constantemente el riesgo de ser detenidos y registrados por cualquier soldado a quien no le guste vuestra cara. La otra cosa que debéis saber se refiere a los jigras. ¡No fueron convertidos deliberadamente en resistentes para utilizarlos como un arma contra nosotros! Simplemente aprendieron la técnica de la adaptación biológica. ¿Alguno de vosotros ha tenido problemas últimamente con las pulgas? ¿Los piojos? ¿Las ladillas? ¿Los mosquitos?

Roland Bamberley permanecía sentado en silencio, se dio cuenta de pronto Peg, cuando debería estar de pie y gritando. ¿Por qué? Lo miró, y vio que su rostro estaba perfectamente rígido, los ojos cerrados, y se sujetaba el brazo derecho.

BOOK: El rebaño ciego
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