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Authors: John Katzenbach

El Profesor (55 page)

BOOK: El Profesor
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Fueron recibidos por el desorden. Terri no prestó atención a eso, aunque se dio cuenta de que él se había desintegrado más desde la primera vez que lo había visitado. Cualquier apariencia de tratar de ordenar o de limpiar había desaparecido. Ropa, platos, desechos, periódicos cubrían todas las superficies. Parecía que hacía apenas unos minutos había pasado una tormenta por dentro de la casa.

Ella levantó la voz:

—¿Profesor Thomas? —Aunque sabía que no estaba dentro, cruzó el comedor, repitiendo—: Profesor Thomas, ¿está usted aquí? —Mientras Wolfe entró en una habitación lateral. Ella le gritó a Wolfe—: ¡Eh, quédese conmigo! —Pero él la ignoró.

—Esto es lo que usted realmente tiene que ver —le gritó Wolfe a su vez.

Fue adonde estaba él y vio que ya estaba sentado delante de un ordenador en el estudio del profesor. Wolfe tecleaba furiosamente.

—¿Qué es lo que va a mostrarme? —quiso saber ella.

—Supongo que usted quiere ver el sitio web que le puso en tal estado de excitación. Me dijo que no era el lugar que buscaba, pero luego la llamó a usted para preguntarle por la maldita cicatriz y el...

—Sí, el tatuaje, continúe... —Se inclinó sobre la pantalla del ordenador.

La página de bienvenida de whatcomesnext.com apareció ante ellos. Wolfe escribió la contraseña «Jennifer». «Bienvenido, Psicoprof» apareció antes de que la joven mujer llenara la pantalla. A Terri Collins le pareció una imagen borrosa, temblorosa, como desenfocada, aunque pudo sentir que se le aceleraba el pulso, de modo que era más probable que fuera ella quien dificultaba una visión más clara, no la transmisión de alta definición.

Vio a una mujer joven desnuda, encadenada a una pared, esposada y acurrucada en posición fetal, abrazada a un muñeco de peluche. La figura de la mujer joven estaba parcialmente mirando a un lado de la cámara, de modo que precisar los detalles de su cuerpo era difícil, y una capucha oscura le ocultaba la cara. Terri pudo ver el tatuaje de la flor negra en el brazo delgado, escuálido, pero no la cicatriz por la que el profesor Thomas había preguntado.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué es esto?

—Es una emisión de una webcam en vivo —explicó Wolfe. Sonaba un poco como el profesor—. La gente quiere que todo sea en vivo, inmediato. Sin retrasos. Satisfacción inmediata.

Terri continuó mirando, tratando de compaginar la idea de la mujer joven con su recuerdo de Jennifer, repitiendo precisamente, de manera inconsciente, lo que Adrián había hecho antes.

—Tiene que ser una actriz —dijo Terri, sin poder creérselo.

—¿Se lo parece? —Wolfe resopló—. Detective, usted no sabe nada de este...

Hizo clic en las teclas que hicieron aparecer el menú. Escogió una sección al azar, y de pronto ambos estaban viendo a la muchacha cuando se bañaba, tratando de esconder su desnudez de miradas entrometidas. La figura de un hombre entraba y salía de la imagen que transmitía la cámara. Esta vez, Terri vio la cicatriz también.

—Eso no coincide... —dijo en voz alta, aunque había vacilación en su voz.

—Sí —replicó Wolfe. Habló rápidamente, excitado—: Eso es lo que usted le dijo al profesor anoche, sólo que a mí me pareció muy obvio que él no la creyó. O pensó que estas marcas eran como un maquillaje de Hollywood.

—Necesito ver su cara —continuó Terri. Su voz había bajado casi hasta convertirse en un susurro.

—Se puede —sugirió Wolfe—. Más o menos. La mantienen enmascarada. —Hizo clic en la sección en la que entrevistaban a la Número 4. Había un poco de distorsión en la voz de ella cuando respondía a las preguntas y Wolfe explicó, como experto que era—: Probablemente alteraron un poco la emisión de audio para que se pueda escuchar pero sin poder identificar el tono de voz de ella.

Terri mantuvo la mirada en la chica con la venda en los ojos, prestando cuidadosa atención a cada palabra que decía. Pensó en las veces en que ella misma estuvo sentada delante de Jennifer. Trató de escuchar algo en la voz que confirmara que su recuerdo de Jennifer y lo que estaba viendo eran la misma persona. Tiene que ser ella, pensó, asombrada, incluso cuando escuchó las palabras «Tengo dieciocho años» que salían de la boca de la muchacha.

—Dónde... —empezó a decir ella.

—Ese es el asunto —informó Wolfe—. No está en Los Ángeles, ni en Miami, ni en Texas. Este maldito sitio web está a más o menos dos horas de aquí.

¿Se necesitan dos horas para llevar a alguien al purgatorio?, se preguntó Terri.

—Tengo las coordenadas de GPS —continuó Wolfe—. Al igual que el profesor. Probablemente ahí es adonde se dirige. Es más, apostaría que es así. Sólo nos lleva un poco de ventaja. Pero apuesto a que el viejo no va conduciendo tan rápido.

No. Irá rápido, pensó Terri. No lo dijo en voz alta. Sacó su teléfono móvil como si fuera a llamar, pero Wolfe sacudió la cabeza.

—Él no es tan moderno —dijo, respondiendo a la pregunta obvia.

—Muy bien entonces. Pongámonos en marcha —ordenó

Wolfe hizo clic con el ratón y el sitio web se cerró con un alegre «Adiós, Psicoprof».

Ambos salieron corriendo de la casa de Adrián y atravesaron el sendero de entrada y llegaron al automóvil de Terri, casi siguiendo paso a paso el mismo camino que Adrián había recorrido poco tiempo antes. Si hubieran actuado con más lentitud y se hubieran quedado fascinados delante de la pantalla del ordenador por unos segundos más, habrían visto a la niña encapuchada que se ponía en tensión repentinamente alarmada al abrirse la puerta de su celda.

Capítulo 41

Jennifer volvió a encogerse, aunque con la espalda contra la pared y encadenada a la cama, no había ningún lugar donde pudiera retirarse. Escuchó los sonidos ya conocidos de la mujer que cruzaba la habitación. Se sentía golpeada, violada y hambrienta. La hemorragia entre sus piernas se había detenido, pero seguía irritada y dolorida. Se daba cuenta de que no era más que un esqueleto que se aferraba a una vida imaginaria, y cuando se movió, esperó oír los ruidos de sus huesos al chocar entre sí.

Supuso que el hombre estaba al lado de la mujer, aunque no podía oírlo. Él siempre se movía en silencio, lo cual la habría aterrorizado todavía más, sólo que ella había pasado ya la línea que existía entre la racionalidad y el miedo. Ya no era posible tener más miedo y por lo tanto, curiosamente, apenas estaba asustada. Pensó: Cuando uno sabe que se está muriendo, no hay nada realmente por lo que estar asustado. Mi padre no tenía miedo. Yo no tengo miedo. Ya. Cualquier cosa que me vayan a hacer, bien, adelante y que la hagan. No me importa. Ya no. Podía sentir que la mujer se movía cerca de ella. Le pareció que la mujer estaba volando sobre ella.

—¿Tiene sed, Número 4? —preguntó la mujer.

Jennifer sintió de pronto que su garganta era como de arena. Asintió con la cabeza.

—Entonces beba, Número 4.

La mujer puso una botella de agua en su mano. La capucha todavía tenía la pequeña abertura cortada sobre la boca, por donde fue drogada el primer día en que se convirtió en la Número 4. Maniobró para llevar la botella a sus labios, y cuando lo logró, de todos modos el agua se derramó por la capucha hacia el pecho y por un momento no sintió que se refrescaba, sino que pensó que se iba a ahogar. Contuvo la respiración y no dejó de beber de la botella de agua hasta que se vació. Pensó que probablemente contenía drogas, y eso sería bienvenido, ya que cualquier cosa que anulara su percepción del dolor y de lo que sea que estuviera a punto de pasarle le parecía aceptable.

—¿Mejor, Número 4?

Jennifer asintió con la cabeza, aunque era mentira. Nada estaba mejor. De pronto casi fue dominada por el deseo de gritar: Mi nombre es Jennifer, pero ya ni siquiera podía formar esas palabras con la lengua y empujarlas para atravesar sus labios secos. Incluso después de beber el agua, seguía estando muda.

Hubo una pausa momentánea, y Jennifer escuchó un ruido chirriante de madera que se arrastraba sobre el suelo de duro hormigón. Supo de qué se trataba. El hombre silencioso había movido la silla de entrevistas a la posición acostumbrada. A los pocos segundos, la mujer confirmó esa idea.

—Me gustaría que usted se colocara en el extremo de la cama. La silla en la que usted se sentó antes está ahí. Por favor, encuéntrela y siéntese. Relájese. Mire hacia delante.

Las órdenes de la mujer eran sencillas, dichas casi en voz baja. Para su sorpresa, Jennifer pudo escuchar una modulación en la voz de la mujer. La monotonía extenuante, que había sido tan severa durante todos los días de su cautiverio, se suavizó. Era casi tan amistosa como la voz de una recepcionista de oficina, como si la mujer le estuviera pidiendo a Jennifer que no hiciera nada más complicado que tomar asiento para esperar el comienzo de una cita concertada hacía mucho tiempo.

No confiaba de ninguna manera en este nuevo tono. Sabía que seguía siendo odiada. Esperó poder responder odiando con la misma intensidad.

—Ha llegado el momento de algunas preguntas adicionales, Número 4. No muchas. Esto no será largo.

Jennifer se tambaleó y gateó para bajar de la cama; las cadenas que la retenían tintinearon mientras se dirigía a la silla. Se llevó al Señor Pielmarrón con ella, como un soldado que trataba de arrastrar a un amigo herido fuera de la línea de fuego. Ya no le importaba su desnudez ni la cámara que recorría su cuerpo con insistente curiosidad. Tanteó en el aire hasta que encontró el asiento y se deslizó hacia él, mirando hacia delante, al lugar donde sabía que estaba la cámara que la enfocaba.

Se produjo una pausa momentánea, antes de que la mujer preguntara:

—Díganos, Número 4, ¿sueña usted con la libertad?

La pregunta la sorprendió. Al igual que en las otras ocasiones en que la mujer sondeó sus sentimientos, Jennifer no podía darse cuenta de cuál era la respuesta correcta.

—No —respondió lentamente—. Sueño con que las cosas vuelvan a ser como eran antes de llegar aquí.

—Pero usted nos dijo que despreciaba esa vida, Número 4. Usted nos dijo que quería escapar de ella. ¿Fue una mentira?

—No —replicó Jennifer rápidamente.

—Yo creo que sí lo fue, Número 4.

—No, no, no —insistió Jennifer, suplicando, aunque no sabía por qué suplicaba.

La mujer vaciló antes de continuar.

—Número 4, ¿qué cree usted que va a ocurrirle ahora?

Jennifer tuvo la sensación de que había dos Jennifer en el cuarto, habitando en el mismo espacio. Una de ellas estaba mareada, con la cabeza dando vueltas, confundida por los pequeños cambios en el tono de la mujer, mientras que la otra estaba fría, casi endurecida por los sentimientos congelados, sabiendo que sin importar lo que dijera, o hiciera, estaba cerca del final, aunque no quería imaginar cómo sería ese final.

—No lo sé —respondió.

La mujer repitió la pregunta:

—Número 4, ¿qué cree usted que va a ocurrirle ahora?

Exigir una respuesta a esa pregunta era algo tan cruel como todo lo que le había ocurrido, pensó Jennifer. Responder era peor que ser golpeada, encadenada, humillada, violada y filmada. La pregunta la obligaba a mirar hacia el futuro, lo que tenía el impacto emocional equivalente a ser cortada con una hoja de afeitar. Jennifer se dio cuenta de que vivir el momento era algo terrible. Pero la especulación era peor.

—No lo sé, no lo sé, no lo sé —dijo. Las palabras se aceleraban, estallaban desde su pecho en un tono agudo que desafiaba la sordina impuesta por la capucha.

—Número 4, permítame intentarlo una última vez. ¿Qué...?

Jennifer la interrumpió.

—Creo —respondió rápidamente— que nunca... —disminuyó la velocidad de sus palabras— saldré de aquí. Creo que estaré aquí por el resto de mis días. Creo que éste es mi hogar ahora, y que no hay mañana ni día siguiente. Que no hubo ayer, ni antes de ayer. No hay ni siquiera un nuevo minuto esperándome. Sólo hay esto. Aquí. Ahora. Eso es todo.

La mujer permaneció en silencio unos segundos, y Jennifer imaginó que o bien le había gustado lo que había escuchado, o lo odiaba. A Jennifer no le importaban ninguna de las dos opciones. Se las había arreglado para responder sin decir voy a morir, que era la única respuesta verdadera.

Entonces la mujer se echó a reír. Ese sonido traspasó directamente a Jennifer. Fue casi doloroso.

—¿Usted quiere salvarse, Número 4?

Qué pregunta tan tonta, pensó Jennifer. No puedo salvarme a mí misma. Nunca he tenido la oportunidad de salvarme a mí misma. Pero mientras estas palabras resonaban en su imaginación, su cabeza asintió con movimientos hacia arriba y hacia abajo.

—Bien —aceptó la mujer. Se produjo otro breve titubeo—. Tengo una petición, Número 4 —continuó la mujer.

¿Una petición? ¿Quiere un favor? Imposible. Jennifer se inclinó ligeramente hacia delante. Sus terminaciones nerviosas estaban en tensión. Cada palabra que la mujer decía era para engañarla de algún modo, pero no estaba segura de cuál era el engaño.

—¿Hará usted lo que yo le pida? —continuó la mujer.

Jennifer asintió con la cabeza otra vez.

—Sí. Haré cualquier cosa que me pida. —No le pareció tener otra alternativa.

—¿Cualquier cosa?

—Sí.

La mujer hizo una pausa. Jennifer esperó alguna nueva manera de provocarle dolor. Ella va a golpearme. Tal vez el hombre me viole otra vez.

—Deme su oso, Número 4.

Jennifer no comprendió.

—¿Qué? —replicó.

—Quiero el oso, Número 4. Ahora mismo. Entréguemelo.

Jennifer casi se deja dominar por el pánico. Quería gritar. Quería correr. Era como si le pidieran que entregara su corazón o que dejara de respirar. El Señor Pielmarrón era lo único que le recordaba a Jennifer que era Jennifer. Podía sentir el áspero pelaje sintético del juguete contra su piel desnuda. En ese instante, parecía más intenso, como si el peluche se hubiera adherido a su cuerpo, se hubiera fusionado con ella. ¿Entregar al Señor Pielmarrón? Se le cerró la garganta. Se ahogó, abrió la boca y se meció hacia atrás en su asiento, como si le hubieran dado un fuerte puñetazo en el pecho.

—No puedo, no puedo —gimió Jennifer.

—El oso, Número 4. Así tendré algo para recordarla.

Podía sentir las lágrimas que brotaban en sus ojos, y la náusea que le llenaba el estómago. Creyó que iba a vomitar. Podía sentir los pequeños brazos del juguete de peluche que la agarraban como si fuera un bebé. Quería caer en un agujero y esconderse de esta traición.

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