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Authors: Larry Collins,Dominique Lapierre

Tags: #Intriga, #Policíaco

El quinto jinete (59 page)

BOOK: El quinto jinete
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Iba a decir «bomba», pero se contuvo.

—Esa, ¿qué? —preguntó Rocchia.

—Ese barril… ese barril de gas.

—Dime, pequeño, ¿qué secreto hay en esta historia, para que tú y tus compañeros de allá abajo —señaló el garaje—, os andéis con tantos tapujos? ¿Es realmente gas lo que contiene ese maldito barril?

—¡Claro que sí!

Angelo dirigió una mirada de entomólogo a su compañero de equipo. «También tú eres un embustero», se dijo, con disgusto. Rand insistió:

—Marcharte ahora es… —buscó el peor ejemplo que podía ocurrírsele— …¡es como el soldado que deserta ante el enemigo!

Rocchia lanzó un gruñido y pellizcó la oreja del
Fed
.

—¡No te enfades, hijito! ¡Le preguntaré si tiene una amiga!

Myron Pick, el jefe de redacción de
The New York Times
, paseaba nerviosamente por su despacho. A través de la puerta abierta, llegaba hasta él la barahúnda de la inmensa sala de redacción. En cuanto Grace Knowland le hubo informado de sus sospechas, envió a las comisarías a todos sus reporteros disponibles, con el encargo de buscar todas las informaciones capaces de revelar algo anormal. Desde hacía veinte minutos, todos telefoneaban para darle la misma noticia: aparte algunos policías de guardia, las treinta y dos comisarías de Nueva York estaban prácticamente vacías. Uno de los reporteros había ido incluso a la jefatura del FBI en Federal Plaza. Le habían negado la entrada, pero había podido enterarse, por los ascensoristas, de que el edificio estaba invadido, desde la víspera, por centenares de agentes llegados de provincias. Intrigado, había bajado al parking a husmear y había visto hileras de automóviles matriculados en los estados vecinos de Nueva York. Era evidente que el FBI se traía algo muy gordo entre manos.

Pick estaba tratando de imaginarse la razón de esta movilización general, cuando entró en tromba uno de sus reporteros. Rebosaba el orgullo propio del novato que se dispone a dar su primera gran noticia.

—¡Ahí tiene toda la historia! —dijo, casi sin aliento, mientras arrojaba las fotografías de los Dajani sobre la mesa del jefe de redacción—. ¡Palestinos! ¡Asesinos de guripas! ¡Todos los policías de la ciudad corren detrás de ellos!

—¿A quién mataron?

—A dos motoristas de Chicago, hace quince días.

—¿De Chicago?

Pick había fruncido las cejas. ¿Desde cuándo mostraba la policía de Nueva York tanta compasión por su hermanita del lago Michigan?

—¡Vaya corriendo a buscar a Grace Knowland! —ordenó, mientras descolgaba el teléfono.

Cuando llegó Grace, Pick le mostró las tres fotografías.

—He aquí tu aguja en un pajar. Tres palestinos de los que se dice que mataron a dos polis en Chicago, hace quince días. ¡Lo curioso es que no ha habido un solo asesinato de policías de Chicago desde hace tres meses! Acabo de comprobarlo por medio de nuestro corresponsal.

El rostro de Pick tenía ahora un aire severo.

—¡Quiero toda la verdad!

Descolgó de nuevo el teléfono y llamó a Patricia McKnight, la oficial de prensa del jefe de policía.

Esta se puso inmediatamente al aparato. Los altos funcionarios de la Administración neoyorquina no tenían por costumbre hacer esperar a un jefe de redacción del
Times
.

—Patty, quiero saber lo que pasa. Sé que en el cuartel de Park Avenue se está desarrollando un simulacro de ejercicio de limpieza de nieve. Y sé que todos los policías de la ciudad andan persiguiendo a tres palestinos por una razón que no es precisamente la que les han dado. ¿Qué pasa exactamente, Patty? Se trata de un maldito caso de terrorismo palestino, ¡y quiero saber cuál es!

Hubo un largo e incómodo silencio al otro extremo de la línea.

—Lo siento, Myron, pero temo que su pregunta escapa a mi competencia. ¿Está en su despacho?

—No me moveré de él.

Voy a pedir al jefe que le llame enseguida.

Angelo Rocchia olió con satisfacción los efluvios de salami, de ajo, de
provolone
, de aceite de oliva, de pimienta fresca. Sólo por estos apetitosos olores, incluso un ciego habría identificado el lugar: Casa Pasquale, el café de la calle 35, frecuentado, a la hora del almuerzo, por los representantes de comercio del West Side. Angelo recorrió la sala con la mirada. Ante el mostrador había una hilera de taburetes de asiento tapizado de plástico rojo, y en el fondo se hallaban las mesas, muy juntas, con manteles rojos de papel. El personal se reducía a un único camarero que, con la ligereza de un prestidigitador, amontonaba más y más bocadillos, en previsión de la afluencia de clientes del mediodía. Detrás de la caja imperaba una robusta matrona italiana, vestida de negro.

Angelo saludó a la italiana tocándose con un dedo el ala de su sombrero, señaló con la cabeza las botellas de chianti colgadas del techo y, con su mejor acento siciliano, pidió un vaso de ruffino.


Bellisima signora
—murmuró, mientras ella le servía el vino con aprobadora condescendencia —¿conoce usted a un tal Mr. McKinney, que trabaja en Colgate?

—¡Desde luego! Está allí abajo.

Había señalado a un hombre de unos cincuenta años, con impermeable negro, que estaba sentado solo a una mesa y leía
The Wall Street Journal
. Angelo se acercó furtivamente a él y le mostró su placa de inspector en la palma de la mano.

—¿Permite que me siente?

—Como guste.

Con sus gafas sin montura e incipiente calvicie, aquel hombre parecía más un clérigo que un representante de comercio. «¡Demasiado buen género para rondar por las abacerías!», se dijo Angelo, antes de exponerle lo que le inducía a charlar un poco con él.

—¡Conque era eso! —respondió el representante con aire aliviado—. Lo cierto es que ya lo conté todo en mi denuncia del accidente.

—Lo sé, Mr. McKinney, pero necesito algunas aclaraciones complementarias.

Angelo sonrió y se acercó más a su interlocutor.

—Escuche —dijo, en tono confidencial—, estamos trabajando en un caso muy grave y existe la posibilidad, una ínfima posibilidad de que su accidente nos dé una pista capital. ¿Esta usted absolutamente seguro de que en el papel dejado debajo del limpiaparabrisas se mencionaba un camión amarillo?

—Absolutamente —respondió enseguida McKinney—. Incluso mostré el papel al policía de la Comisaría.

Angelo bebió un trago de vino.

—¡Perfecto! Crea usted, Mr. McKinney, que todo esto no tiene nada que ver con usted; pero es sumamente importante que sepa la hora y el lugar exactos en que se produjo la colisión.

—Todo esto consta también en la denuncia.

—Lo sé. Pero he de tener una certeza absoluta. ¿Está usted seguro de haber aparcado su coche a las trece horas?

—No puedo equivocarme, pues escuché el enunciado del noticiario de la una de la WCBS precisamente antes de apearme de mi automóvil.

—Muy bien. ¿Durante cuánto tiempo estuvo ausente?

—Veamos… —McKinney frunció las cejas, esforzándose en recordar. Sacó de su cartera la libreta de pedidos—. Aquel día visité a tres clientes —dijo, hojeando la libreta—. El último fue el supermercado de la esquina. Pero sólo fue una visita de cortesía, puesto que compra directamente a la casa. Sólo di los buenos días al director, comprobé dónde estaban mis productos, observé lo que hacían los parroquianos y me marché. En total, no creo que estuviese más de media hora lejos de mi coche.

Angelo garrapateó unas notas en un ángulo de su periódico.

—¿Y lo había aparcado precisamente delante del número 537 de la calle 29 Oeste?

—¡Estoy seguro! Lo anoté enseguida.

El hombre había enrojecido ligeramente. «¿Por qué miente? —se preguntó Angelo—. Es evidente que no tiene nada que ver con este asunto. Pero, entonces, ¿qué tiene que ocultar? Quizá fue a visitar a una amiguita, en vez de a un cliente. Y Colgate no tolera estas escapatorias. Bueno, tratemos de atacar a ese buen hombre desde otro lado».

Apuró su ruffino y adoptó un aire jovial.

—Tengo entendido que vive usted en White Plains.

—Sí. ¿Conoce el lugar?

—¡Un delicioso arrabal! Cuando aún vivía mi pobre esposa, tuve la momentánea idea de instalarme allá arriba. Por el aire limpio y todo lo demás… ¿Es usted casado?

—Sí, y tengo tres hijos.

Angelo felicitó al representante con una sonrisa cordial y volvió a acercarse a él.

—Puede usted creerme, Mr. McKinney, cuando le aseguro que nuestro caso no le afecta en nada. Pero debo tener la absoluta certeza de que aparcó usted el coche delante del 537 de la calle 29 Oeste. Para mí ¡es una cuestión capital!

El representante de Colgate hizo un ademán que reflejaba su impaciencia.

—¡Creo que ya se lo he dicho! ¿Por qué tanta insistencia?

—¡Porque es falso, Mr. McKinney! Al venir hacia acá, pasé por delante del 537 de la calle Oeste… Es un almacén con tres salidas de camiones. Usted no habría podido dejar su coche en aquel lugar ni un minuto. ¡Ni el viernes, ni ningún otro día!

McKinney se había puesto escarlata. Un ligero temblor agitaba sus manos. Angelo le compadecía, pero al mismo tiempo se sentía irritado. ¿Por qué jugaba aquel hombre al escondite? Forzosamente tenía que haber una chiquilla en el asunto. Y cuando él se encontró con un guardabarros abollado, se dijo que más valía que los de Colgate no supiesen el lugar exacto del accidente ¡Para que no le preguntasen qué diablos estaba haciendo allí!

—Escuche, Mr. McKinney: debería usted saber que declarar en falso ante la policía es una acción muy grave. Podría tener serias consecuencias para usted. Por mi parte, no quiero causarle ningún perjuicio, puesto que estoy seguro de que es un honrado ciudadano, cumplidor de la ley. Pero le repito que debo saber en qué lugar le abollaron el coche.

McKinney levantó la mirada de su taza de café.

—¿Qué secuelas puede traer esto? —preguntó inquieto.

Ninguna. Le doy mi palabra. Todo cuanto me diga quedará estrictamente entre nosotros. ¿Dónde estaba en realidad?

—En Christopher Street.

—¿Es verdad lo del camión amarillo y lo del mensaje?

El representante, derrotado, asintió con la cabeza.

—¿Y la hora?

—Me apeé del coche a eso de las doce y cinco, después de radiarse el primer boletín de la Bolsa. Hace quince días compré un centenar de acciones de Teltron…

Mientras escuchaba Angelo hacía rápidos cálculos. La furgoneta Hertz había salido del muelle a las 11.42. Si había ido por el túnel de Brooklyn Battery y subido por el West Side debió de tardar de veinte a veinticinco minutos en llegar a Christopher Street. No más.

—¿Cuánto tiempo permaneció allá abajo?

El hombre estaba cada vez más inquieto.

—No mucho. Hay un bar allí. El tiempo de tomar una copa y dar un recado al barman para alguien. Media hora, como máximo.

—¿Recuerda el número exacto de la casa delante de la que aparcó?

—No, pero podría mostrarle el lugar.

Los doscientos habitantes de Elon Sichem, en Samaria, se habían reunido en menos de media hora en el refectorio. Hinchados los ojos por el sueño, desgreñados los cabellos, sin afeitar, en bata o en un pulóver puesto a toda prisa, parecían un grupo de judíos víctimas de una batida. Había entre ellos un rico importador de piedras preciosas, cinco familias norteamericanas, dos francesas, una rusa e incluso un ex capitán del Ejército nipón, que se había convertido al Judaísmo después de la matanza de Lod por japoneses del Ejército Rojo. Ofuro Kazamatsu había cambiado su nombre por el de Aarón Bin Nun.

Cuando todos se hubieron sentado alrededor de las mesas de madera del refectorio, Abraham Katsover, secretario de la colonia, dio lectura al mensaje de Menachem Begin. Al escuchar el ultimátum, todos los rostros se contrajeron. Desde los acuerdos de Camp David y las decisiones del Tribunal Supremo israelí que decretaban el desmantelamiento de ciertas colonias implantadas en tierras árabes particulares, la colonia de Elon Sichem había vivido en la incertidumbre. Pero, ¿quién habría podido prever que el venerado jefe que, en 1977, había ido en peregrinación a su colonia desolada para decirle: «Os quiero, sois los mejores de mis hijos», pudiese un día darles cuatro horas para abandonar sus hogares, su sinagoga, los frutos de su trabajo? Katsover alzó los brazos para calmar la tempestad que sacudía la sala. A pesar de la urgencia, quería respetar los procedimientos democráticos habituales, que cada cual diese su opinión y que se votase la decisión de acatar o rechazar la orden del primer ministro.

—¡Camaradas! —gritó, agitando la carta de Begin—. Vosotros sabéis lo que yo pienso: nuestra presencia en esta colina es más que una realidad: es un símbolo. Demuestra a los judíos que aún están dispersos, y también a todas las naciones, ¡que Israel nos pertenece realmente!

Un clamor aprobó esta declaración. En los semblantes, el estupor había sido sustituido por un interés apasionado. Sin embargo, un hombrecillo de cabellos grises se levantó en el fondo de la sala para interpelar al secretario de la colonia.

—Abraham, ¡ten cuidado! Recuerda las palabras de Maimónides: «Cuando amenaza un peligro verdadero, el interés superior exige batirse en retirada». ¡Pienso que toda resistencia contra el Ejército sería una locura!

El colono que había hablado era el decano de Elon Sichem. De sesenta y siete años, ex abogado vienés, Isaac Rubin era el único de los presentes que había conocido los campos de exterminio nazis. Esta trágica experiencia y el papel desempeñado junto a Ben Gurión durante la guerra de independencia de 1948 le conferían una autoridad incontestable. Pero alguien se había levantado ya para replicar.

—¡Mi pobre Isaac —gruño el rabino Moshe Hurewitz—, debes saber que la integridad moral y temporal de Eretz Israel es más importante que el peligro de un enfrentamiento con el Ejército!

El rabino Hurewitz era uno de los más acérrimos defensores de Eretz Israel, el Gran Israel, territorio que comprendía el Líbano, Siria y Jordania, conquistado por Josué y David. Como tal, era uno de los más fanáticos partidarios de la colonización de las tierras árabes de Judea y Samaria. Antes de asentarse en Elon Sichem con su esposa norteamericana y sus ocho hijos, había impulsado espectaculares operaciones de implantación judía en los territorios árabes ocupados. Fue él quien, durante cuatro años y medio se había recluido en un hotel de la ciudad árabe de Hebrón, para obligar al Gobierno israelí a autorizarle a fundar un barrio judío en medio de aquella ciudad. Hurewitz se habla encaramado sobre una mesa y golpeaba el aire con los brazos.

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