El nazi perfecto (8 page)

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Authors: Martin Davidson

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BOOK: El nazi perfecto
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Incluso el día en que los visitamos, el poder persistente del lugar seguía siendo tangible. Habíamos sentido curiosidad por conocer Perleberg, pero nada nos preparó para la claridad con que evocaba una parte de la vida de Bruno que hasta entonces había sido un libro completamente cerrado.

Aunque mi madre y mi tía no podían arrojar luz alguna sobre la clase de personas que habían sido Max y Hedwig, no era del todo cierto que no sabíamos absolutamente nada de ellos. Una persona que había estado bastante mejor informada sobre los padres y la infancia de Bruno era Gisela, la mujer con quien convivía. Ella nos legó las pocas fotografías que tenemos de los padres de Bruno. Datan de finales de los años veinte, pero son especialmente nítidas. En una de ellas, Max y Hedwig están sentados en un prado de Berlín, relajados y bucólicos; exudan una especie de altanería, no exactamente distantes, pero no hay duda de que se sienten seguros de sí mismos. Nadie diría que Hedwig,
grande dame
de los pies a la cabeza, era de hecho hija de un tejedor. La carrera de Max, primero en el ejército y después en el sector del orden público, les permitió despegarse de sus orígenes modestos, y se enorgullecían de su prosperidad. Max parece un auténtico autócrata, aficionado a las corbatas llamativas, y su postura y porte son los de un hombre dogmático, nada acostumbrado a que discrepen de él.

Aún más tentadoramente, Gisela hacía a veces un comentario casual sobre el pasado de Bruno. A Vanessa le confesó que Max había sido un
pater familias
severo y despótico, pero lo que más había turbado a Gisela era la relación de Bruno con su madre. La hosca e intolerante Hedwig le había negado todo contacto físico, y Gisela creía firmemente que esta actitud había entorpecido el desarrollo emocional del hijo. Así pues, Bruno había absorbido la seguridad autoritaria de su padre y la dureza distante de su madre. Sus inflexibles costumbres educativas y su amor por el prestigio militar dejaron su huella, pero lo que sucedió después fue lo que desempeñó un papel más significativo en la transformación de Bruno en un nazi embrionario. El acontecimiento fue la Primera Guerra Mundial, el episodio más dominante no sólo de su juventud, sino de toda su generación.

Sin embargo, exceptuando un don bastante sorprendente (del que hablaremos más adelante), nada indicaba cómo reaccionaría Bruno ante la guerra. No hay diarios, cartas ni comentarios retrospectivos posteriores. No tenemos ninguna prueba documental de lo que pensaba o hacía en aquellos años juveniles. Yo tendría que deducirlo lo mejor posible de sus acciones ulteriores, a menudo idénticas a las de prácticamente todos los que se afiliaron temprano, que repetidamente citaban la Primera Guerra Mundial y sus repercusiones revolucionarias como las razones principales de la política que adoptaron a continuación. Me ayudaron a romper aquel velo de silencio los testimonios contemporáneos, especialmente los de la colección de Abel, escritos por hombres de parecida edad a la de Bruno, que proporcionan una cámara de ecos al tumulto que sin duda rugía también en la cabeza de Bruno.

Algunos historiadores han sostenido que aquellos hombres, incluso en mayor medida que los veteranos de las trincheras, más tarde dieron al nazismo sus defensores más radicales. Como observó sardónicamente el periodista y exiliado nazi Sebastian Haffner en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, «las raíces [del nazismo] se encuentran ahí: en la experiencia de la guerra, no de los soldados alemanes en el frente, sino de los colegiales alemanes en casa […] Es fácil de entender. Los hombres que han vivido la realidad de la guerra suelen verla de un modo distinto […] La auténtica generación nazi la formaron los nacidos en la década de 1900 a 1910, que vivieron la guerra como un gran juego y no se vieron afectados por sus realidades».
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Es algo tan evidente en las reminiscencias nazis: la guerra sigue siendo la experiencia seminal en su viaje hacia la derecha. A todas luces, Bruno era uno de ellos.

Pero ¿qué guerra vivía él a los doce o trece años? ¿Qué tropas tenían su base en Perleberg? ¿A qué regimiento pertenecía su padre y qué batallas libraron? El archivero local de Perleberg nos dio la información que necesitábamos, entre otras cosas la historia formal del regimiento, escrita en 1923 por un tal Hans Rosenthal.
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Los barracones se habían construido en el siglo XVIII, en 1772, para ser exactos, y se habían utilizado durante más de doscientos años. En 1899 alojaron al Feldartillerie-Regiment número 39 (artillería montada, FAR 39), el regimiento de Max.

Así que incluso antes de que estallara la guerra, Bruno, a sus ocho años, se vio expuesto a la ola creciente de febril expectación y fervor patriótico mientras toda Europa se preparaba para la contienda. La orden de movilización llegó a las 17.45 del 1 de agosto de 1914. A Bruno quizá le pareciese que la habían impartido totalmente en favor del niño solitario y boquiabierto que crecía al borde de los grandes cuarteles. La emoción fue visceral: las bandas que tocaban, los discursos, las procesiones, la agitación de los adultos expectantes. ¿Para qué sirven unos soldados que se limitan a desfilar de un lado a otro, a lustrarse las botas y engrasar los fusiles? Temprano en la mañana del 3 de agosto, el primer destacamento había embarcado en los trenes y viajaba hacia el oeste en un largo convoy de caballos, hombres y piezas de artillería. El primer transporte llegó a Aquisgrán, en la frontera belga, el 4 de agosto por la mañana temprano, se unió a la brigada de infantería 11, al mando del general Von Wachter, y cruzó la frontera en dirección a Verviers.

El pequeño Bruno tendría que haber sido un niño alemán de ocho años muy poco corriente para no haber sucumbido a la fiebre bélica: es evidente que contagió a la mayoría de los niños de su edad. Como contó más tarde un nazi nacido en 1905, fue «un tiempo fantástico para nosotros los niños. Todo el mundo se hizo soldado y saqueamos la cocina y la bodega para ofrecer regalos a las tropas que partían. Después llegaron las primeras victorias. Se sucedían las celebraciones
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». Al igual que sus colegas del regimiento, Max también vería que aquél era el momento más decisivo para Alemania.

Primero se produjo el júbilo de 1914; más tarde fue sustituido por un estado de ánimo más sombrío, cuando la guerra se empantanó en el lodazal de las trincheras: «Poco a poco las cosas se calmaron. Jóvenes como éramos, comprendimos que aquello no era un juego de soldaditos.» Para la primavera de 1915, el regimiento de Max había sufrido bajas sangrientas, tras haber entablado combate en Tirlemont, Mons, Andecy, Montceaux, Vailly y Arras, antes de ser trasladado a Serbia al final de la guerra. En 1916 les enviaron de nuevo a Francia, donde participaron en la batalla de Verdún. Tras un breve periodo de descanso cerca de Reims, entre el 25 de junio y el 8 de agosto, el regimiento combatió en el Somme.

Los niños en casa, sin embargo, pronto tuvieron nuevos héroes a los que idolatrar, un nuevo tipo de guerrero alemán: las tropas de asalto del general Ludendorff. Eran unidades de soldados de élite, escogidos a dedo por su valor, agresividad e iniciativa. Sus tácticas eran muy poco convencionales; en lugar de entablar batalla desde larga distancia, con descargas de artillería y muros de fuego indiscriminado de ametralladora, los soldados de asalto combatían de cerca e individualmente, saltando dentro de las trincheras enemigas y luchando cuerpo a cuerpo. Nada podía haber sido más emocionante para la imaginación de un escolar que los relatos de aquellos grupos selectos de unidades móviles, armadas con carabinas y granadas, que llevaban cascos de acero distintivos. Era el comienzo de una historia de amor alemana, que erigió al soldado de asalto en un icono poderoso durante varios decenios. Y parecía funcionar. Golpeaba rápido y decisivamente, abría agujeros en las líneas aliadas y dejaba que la infantería las limpiase después de ellos.

El año siguiente, 1917, brindó a Bruno y a sus compañeros del patio de recreo otro aliciente aún mayor: el éxito alemán en el Este. No le hizo falta conocer las complejidades del Tratado de Brest-Litovsk
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. Lo único que contaba era que las grandes franjas del Este, entre ellas tierras que más adelante serían Polonia y Ucrania, ahora pertenecían a los todopoderosos ejércitos orientales de Alemania. Muchos miembros del regimiento 39 habían luchado durante meses en Rumanía y conocían bien el frente oriental. El final en el Oeste podía resolverse solo y la guerra habría terminado. Alemania tomaría posesión de un territorio imperial en gran escala y el Segundo Reich del káiser ocuparía su puesto al frente de las grandes superpotencias europeas. Eran incontenibles. Los alemanes —y no sólo los niños— quisieron creer que aquello era una señal de la victoria final.

Para Max también el año 1917 resultaría un hito emocionante. Le habían considerado demasiado viejo para el frente al comienzo de la guerra, pero esta situación cambió con el número de bajas, que impuso la necesidad de encontrar refuerzos. Ahora alistaban a los más veteranos del regimiento, y pronto le llegó a Max el turno de embarcar en el tren de transporte de tropas y despedirse de su mujer y su hijo, que sin duda vertieron lágrimas de orgullo y aprensión. El regimiento 39 había combatido en Bélgica, Francia y Serbia formando parte del tercer cuerpo del ejército hasta septiembre de 1916, cuando se fusionó con la división de infantería 187, que luchaba en Rumanía. Después, a principios de 1917, se incorporó a la división de infantería 228, que de nuevo operaba en Francia, y esta vez Max luchó a su lado. Aproximadamente una semana después de abandonar Perleberg, llegó a su destino, una base del ejército cerca de Verdún, donde se unió al resto del regimiento y se dispuso a entrar en servicio activo.

El año 1918 empezó con tres grandes ofensivas lanzadas por las tropas de asalto contra los aliados. Fueron victorias, al parecer, tan celebradas que a Bruno, así como a todos los demás escolares de Alemania, le dieron un día especial de fiesta por la «victoria» el 23 de marzo.
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Pero una táctica que había dado resultados tan brillantes en breves ataques explosivos no fue lo bastante poderosa o continuada para contrarrestar a los cientos de miles de soldados norteamericanos recién llegados en barcos de transporte. Ahora que Estados Unidos estaba oficialmente en guerra, el equilibrio de poder se decantaba inexorablemente en favor de los aliados.

Bruno y sus compañeros que jugaban a la guerra ignoraban que todo estaba a punto de derrumbarse. Cuando llegó el epílogo lo hizo con una tremenda rapidez, como un maremoto de caos y desastre que engulló el frente nacional, incluido Perleberg, antes de que hubiera tiempo de reaccionar. De un solo soplo quedaron destruidas sus más queridas fantasías.

En el otoño de 1918, toda la maquinaria de guerra germánica empezó a desmoronarse; Max y sus camaradas del regimiento 39, aunque todavía estacionados en Francia, pronto serían barridos. A pesar de su fe en el heroísmo individual, los factores bélicos decisivos habían sido la logística, la tecnología y la simple superioridad numérica, y para noviembre ya sólo había un desenlace posible. El ejército alemán había sido derrotado y estaba estupefacto por el golpe que supuso la derrota.

El vicario triunfalismo anterior se había convertido en cenizas; todas las familias alemanas quedaron anonadadas por aquel fracaso. Como expresó el hijo de un tendero, nacido en 1908: «Nunca olvidaré el día en que mi padre llegó a casa con la terrible noticia […] Aquel hombre grande y fuerte estaba llorando. Fue la primera y única vez que le vi llorar. Los niños nos sentimos impotentes ante aquel estallido emocional
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.» Perleberg, como el resto de Alemania, se hallaba en un estado de duelo traumatizado, y tanto más muchos niños de la edad de Bruno: «Entonces llegó el desplome. Para nosotros los niños que habíamos sido soldados en cuerpo y alma, se derrumbaron muchas cosas.»
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Bruno finalmente se reunió con Max el 15 de diciembre, después de que su padre hubiera sobrellevado un largo y complicado viaje de regreso a casa desde Francia; sólo el último tramo había discurrido lentamente por Bebra, Eisenach, Erfurt, Sangerhausen, Magdeburg, Stendal, Wittenberg y, por último, Perleberg. Centenares de civiles y miembros del ayuntamiento recibieron «con amor agradecido y admiración» a las tropas que llegaban a la estación de tren. A las tres de la tarde las dos baterías, al mando de sus jefes, el Leutnant Helferich y el Oberleutnant Wackerzapp, desfilaron por la ciudad de vuelta a sus antiguos barracones. Las acompañaron autoridades locales y un número creciente de civiles, así como la banda del destacamento de reserva de Perleberg.

Pero les aguardaba una ingrata sorpresa. Los concejales que los recibieron al descender del tren habían sido destituidos de sus funciones; un consejo de trabajadores y soldados dirigía ahora el gobierno local de Perleberg. Aún peor, el comité de recepción que se había formado para recibir a los últimos pelotones de la batería cerró sus discursos pidiendo tres hurras no para el Reich, sino para «la nueva República Alemana». La banda del regimiento se desquitó tocando el «Preussenlied» (el himno nacional prusiano) todo lo fuerte que pudo. El oficial de más alta graduación presente, el Major Niemann, agradeció al alcalde su alocución pero muy visiblemente dio la espalda al nuevo municipio revolucionario y concluyó sus palabras con un brindis desafiante por «la vieja y querida ciudad de Perleberg».

Si perder una guerra no era suficiente, lo que aguardaba a muchos soldados que regresaban a Alemania parecía aún peor. En cuestión de días, el antiguo Reich imperial que había ido confiado a la guerra en 1914 se desplomó bajo el peso de la derrota. El primero en desaparecer fue el propio káiser, obligado a abdicar y a huir a Holanda, llevándose consigo el completo sistema monárquico y la aristocracia que lo sostenía.

A continuación se creó rápidamente un tipo de gobierno alemán sin precedentes que reemplazó a la antigua monarquía: una democracia. La nueva República tomó su nombre de la ciudad donde se ratificó su nueva constitución, Weimar, elegida porque estaba a una saludable distancia de los alborotadores de Berlín. De tendencia izquierdista, de actitud moderna y liberal, teóricamente presentaba un contraste salvador con respecto a la Prusia de Bismarck. Algunos observadores como el conde Harry Kessler estaban pasmados: «Así concluye este primer día de revolución que ha presenciado en unas pocas horas la caída de los Hohenzollern, la disolución del ejército alemán y el viejo orden social de Alemania. Uno de los días más memorables y atroces de su historia.»
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