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Authors: Daniel Easterman

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El nombre de la bestia (31 page)

BOOK: El nombre de la bestia
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—No —insistió Salama negando con la cabeza—. Me temo que son coptos dispuestos a matar a otros coptos. Les han dicho que mis pinturas son blasfemas. Creen que si las destruyen, si me matan, Dios los bendecirá por ello y les recompensará con el Paraíso. Su dios es tan simple como ellos.

—Olvídate de los cuadros. Aún puedes salvarte.

—¿Y por qué habría de salvarme? Todo es una pura blasfemia: los coptos y los musulmanes. Todos blasfeman contra algo. Hay mucha simpleza entre los dioses.

La puerta se vino abajo con un fuerte estruendo. Irrumpió un grupo de hombres que se detuvo en seco al ver los cuadros adosados a las paredes. Varios llevaban antorchas hechas con palos y trapos.

—¡Fuera de aquí! —gritó Salama, pero no a los intrusos, sino a Butrus y a Aisha.

Ellos vacilaron, pensando en ayudarle a huir. Pero él ya se había plantado frente a los asaltantes tomando la iniciativa, como si fuera un guía y ellos visitantes de su colección. Uno de los del grupo arrimó su llameante antorcha a un gran lienzo que representaba lo que parecía un Cristo desnudo.

—¡Blasfemo! —gritó.

—¡Anticristo! —rugió otro prendiendo fuego también a un cuadro.

Las llamas se elevaron rápidamente, relampagueantes, aparatosas y deslumbrantes, como luminosas blasfemias.

—Vamos —dijo Butrus cogiendo a Aisha del brazo.

Ella miró a su alrededor; luego se volvió y siguió a Butrus escaleras arriba.

Detrás de ellos, las llamas se propagaban, ahogando el olor a trementina y a salazón con el de la negra humareda. Como el almacén era de madera, las paredes prendieron fácilmente.

Llegaron al piso de arriba sin que nadie les alcanzase.

—¡Por aquí!

Butrus localizó una polea en desuso que antes se utilizaba para izar cajas de verduras desde la acera. Derribó de una patada las portezuelas del espacio donde estaba instalada la polea, de la que pendía una soga que llegaba hasta el suelo. Butrus tiró de la soga y vio que resistía.

—¿Crees que sabrás bajar? —preguntó.

Aisha asintió.

—Pues date prisa.

Se oyeron rápidos pasos por la escalera. Butrus sacó una pistola del bolsillo y apuntó hacia la escalera. Asomó la cabeza de un hombre que empuñaba una barra de hierro. Butrus apuntó y disparó. Aisha se volvió de espaldas.

—¡Por el amor de Dios! —gritó Butrus—. ¡Baja!

Aisha se descolgó por la soga, agitando los pies en busca de un punto de apoyo. Se oyó otra detonación al disparar Butrus por segunda vez. Las ásperas fibras de la cuerda le segaban las manos a Aisha, que giraba sobre sí misma sin acabar de controlar el descenso. Miró hacia abajo. Apenas se veía el suelo en la oscuridad. De pronto asomaron las llamas por la ventana inferior. Aisha soltó entonces la soga y cayó al suelo.

Butrus estaba asomado a la barandilla.

—¡Cúbreme mientras bajo! ¡Toma! —le dijo, lanzándole la pistola a los pies a la vez que se descolgaba por la cuerda.

Aisha cogió el arma y se hizo hacia atrás. Sabía manejar una pistola. Rashid le había enseñado hacía años, insistiendo en que debía saber defenderse por si un día lo necesitaba. Miró hacia arriba, tratando de ver en la oscuridad. Apenas distinguía a Butrus, sólo una sombra que descendía por la oscura pared del edificio. Veía el trecho que ya había recorrido, tomando como referencia el metálico reflejo de la polea. Una sombra apareció junto a la polea. Ella alzó la pistola, sujetándola con ambas manos, apuntó y disparó. La sombra saltó hacia atrás, aunque Aisha no estaba segura de haber acertado.

Cuando le faltaban unos tres metros para llegar al suelo, Butrus se soltó y cayó pesadamente junto a ella.

—¡Salgamos corriendo de aquí! —gritó.

—¿De aquí? ¿Y adonde? ¿Adonde vamos?

Él se acercó y le arrebató el arma, dejando resbalar ligeramente la mano por las suyas al hacerlo. Fue un suave y tímido roce del que él casi se arrepintió.

—¿Adonde? No lo sé —repuso—. De momento corramos. Ya tendremos tiempo de pensar dónde ocultarnos cuando nos hayamos alejado de aquí.

Dieron media vuelta y empezaron a correr por el sombrío callejón. Sus pasos resonaban en el silencio de la noche. Incluso mientras corría, en aquellos instantes, Aisha estaba convencida de que no quedaban lugares donde esconderse, de que no había lugares seguros en ninguna parte, ni cuevas, ni santuarios. Sólo la noche y la ciudad, muriendo a su alrededor.

Capítulo
XXXIX

M
ichael y el padre Gregory izaron entre los dos la losa que cubría la trampilla de madera. El aire de la cripta era gélido y húmedo. Era como si no hubiese entrado calor alguno desde el principio de los tiempos.

—Debe entender dónde se encuentra —dijo el padre Gregory—. En Egipto, los vivos y los muertos moran unos en brazos de otros. Sólo las arenas cambian. Entre ellos, el tiempo es un oasis. Los viajeros llegan, beben y se marchan, pero nada cambia.

El sacerdote se detuvo y miró en derredor.

Las sombras. Las luces. El silencioso desplazamiento de unas hacia otras.

—La iglesia de Abu Sarga se alza en un antiquísimo emplazamiento —dijo—. Babilonia era un lugar santo. Lo llamaban Jery-Aha. Hubo un pequeño templo aquí, con capillas, patios y una calzada que llegaba hasta el Nilo. Había sacerdotes, servidores del templo y oráculos. Bailaban, cantaban y tocaban instrumentos ante sus dioses. Y soñaban.

El padre Gregory hizo una pausa como para dotar de mayor peso a sus palabras. Michael sintió un escalofrío.

—Jery-Aha era un lugar donde se producían visiones —prosiguió el sacerdote—, un lugar para los sueños y para las sombras de los sueños. Los jóvenes acudían aquí tratando de ver su futuro y se marchaban al cabo de años, encorvados y canosos, después de haber soñado sus vidas de principio a fin. Las jóvenes acudían en pos de sueños de amantes y de hijos, y cuando se marchaban llevaban la muerte en los párpados.

—¿Cómo sabe usted todo eso? —preguntó Michael, convencido de que el anciano se lo inventaba casi todo.

Aquello no podía ser más que una patraña de principio a fin; o puras fantasías soñadas por el anciano.

—La antigua sabiduría no se perdió del todo. Quemamos sus papiros y destrozamos sus templos, pero hay cosas que no se erradican tan fácilmente —contestó el padre Gregory sacando una llave del bolsillo—. Desde la construcción de Abu Sarga —prosiguió—, en cada generación ha habido una persona encargada de la custodia de este lugar. La trampilla de madera se instaló aquí en el siglo XII, después de que Hannah al-Abah mandase restaurar la iglesia. Esta llave también se hizo entonces y ha ido pasando de generación en generación dentro de un secreto absoluto. Muy pocas personas saben de su existencia: el propio custodio, el abad del monasterio de Dair Baramus y el sacerdote encargado de Abu Sarga. Desde el siglo VI todos los custodios han sido monjes de Dair Baramus. A mí me eligieron cuando tenía veinticinco años. La llave me la entregó el último custodio en su lecho de muerte. Está en mi poder desde hace casi sesenta y cinco años.

El sacerdote sopesó la llave. Era bastante pesada, una llave de bronce sin pulir. Una vieja llave que sólo abría una puerta.

—Su hermano iba a ser el siguiente custodio —dijo el padre Gregory con una voz que reflejaba una profunda tristeza.

Se agachó e introdujo la llave en la cerradura. Con la ayuda de Michael, abrió la trampilla dejando ver los gastados escalones que conducían a las oscuras profundidades de la cripta.

Al llegar al último peldaño, siguieron por un largo y vacío pasadizo de paredes revestidas de paneles de oro y marfil, impregnadas del silencio de las dormidas tinieblas. La luz de la lámpara que sostenía en alto el padre Gregory proyectaba lechosos charcos. La respiración de ambos sonaba en el silencio como si arañase papel y le daba al aire la densidad de la bruma. Por encima, en un techo azul cobalto, titilaban estrellas doradas. A lo largo del suelo de baldosas de granito había guirnaldas de flores secas. Parecía que acabasen de dejarlas allí. Flores rojas, amarillas y púrpura como para llenar una floristería. Se notaba un tenue olor a incienso, apenas perceptible, espectral, un aroma incomparable.

Los bajorrelieves de ambas paredes tenían algo inquietante. El padre Gregory se detuvo y alzó la lámpara para iluminarlos. La misma figura se repetía interminablemente a lo largo del oscuro pasadizo. Un esbelto dios de poderosos miembros con regias vestiduras. Sostenía en la mano un largo cetro coronado por una serpiente. La cabeza, de macho cabrío, era dorada y resplandeciente, y el cuerpo, inmaculadamente blanco. El sacerdote se estremeció y continuó caminando. Michael siguió tras él. Se sentía embotado, como si al avanzar hubiese tropezado con una vieja pesadilla. «Hay pesadillas —se dijo— de las que nunca se despierta».

Continuaron caminando, siempre flanqueados por aquel ser de cabeza de macho cabrío bajo un cielo pintado. El pasadizo no tenía recodos. Discurría completamente lineal a través de la sólida caliza y terminaba en una alta puerta de oro, lastimosamente rayado por una maraña de líneas y círculos, óvalos y paralelogramas que se entretejían formando miembros y rostros contorsionados, como la representación de una orgía. Pero no era eso. Michael no lo había sabido ver. Lo que le pareció «lastimosamente rayado» no era sino la agonía de la muerte. Cuerpos amontonados, miembros amontonados, bocas abiertas en rictus de dolor, un dorado tormento.

Las dos hojas de la puerta se abrieron suavemente al tocarlas el sacerdote. Estaban en perfecto estado a pesar de los siglos, sin rastro de deterioro. No se oyó ningún ruido al abrir. Lo único que oía Michael eran los latidos de su corazón y su propia respiración, que formaba un visible vaho, minúsculas gotitas que parecían de aguanieve, acogidas por la larga y desnuda luz. Avanzaba en silencio, siguiendo con los ojos la luz de la lámpara que se abría paso en las tinieblas.

El padre Gregory alzó la lámpara.

Acababan de entrar en una cámara de techo bajo y abovedado, cuya superficie estaba totalmente ocupada por la imagen de la diosa Nut con los miembros rodeados de estrellas.

En una de las paredes aparecía pintada la gigantesca figura del dios Anubis en forma de chacal, con un pañuelo blanco al cuello y las largas y puntiagudas orejas elevándose como estandartes hacia el techo. La luz de la lámpara se proyectaba como una fina película sobre la pintura negra y roja. Al fondo de la cámara las sombras se concentraban en la pared, como si retrocediesen ante la luz.

El padre Gregory se volvió hacia Michael.

—Este era el corazón del templo, la cámara del sueño adonde los sacerdotes acudían a soñar. Luego subían a las cámaras del oráculo, donde interpretaban los sueños de los peregrinos.

—¿Por qué me ha traído usted aquí?

A modo de respuesta, el sacerdote levantó la lámpara e iluminó una de las paredes. Michael cruzó la pequeña estancia. Casi tocaba el techo con la cabeza. Se sentía aprisionado entre el cuerpo de la diosa, en la bóveda, y el chacal de la pared, negro, mirando a la eternidad. Se le pusieron los pelos de punta.

En la pared opuesta a la que estaba el dios Anubis, el artista había pintado una escena que Michael reconoció en seguida, aunque, por supuesto, no podía saber si estaba tomada del natural o era producto de la imaginación del pintor. Sobre el ocre de la pared, en un liso y desolado paisaje, se alzaba una pirámide con el vértice apuntando hacia un cielo lacado. Era una pirámide negra. La pirámide del sueño de Michael. Un largo sendero conducía a la entrada de la pirámide, flanqueado por dos hileras de esfinges de basalto exactamente iguales que las de su pesadilla. Michael sintió un estremecimiento.

Hombres y mujeres desfilaban por el sendero y ascendían por la rampa que conducía al corazón de la mole.

No había músicos entre ellos. Nadie bailaba. Nadie cantaba. Caminaban con la cabeza gacha, vestidos con suma sencillez: los hombres llevaban almidonadas faldas blancas y las mujeres largas túnicas sin cuentas ni adornos. Era como si fuesen al encuentro de la muerte.

Michael desvió la mirada y, al hacerlo, el sacerdote alzó la lámpara, iluminando de pronto la pared del fondo. Las sombras se disiparon. Al desvanecerse, el sacerdote cerró los ojos.

Desde el suelo hasta el techo estaba pintada la figura de un hombre sentado en un trono, con las manos apoyadas en las rodillas. Tenía la cabeza de macho cabrío y la piel de color plomo. Sus ojos brillaban de rabia, mortificación y éxtasis.

—Es la Bestia del Apocalipsis —musitó el sacerdote con una voz que parecía proceder de la lejanía—. El ser que ve usted en sus pesadillas.

Michael no podía apartar los ojos de su enorme pecho desnudo, sus poderosas manos y, sobre todo, sus huidizos y blancos ojos. Tenía la sensación de que aquella figura iba a levantarse de un momento a otro y acercarse a él, como en la pesadilla. Sintió el impulso de dar media vuelta, echar a correr y no volver a dormir jamás.

No la había pintado ningún egipcio. El estilo era inequívocamente posterior, de los primeros tiempos del cristianismo. Bajo la figura estaba escrito un largo texto en letras negras, en griego.

—¿Lo entiende? —preguntó el sacerdote.

Michael negó con la cabeza.

El padre Gregory abrió los ojos. El macho cabrío le miraba sin parpadear, igual que le miraba todas las noches mientras dormía.

—Permítame que se lo lea —dijo el sacerdote.

Se aclaró la garganta y, mirando con desagrado la imagen de la pared, empezó a recitar de memoria un texto tan familiar para él como el padrenuestro.

—«Transcurrirán dos mil trescientos veintitrés días desde la muerte del macho cabrío de que habla Daniel hasta la aparición de la Bestia. Llegará por el oeste al Lugar de la Tentación, hasta Babilonia, procedente del mar y dotado de gran poder. Y blasfemará durante cuarenta y dos meses, como está escrito en el Libro de Juan: «El es sabiduría. Dejad que él, que tiene conocimiento, cuente el número de la Bestia: porque es el número de un hombre, y su número es el seiscientos sesenta y seis». Llevará escrito en su lengua el nombre de la Bestia. Y tomará un nuevo nombre, que será una blasfemia y que también será el nombre de la Bestia, aunque él lo ocultará en letras que ningún hombre ha visto nunca. Cuando él aparezca, una plaga cubrirá Egipto y el Nilo rebosará sangre. Llegarán a los lugares más altos y los destruirán piedra a piedra. Un tiempo, dos tiempos y medio tiempo transcurrirán desde su primera aparición, entre un nacimiento y una muerte y la caída de su reino. Éstos son los días de que habla el Libro del Apocalipsis, y que quien tenga ojos vea. Y desde su primera aparición en el oeste, el Libro determina que transcurrirán mil doscientos noventa días. Movilizará un ejército de inicuos y su reinado durará setenta semanas. «Porque desde la aplicación del mandato para restaurar y reconstruir Jerusalén transcurrirán siete semanas, y sesenta y dos semanas». Por lo tanto, que el sabio considere lo aquí escrito y rece para que no ponga sus ojos en él, como yo he visto en una visión que Dios me ha permitido. Y que todo aquel que lea esto rece por mí y por sus hijos y por la generación del último día.»La voz del padre Gregory se extinguió.

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