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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (51 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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—Exacto. Los jefes de las Iglesias ortodoxas griega y copta. Obispos cristianos sirios y armenios. Musulmanes, judíos, drusos. Se celebrará una conferencia, los delegados pronunciarán conciliadores discursos sobre la hermandad y la armonía. Leerán pasajes de sus respectivos libros sagrados y rezarán por la paz del mundo. Y, cuando todo eso haya terminado, volverán a sus iglesias, mezquitas y sinagogas como si nada hubiese sucedido. Se lo aseguro.

Tom enarcó las cejas.

—¿Cree que soy un cínico? Quizá lo sea, pero también se percatará de que estoy en lo cierto. La verdadera unidad religiosa no ha interesado nunca ni a teólogos ni a prelados, por más que quieran engañarse a sí mismos. Sin embargo, la Conferencia no va por ese camino. No es más que una fachada. El Papa sabe perfectamente que tales encuentros son una pérdida de tiempo, aunque sigue confiando en las posibilidades del diálogo político.

El
shayj
hizo una pausa. Se disponía a ir al grano. En cuanto empezase a abordar el fondo de la cuestión ya no podría dar marcha atrás.

—Después de la Conferencia Interconfesional —prosiguió—, se celebrará otra reunión en privado, sin periodistas, ni cámaras de televisión, ni curiosos. El Papa ha invitado personalmente a participar a un selecto grupo de políticos. Goldberg, el presidente israelí, asistirá con su ministro de Interior.

—¿Rabinovitch? ¿«El halcón»?

—Su presencia es una de las razones de que la reunión se celebre en privado —repuso el
shayj
asintiendo con la cabeza—. Será la primera vez que se siente a una mesa con alguien del otro bando. También asistirá el nuevo presidente de la OLP, Butrus al-Hammandi, Sayyid Hussein Adelshahi, el ministro de Asuntos Exteriores iraní, el embajador sirio ante las Naciones Unidas, Robbins, en representación de Estados Unidos, y otras personalidades.

—¿Está seguro de que no son fantasías de su contacto? —preguntó Tom dejando escapar un silbido.

—Estoy al corriente de todo esto desde hace tiempo —contestó el
shayj
—. Es el resultado de iniciativas diplomáticas que comenzaron después de que las Conversaciones de Paz sobre Oriente Próximo fracasaran definitivamente en 1994. Pero, hasta ahora, no había descubierto lo que se proponía al-Qurtubi.

—¿Al-Qurtubi? —exclamó Tom sintiendo un escalofrío.

—Se propone secuestrar al Papa. No sé cómo ni dónde, ni exactamente cuándo. Pero quiere asegurarse de que no llega a Jerusalén. Sin él, las negociaciones de paz fracasarán y, entonces, al-Qurtubi desencadenará la campaña terrorista en Europa. Eso es todo lo que sé. Aunque hay algo más.

El
shayj
rebuscó por el interior de sus vestiduras, sacó una hoja de papel doblada y se la tendió a Tom. El inglés la desdobló y la leyó lentamente. Era una lista de nombres. Los nombres de quienes asistieron a la reunión en la mansión de sir Lionel Bailey y los nombres de otras personas que estaban en Europa aquel día. Personas que habían asistido a reuniones informativas en Alejandría. Tom alzó la vista con expresión de asombro.

—¿Cómo demonios ha conseguido esto?

Tom había reconocido, por lo menos, la mitad de los nombres y se percató de inmediato del valor del documento que tenía en la mano. Y de lo peligroso que era.

—Su amigo, el señor Hunt, hizo muchas averiguaciones en Alejandría. Levantó un poco la liebre. La lista la consiguió al-Qurtubi, que la guardaba como una especie de seguro en caso de que alguna vez necesitase sacar de la cárcel a alguno de sus hombres en Europa. Quería mantenerla en el máximo secreto, fuera del alcance de Hunt. Mi contacto oyó hablar de esta lista, la encontró y la cogió. Podrá utilizarla usted como prueba.

—Sí —dijo Tom, que en seguida comprendió por qué al ver que la letra era de Percy Haviland—, si puedo llegar con la lista a Inglaterra.

—¿Cree que eso cambiará algo?

—¿Que si cambiará algo?

—Si va a ser importante para el mundo, para el sufrimiento humano.

—Sí —repuso Tom—. Creo que sí. Puede salvar vidas.

—Entonces, ¿cree usted, como yo, que nada está escrito?

—Nada que no podamos borrar.

—Así lo espero —musitó el
shayj
—. Confío en que tenga razón.

En el exterior, a través de la silenciosa nevada y de la ventisca, la cristalina voz del muecín resonaba entre las tumbas.

Capítulo
LXVIII

Downing Street

Londres

9.05 horas

M
e alegra verle, Percy.

—Gracias, Primer Ministro. Me congratulo de encontrarle con tan buen aspecto.

—Tome asiento, por favor.

La cortesía del poder, el dulce encanto de estar ante su presencia. Pero se tenían en mucha menor estima de lo que aparentaban. No era la primera vez que, al ver al Primer Ministro, Percy Haviland se decía que aquel hombre no tenía ni una gota de sangre azul. No era noble, ni tan siquiera aristócrata de nuevo cuño. No era más que un detestable pícaro que había escalado a fuerza de tenacidad y de lamer esa parte de la colectiva anatomía que a otros repugnaba.

Era un pícaro con dinero, un puñado de amigos influyentes y un talante bravucón muy eficaz para amedrentar a los diputados de los partidos minoritarios, cuando los notables de sus respectivas regiones iban a la capital a pedir cabezas. Para él, el Parlamento era un circo.

Haviland le despreciaba. Detestaba su mal perfilado bigote; el notable justito de su expediente académico; su linaje, que no era del todo plebeyo ni del todo auténtico; aquella cordialidad tan característica del ala evangélica de la Iglesia de Inglaterra; su afición a Puccini y al chocolate con leche; sus gangosas protestas de inocencia; sus pucheritos y sus palmaditas en el hombro. «Gracias, Percy». «Muy bien, Percy». «Has estado fantástico, Percy».

—Gracias, Primer Ministro —dijo Percy con un mohín, sentándose con la lánguida desenvoltura que tantas veces le habían asegurado que le caracterizaba.

Estaban en el despacho particular del Primer Ministro, a salvo de secretarios y subsecretarios y de los odiosos individuos que iban de un lado para otro sirviendo té
comme il faut
, aunque, desde hacía algún tiempo, habían empezado a ofrecer café por las tardes. Percy se preguntaba hasta dónde iban a llegar.

—¿Recibió usted el chocolate que le envié?

—¿Chocolate? Ah, sí, lo recibí la semana pasada. Muchísimas gracias. Deja un regusto delicioso. Formidable.

—Pero ¿le gustó? Puedo conseguir más si quiere; sólo tiene que decírmelo. Nuestro hombre de Bruselas va a comprar regularmente a la tienda donde lo tienen. No pasan muchas semanas sin que me envíe unas tabletas.

—Pues, si quiere que le sea sincero, Percy, lo encontré un poco amargo para mi gusto. Un poco francés, ¿entiende?

—Era belga, Primer Ministro.

—Sí, claro. Es verdad que ha mencionado usted Bruselas. Pero da igual, Percy; es lo mismo. Puede que sea una vulgaridad por mi parte, pero lo prefiero corriente, del que encuentra uno en cualquier establecimiento. Me gusta más. Contra gustos…

—Sí, Primer Ministro. Cierto. Contra gustos…

Llamaron a la puerta y un hombre con pantalón a rayas entró con talante obsequioso.

—Perdone, sir. ¿Tomará té o café, señor Haviland?

—Creí que no nos iban a molestar, Primer Ministro.

—Es verdad, Percy, es verdad. ¿No podría usted volver dentro de un rato, Hawkins? Estoy seguro de que el señor Haviland querrá un poco de café después de nuestra charla —dijo consultando deliberadamente el reloj—. Si nos queda tiempo.

—Muy bien, sir.

Hawkins salió, no sin antes dirigirle una mirada de resentimiento a Haviland.

—Bien, Percy, póngame al corriente.

—Por supuesto, Primer Ministro. A eso he venido.

Haviland cogió su maletín, un elegante Bruno Magli que su esposa le había regalado por Navidad hacía tres años, y sacó un montón de documentos. La mayoría llevaban estampado el sello de «Máximo secreto», pero Haviland hubiese podido tenerlos tranquilamente a la vista sobre un asiento del autobús mientras regresaba a casa silbando y tan campante. Él mismo los había sellado poco antes de salir, sólo para impresionar a aquel tipejo. Ni en broma hubiese puesto a disposición del número 10 de Downing Street ningún documento confidencial.

—Según me ha comentado el ministro de Asuntos Exteriores, ha habido algunos cambios desde que hablamos la última vez.

—En efecto, Primer Ministro. Como usted sabe, un nuevo hombre fuerte se ha hecho con el poder en Egipto.

—Sí, me enteré anoche. ¿Sabe algo de él?

—Todavía muy poco, sir —repuso Haviland—. Se trata de un tipo oscuro salido de aquel avispero. Y la confusión allí es ahora enorme. Lo de la epidemia parece habérseles escapado de las manos.

—Sí. Es horrible. ¿Existe alguna posibilidad de que el nuevo hombre fuerte haga algunas concesiones? ¿De que permita, por ejemplo, que entre en el país personal de la OMS? Los diputados han presentado al presidente de la Cámara un sinfín de cartas preguntando por qué no hace nada el Gobierno.

Haviland se encogió de hombros.

—Como le he dicho, sir, el tal al-Qurtubi es un tipo oscuro; pero, por lo que parece, es un «halcón», lo que significa que las cosas empeorarán en lugar de mejorar. Aunque, por otro lado, se me han hecho insinuaciones en el sentido de que podría estar interesado en negociar con Occidente.

—¿De verdad? ¿Está seguro? —dijo el Primer Ministro enarcando las cejas como si se alegrara.

Haviland sacó un papel doblado de uno de sus bolsillos. Había mandado cursar el texto la noche anterior, después de hablar con sir Lionel.

—Ha llegado esta mañana a primera hora, sir, a través de las conexiones terroristas europeas. Es mejor que no concrete nada más en su presencia, sir. Por prudencia.

—¿De qué se trata?

—Pues da la impresión de ser un documento de consulta, sir —dijo Haviland acercándoselo al borde de la mesa.

El Primer Ministro le echó una ojeada y luego miró a Haviland.

—¿Qué interpretación le da usted, Percy?

—Bueno, en parte está claro, sir. Quiere hacerse cargo del mayor número de musulmanes europeos, eso está clarísimo.

—Además de recibir un montón de dinero, supongo yo, Percy.

—Sí, no es un gesto altruista, ciertamente. Pero lo va a necesitar para alojarlos, darles trabajo y poner a su disposición escuelas, hospitales, etc.

—No tenemos dinero para financiar algo así, Percy. El Ministerio de Hacienda ni siquiera lo tomaría en consideración.

—Bien, sir, creo que en parte podemos conseguirlo.

—¿Sí? ¿De dónde lo vamos a sacar?

—Bueno, recordará usted que…, ¿cuándo fue? Sí, en 1991, cuando cerramos aquel banco árabe, el BCCI. Recordará que nuestro sistema bancario sacó una buena tajada. Hubo mucho dinero en danza, créditos blandos; tráfico de influencias. Creo que de todo eso puede salir lo necesario para financiar algo así, sir. Sólo tenemos que vestirlo bajo la apariencia de acuerdos comerciales. No exclusivamente con los egipcios, sino con otros países árabes. Creo que los encontraríamos predispuestos. Se quitarían un peso de encima.

—¿Qué peso?

—Como es natural, el nuevo hombre fuerte terminaría por recurrir a ellos; por lo menos a los países productores de petróleo.

—No estoy muy seguro de que deba contarme todo esto, Percy.

—En efecto, Primer Ministro, no debería. Pero sé que puedo confiar en usted. Implícitamente, por nuestra común afición al chocolate —añadió Haviland riéndose la gracia.

El Primer Ministro jugueteó con su bigote. A veces Haviland creía que era postizo, un elemento de caracterización que se engominaba todas las mañanas, y le daban ganas de arrancárselo de un tirón o, por lo menos, de lastimarle un poquito el labio superior, aquel labio cuyo irrelevante perfil pretendía ocultar el bigotillo.

—¿De verdad queremos desembarazarnos de nuestros musulmanes, Percy? Ésa es la cuestión. Sé que la mayoría de ellos son una insufrible pejiguera, con sus
fatwas
y toda esa retahíla. Pero hay también muchos que son ciudadanos británicos plenamente integrados. No creo que podamos sacarnos de la manga una legislación para expulsarlos. A muchas personas no les gustaría.

—Menos de las que imagina, sir. Pregúntele a su gabinete de opinión. La gente está cada vez más soliviantada con los inmigrantes. Una legislación adecuada le haría ganar muchos votos. Una legislación estricta, pero considerada. Sería como cuando los judíos fueron al estado de Israel a empezar una nueva vida, a hacer florecer el desierto. Se le aplaudiría.

—Pero ¿por qué desea el nuevo líder tal cosa, Percy? No será sólo por dinero.

—Realmente no lo sé, sir. Pero le aconsejo que lo considere detenidamente. Por lo menos como hipótesis de trabajo, como punto de partida. Estoy seguro de que otros documentos similares están siendo estudiados en todas las capitales europeas en este mismo momento.

—No dudo de que así sea, Percy; pero, pese a ello…

—Quiere que vaya yo allí a iniciar las conversaciones.

—¿Qué? —exclamó el Primer Ministro abriendo desmesuradamente los ojos—. No puede usted hablar en serio. ¿Sabe él quién es usted?

—Dudo que conozca mi verdadera función, pero, por lo visto, me vio en alguna ocasión en alguno de mis destinos diplomáticos y cree que puede confiar en mí.

—¿Y lo considera usted prudente, Percy? ¿En estas circunstancias?

—Creo poder hacer algo positivo, sir. Aún tenemos allí a algunos de nuestros hombres que querríamos ver liberados. Se me ha prometido inmunidad diplomática.

—Aun así, parece muy arriesgado. ¿Cuándo debería partir?

—Hoy mismo, sir. Ya tengo previsto el vuelo.

—Sabe que puedo ordenarle que no vaya.

—Es mejor que no lo haga, sir. Si quiere que le sea franco, creo que estoy en condiciones de conseguir algo, algunas de esas concesiones a las que aludía usted al principio.

—¿Aunque sea un «halcón»?

—Exacto, sir. Puedo utilizar eso en nuestro provecho. Hacerle ofertas convenientes para su política. Hacer la vista gorda sobre el panislamismo subyacente.

—Bueno, en tal caso… Pero tenga cuidado, Percy, e insista en que se reabra la embajada.

—Ya lo he hecho. Me ha parecido una cuestión básica, con independencia de lo que sucediera.

—Muy bien. De acuerdo, pues.

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