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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El poder del perro (70 page)

BOOK: El poder del perro
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Tijuana

1997

Nora Hayden se ha esfumado.

Así de sencillo, la brutal verdad que Art intenta afrontar.

Ernie Hidalgo otra vez.

Fuente Mamada revisitado.

Hay momentos aterradores en la vida de cualquier persona que trabaja con agentes secretos. El control saltado, la no señal, el silencio.

Es el silencio lo que te revolverá el estómago, lo que te empujará a rechinar los dientes, a tensar las mandíbulas, el silencio lo que extinguirá poco a poco la llama de la falsa esperanza. El silencio absoluto de cuando lanzas una señal de radar tras otra a la oscuridad, a las profundidades, y luego esperas a que regrese. Y esperas y esperas, y solo obtienes silencio.

Tenía que haber ido al apartamento de Colonia Hipódromo para encontrarse con Adán. Pero nunca apareció, ni tampoco el Señor de los Cielos. Antonio Ramos sí, con dos pelotones de sus fuerzas especiales en coches blindados, que aislaron toda la manzana e invadieron el edificio como si fuera la playa de Normandía.

Pero estaba vacío.

Ni Adán Barrera, ni Nora.

Ahora Ramos está poniendo Baja patas arriba en busca de los hermanos Barrera.

Ha estado esperando esta oportunidad durante años. Convencido por John Hobbs de que Adán Barrera está entregando armas a los insurgentes izquierdistas de Chiapas y otros lugares, Ciudad de México ha quitado la correa a Ramos y se ha lanzado al ataque como un pit bull atiborrado de esteroides. Tras una semana de operaciones, ya ha clausurado siete pisos francos, todos en los barrios exclusivos de Colonia Chapultepec, Colonia Hipódromo y Colonia Cacho.

Durante toda una semana, las tropas de Ramos recorrieron como una tromba los barrios ricos de Tijuana en camiones y todoterrenos blindados, y sus modales no son demasiado corteses, saltan por los aires puertas caras con cargas explosivas, invaden casas, cortan el tráfico e interrumpen los negocios durante horas. Casi parece que Ramos quiera granjearse la antipatía de las élites de la ciudad, que está dividida entre culpar a Ramos o a los Barrera de todos los problemas.

Lo cual, por supuesto, ha sido la pieza esencial de la estrategia a largo plazo de Adán durante años, entrelazarse hasta tal punto con la capa superior de Baja que un ataque contra los Barrera signifique un ataque contra ellos. Y gritan a Ciudad de México que Ramos está incontrolado, que se ha pasado, que está pisoteando sus derechos civiles.

A Ramos le da igual que la clase alta de Tijuana le odie a rabiar. Él también les odia, cree que han vendido la poca alma que tenían a los hermanos Barrera, los aceptaron en su seno, permitieron que sus hijos y sobrinos se metieran en el tráfico de drogas, a cambio de emociones baratas por asociación y dinero rápido y fácil. Se comportaron, piensa Ramos, como una pandilla de narcogroupies, tratando a los Barrera como celebridades, músicos de rock, estrellas de cine.

Y se lo dice a la cara cuando vienen a quejarse.

Escuchen, dice Ramos a los padres de la ciudad, los
narcotraficantes
asesinaron a un cardenal católico y ustedes les dieron la bienvenida. Ametrallaron a
federales
en plena calle en hora punta y ustedes los protegieron. Asesinaron a su propio jefe de policía y no hicieron nada al respecto. De modo que no me vengan con quejas. Ustedes se lo han buscado.

Ramos sale en la televisión y hace un llamamiento a la ciudad.

Mira sin pestañear a la cámara y anuncia que dentro de dos semanas tendrá a Adán y a Raúl Barrera entre rejas, y que su organización será historia. Se yergue ante montañas de armas capturadas y pilas de drogas incautadas, y da nombres y nombres (Adán, Raúl y Fabián), y después cita los nombres de los herederos de varias familias importantes de Tijuana, los Junior, y promete que también los meterá en la cárcel.

Después anuncia que ha despedido a cinco docenas de
federales
de Baja por falta de «sentido de la moralidad» para ser policías.

—Es motivo de vergüenza para la nación que, en Baja, haya muchos agentes de policía que no sean enemigos del cártel de los Barrera, sino sus criados —dice.

No pienso marcharme, dice. Voy a detener a los Barrera. ¿Quién está conmigo?

Bien, no demasiada gente.

Un joven fiscal, un investigador del Estado y los hombres de Ramos... y punto.

Art comprende por qué la gente de Tijuana no desfila tras la bandera de Ramos.

Están asustados.

Con buenos motivos.

Hace dos meses, un poli de Baja que había revelado los nombres de polis corruptos de la policía estatal fue encontrado en una cuneta dentro de una bolsa de lona. Le habían roto todos los huesos del cuerpo, una de las marcas de fábrica de las ejecuciones de Raúl Barrera. Hace tan solo tres semanas, otro fiscal que estaba investigando a los Barrera fue asesinado a tiros mientras corría como cada mañana en la pista de la universidad. Los pistoleros aún no han sido detenidos. Y el alcaide de la prisión de Tijuana fue ametrallado desde un coche cuando salió a su porche para recoger el periódico de la mañana. Los rumores apuntan a que había ofendido a un socio de los Barrera encarcelado en su prisión.

No, puede que los Barrera se hayan dado a la fuga, pero eso no significa que su reinado de terror haya terminado, y la gente no va a arriesgar el pellejo hasta que vea a los dos hermanos Barrera sobre una losa del forense.

La verdad es, piensa Art al cabo de una semana de iniciada la operación, que no hemos avanzado. La gente de Baja sabe que lanzamos un directo a la cabeza de los Barrera y fallamos.

Raúl sigue suelto.

Adán sigue suelto.

¿Y Nora?

Bien, el hecho de que Adán no cayera en la trampa de Colonia Hipódromo puede significar que su tapadera saltó por los aires. Art todavía se aferra a la esperanza, pero a medida que transcurren los días en silencio tiene que reconocer la posibilidad de que tendrá que buscar su cadáver descompuesto.

Así que Art no está de buen humor cuando entra en la sala de interrogatorios de la cárcel del centro de San Diego para charlar con Fabián Martínez, alias el Tiburón.

El pequeño gamberro no parece tan elegante con su chándal naranja federal, esposado de pies y manos. Pero conserva su sonrisa desdeñosa cuando entra y se deja caer en una silla plegable enfrente de Art, al otro lado de la mesa metálica.

—Fuiste a un colegio católico, ¿verdad? —empieza Art.

—Los agustinos —contesta Fabián—. Aquí, en San Pedro.

—Así que conoces la diferencia entre el purgatorio y el infierno —dice Art.

—Refréscame la memoria.

—Claro —dice Art—. En síntesis, los dos son dolorosos. Pero tu tiempo en el purgatorio expira algún día, mientras que el infierno es eterno. He venido a ofrecerte la posibilidad de elegir entre el infierno y el purgatorio.

—Te escucho.

Art se lo explica. Que solo por la acusación de tráfico de armas le caerán un mínimo de treinta años en una prisión federal, aparte de las acusaciones por tráfico de drogas, cada una de las cuales significa quince años como mínimo. Eso es el infierno. Por otra parte, si Fabián se convierte en testigo del gobierno, pasará unos cuantos años testificando dolorosamente contra sus antiguos amigos, seguido por un corto período en prisión, y después un nuevo nombre y una nueva vida. Y eso es el purgatorio.

—En primer lugar —contesta Fabián—, yo no sabía nada de esas armas. Fui a recoger productos. En segundo, ¿de qué tráfico de drogas estás hablando? ¿De dónde han salido esas drogas?

—Tengo un testigo que te coloca en el centro de una red de narcotráfico importante, Fabián. De hecho, te quiero meter en chirona por tu «condición de líder», a menos que hayas pensado en otra cosa.

—Te estás echando un farol.

—Mira, si quieres que te caigan treinta años por ver esa carta, adelante. Pero resulta que estás en una guerra de pujas con mi otro testigo, y quien me proporcione mejor información sobre los Barrera gana.

—Quiero un abogado.

Bien, piensa Art, y yo quiero que lo tengas... —No, Fabián —dice en cambio—. Un abogado solo te dirá que cierres la boca y te pudras en la cárcel el resto de tu vida.

—Quiero un abogado.

—¿Así que no hay trato?

—No hay trato.

—Tengo que leerte tus derechos —dice Art.

—Ya me los leíste —dice Fabián, y se reclina en la silla. Está aburrido. Quiere volver a su celda para leer revistas.

—Ah, eso fue por la acusación de tráfico de armas —dice Art—. Tengo que hacerlo otra vez por lo del asesinato.

Fabián se incorpora.

—¿Qué asesinato?

—Te detengo por el asesinato de Juan Parada —dice Art—. Es una acusación pendiente desde el noventa y cuatro. Tienes derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que digas...

—No tienes jurisdicción —dice Fabián—. Ese asesinato se cometió en México.

Art se inclina hacia delante.

—Los padres de Parada eran espaldas mojadas. Nació en las afueras de Laredo, Texas, de modo que es ciudadano norteamericano, igual que tú. Y eso me da jurisdicción. Oye, tal vez te juzgarán en Texas. El gobernador es un entusiasta de las inyecciones letales. Nos veremos en el juicio, capullo.

Ahora ve a hablar con tu abogado.

Y húndete en la mierda.

Si Adán hubiera acudido en coche a su cita con Nora en Colonia. Hipódromo, es probable que la policía le hubiera trincado.

Pero fue a pie.

La poli no esperaba que Adán Barrera llegara a pie, de manera que cuando vio los vehículos de la policía entrar en el barrio dio media vuelta y se largó. Caminó por la acera, al lado de los controles dispuestos en las calles.

No ha sido fácil desde entonces.

Ha sido expulsado de dos pisos francos más, ha recibido avisos de Raúl justo a tiempo, y ahora está en un piso franco del distrito de Río, mientras se pregunta cuándo irrumpirá la policía. Y lo peor son las comunicaciones, o la falta de ellas. Casi todos sus teléfonos móviles no están codificados, de modo que le da miedo utilizarlos.

Y los que sí lo están podrían estar interceptados, de manera que, aunque la policía fuera incapaz de descifrar lo que dijera, podrían localizarle mediante la señal. Por lo tanto, no sabe a quién han detenido, qué pisos han caído, qué han encontrado en ellos. No sabe quién dirige las redadas, cuánto tiempo van a durar, dónde van a atacar, ni siquiera si saben dónde está.

Lo que más preocupa a Adán es que las redadas llegaron sin previo aviso.

Ni una palabra, ni un susurro de sus amigos bien pagados de Ciudad de México.

Y eso le asusta, porque si los políticos del PRI se han vuelto contra él, deben de estar muy asustados. Y deben de saber que, si atacan al capo de los Barrera, no pueden fallar, lo cual les convierte en peligrosos.

Tienen que derrotarme, pensó.

Tienen que matarme.

Por lo tanto, está tomando medidas protectoras. En primer lugar, distribuye casi todos sus teléfonos móviles entre sus hombres, que se dispersan por toda la ciudad y el Estado con instrucciones de hacer llamadas y luego tirar los teléfonos (Ramos empieza a recibir informes de que Adán Barrera está en Hipódromo, en Chapultepec, Rosarito, Ensenada, Tecate, incluso al otro lado de la frontera, en San Diego, Chula Vista, Otay Mesa).

Raúl va a Radio Shack, compra más teléfonos y empieza a trabajar con ellos, se pone en contacto con polis que tiene en nómina,
federales
de Baja, policía estatal de Baja, polis municipales de Tijuana.

Las noticias no son buenas. Los polis estatales y locales que contestan a sus llamadas no saben una mierda. Nadie les ha dicho nada, pero sí saben que se trata de una operación federal, que no tiene nada que ver con ellos. ¿Y los
federales
locales?

—Al margen —dice Raúl a Adán.

Han vuelto a trasladarse. Se largaron del piso franco de Río diez minutos antes de que la policía llegara. Están en un apartamento de Colonia Cacho, con la esperanza de ocultarse al menos unas horas, hasta averiguar qué coño está pasando. Pero la policía local no les puede ayudar.

—No contestan al teléfono —dice Raúl.

—Llámales a casa —replica Adán.

—Tampoco contestan allí.

Adán coge un móvil y hace una llamada de larga distancia.

A Ciudad de México.

No hay nadie en casa. Ninguno de sus contactos en el PRI está disponible para recibir una llamada, pero si es tan amable de dejar su número, le llamarán en cuanto...

Es el acuerdo de las armas, piensa Adán. El cabrón de Art Keller ha relacionado las armas con las FARC, y lo ha utilizado para que Ciudad de México reaccionara. Siente ganas de vomitar. Solo había cuatro personas en México que sabían lo del acuerdo con Tirofijo. Raúl, Fabián, yo...

Y Nora.

Nora ha desaparecido.

No apareció en Colonia Hipódromo.

Pero la policía sí.

Llegó antes que yo, piensa. La trincaron y la policía la tiene oculta en algún sitio.

Raúl consigue un ordenador portátil, y después obliga a uno de los magos de la informática residentes que venga a este piso franco, y el mago consigue enviar correos electrónicos codificados a su red de ordenadores. Una codificación que ha diseñado el propio mago (le pagaron una cantidad de seis cifras), tan complicada que ni siquiera la DEA ha sido capaz de descifrarla. Hasta eso hemos llegado, piensa Adán, a lanzar mensajes electrónicos al espacio. Se sientan y vigilan la calle, por si aparecen vehículos blindados, y vigilan la pantalla del ordenador, por si aparece algún mensaje. Al cabo de una hora, Raúl consigue reunir a unos cuantos
sicarios
y un par de coches de trabajo limpios que no pueden relacionarse con el cártel. También dispone una serie de puestos de vigilancia y está atentó para controlar el paradero de la policía.

Cuando se pone el sol, Adán, vestido de peón, sube al asiento trasero de un Dodge Dart del 83 con Raúl. Delante van un conductor armado hasta los dientes y otro
sicario
. El coche se abre paso a través del laberinto peligroso en que se ha convertido Tijuana, mientras los coches de reconocimiento y los puestos de escucha despejan electrónicamente el camino, hasta que Adán sale por fin de la ciudad y llega al rancho Las Bardas.

Allí, Raúl y él se toman un descanso y tratan de averiguar qué ha sucedido.

Ramos les ayuda.

Los Barrera ponen el telediario de la noche y allí está, en una conferencia de prensa, anunciando que va a destruir el cártel de Baja antes de dos semanas.

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