Una atmósfera de represalias envolvía la ciudad. Los dos artífices principales de la venganza checa, la RG (Revoluční Garda) y la policía especial o SNB (Sbor Národní Bezpečnosti), golpeaban y torturaban a los prisioneros y a los sospechosos de ser nazis. Sorprendentemente, muchos de ellos llevaban no sólo pantalones militares alemanes, sino camisas de las SA. Bruno, veterano de las celdas de tortura de las SA en Berlín en 1933 y 1934, sabía lo que se avecinaba. Aun como presunto civil estaba en peligro. Después de llevárselo de su domicilio le retuvieron en una celda con otro grupo de unos doce alemanes perfectamente conscientes del caos y el baño de sangre que les rodeaba. Pocos se hacían ilusiones sobre su suerte.
Efectivamente, llegó el momento inevitable en que sacaron del edificio a todo el grupo y les hicieron arrodillarse en la acera. Un partisano checo sacó una pistola y disparó en la nuca al primero de ellos, luego mató al segundo y después al tercero, recorriendo despacio la fila, hasta que le tocó el turno a Bruno. Milagrosamente para él, intervino un oficial soviético que, asqueado de tanta sangre, ordenó que se detuviera la carnicería. Sólo sobrevivieron Bruno y otro hombre. Les pusieron de pie y les condujeron a la celda rodeando los cuerpos que todavía sangraban. Por extraordinario que parezca, hasta los soldados encallecidos del Ejército Rojo se oponían (en ocasiones) a la severidad de la venganza checa. Si hubieran sabido que estaban salvando a un oficial del SD, dudo que se hubiesen tomado la molestia.
Otra crónica de la época presenta una semejanza sorprendente con este episodio de Bruno. Un licenciado en física llamado «K. F.» fue conducido a una «celda de la muerte» para unirse a un grupo de otros alemanes a los que estaban a punto de golpear hasta la muerte. Empezaron a despacharlos uno por uno. El físico era el cuarto de la fila. Tras la segunda ejecución se abrió una puerta y entró un checo. Les preguntó quiénes eran y se llevó fuera al licenciado y a un joven de diecisiete años de las Juventudes Hitlerianas, porque eran los dos únicos que sabían hablar checo. «Les dijo con una sonrisa en la cara que eran los únicos que habían salido vivos de la celda.»
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Bruno seguía detenido y poco después compareció ante uno de los tribunales populares formados apresuradamente y en los que cualquier checo agraviado podía condenar y detener a un alemán. Una vez más, Bruno tuvo suerte: nadie se levantó para denunciarle. Por segunda vez en otros tantos meses salió con vida del trance. Por último le entregaron a los soviéticos, que (según mi tía) le internaron cerca de Budapest, en la vecina Hungría.
Entretanto, Thusnelda y las tres niñas corrían un peligro más serio. Muchedumbres de checos, civiles y milicianos, recorrían las calles saqueando, ebrios de júbilo por haberse liberado de los alemanes. Los ocupantes iban a pagar por sus actos, y no sólo los nazis flagrantes de la línea dura, como Bruno. Tampoco sus familias iban a librarse de la ira popular. En junio de 1945, un jefe checo ordenaba a sus hombres: «Los alemanes son nuestros enemigos irreconciliables. No paréis de odiarles […] las mujeres alemanas y las Juventudes Hitlerianas son también cómplices de sus crímenes. Sed inflexibles en vuestras relaciones con ellos.»
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Los comunistas, en especial, no cejaban en que no había diferencia entre un alemán y un nazi. Todos eran fascistas y criminales de guerra. Para otros muchos checos, un odio franco y vengativo a los alemanes era preferible a la otra alternativa, la de un estado de ánimo constante de recriminación personal y dudas sobre por qué no habían resistido más activamente durante la guerra.
Así pues, en este vértice de violencia y revancha estaban sumergidas la mujer de Bruno, sus dos hijas y la pequeña de un año. Lo único que ha sobrevivido en sus recuerdos es una sucesión de imágenes fragmentarias e inconexas, pero traumáticamente grabadas. En particular recuerdan con horror la celda grande en que las metieron. Las encerraron con un gran número de otras mujeres alemanas. Las arrastraban fuera, una tras otra, y volvían horas más tarde, vapuleadas y con esvásticas marcadas en la piel. Thusnelda tuvo la fortuna de eludir estas particulares acciones vengativas. Quizá sea cierta la versión que da mi madre de los hechos: sus padres se las habían arreglado para tratar a sus vecinos checos con suficiente «decencia» como para que no les denunciaran.
Pero las penalidades de mi madre y mis tías aún no habían terminado. Las subieron a un tren junto con otros muchos compatriotas suyos y después las embarcaron en otro y las llevaron a lo que hasta ellas sabían que era una especie de campo de concentración. Al cabo de un tiempo las trasladaron a su destino definitivo, una granja de trabajo donde los meses siguientes vieron a su madre cavar con un azada y arrancar malas hierbas todo el santo día. Los únicos momentos de placer de las hermanas en este cuadro de desolación y terror eran cuando jugaban con los gatitos del corral, detrás de los dormitorios. La liberación definitiva llegó al cabo de un tiempo indeterminado (habían perdido toda noción del paso del tiempo). Mientras esperaban al tren que las transportaría fuera de Checoslovaquia, pasó silbando una bala por encima de sus cabezas, un último recordatorio de la guerra que las había llevado hasta allí.
El Instituto Terezín
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nos recomendó a una serie de historiadores de aquel periodo afincados en Praga para que nos ayudaran a recomponer los fragmentos de la historia de mi madre. «Casi con certeza», nos explicaron, «tras una temporada de confinamiento las transportarían, junto con cerca de 15.000 alemanes civiles, sobre todo mujeres y niños, a un recinto central, probablemente el estadio de Strahov.» Los relatos de lo que sucedió allí son suficientemente macabros: 5.000 alemanes fueron obligados a participar en carreras mientras los barrían ráfagas de ametralladoras; los muertos se amontonaban en las letrinas. Incluso después del 16 de mayo, cuando se restableció el orden, morían todos los días de doce a veinte personas cuyos cuerpos se evacuaban del estadio en un camión de estiércol. Desde allí a la mayoría de la gente la enviaban por tren a Terezín (el campo que los alemanes habían llamado Theresienstadt) y la internaban en un gueto y campo de concentración recién desalojado. Mi tía recuerda haber oído un comentario de alguien (aunque entonces no lo comprendió) en un andén de ferrocarril al ver los vagones de ganado en los que estaban a punto de embarcar: «Antes los usábamos para los judíos y ahora los usan para nosotros.»
Al llegar a su destino repartían a la mayoría de las mujeres y niños por una red de campos y granjas más pequeños, donde las obligaban a trabajar en tareas largas y agotadoras. Le tocó a Thusnelda mantener unida a su joven familia. Estaba totalmente sola con una niña de diez años, otra de ocho y una tercera de un año que necesitaban de su protección. Lo más duro era alimentar al bebé; Thusnelda mascaba pan rancio y la criaba con pequeños mendrugos. Las niñas estaban petrificadas y confusas por todo lo que veían a su alrededor, conscientes de un peligro inmenso, pero incapaces de comprender su causa. Las habían mantenido apartadas de la guerra todo el tiempo posible, pero ya era imposible. Alrededor bullía la violenta estela de una guerra que acaba. Siendo niños alemanes, no sólo estaban en el bando derrotado, sino que les odiaban acerbamente no por algo que hubiesen hecho, sino por ser quienes eran. A lo largo de un año las niñas se aferraron a su madre y crearon así un lazo de gratitud e intimidad entre ellas que habría de durar toda la vida de Thusnelda. Ella había apreciado a su marido nazi y apoyado sin reserva su política. Ahora su única prioridad eran sus tres hijas. Ignoraba la suerte que había corrido el resto de su familia o la que les aguardaba a ella y a sus hijas.
Mientras tanto Bruno languidecía en circunstancias no menos penosas en compañía de otros compatriotas, muchos de los cuales debían de esforzarse como él en ocultar su identidad real, sobre todo cualquier vinculación con las SS o el Partido Nazi. El método habitual era usurpar la identidad de alguien que sabían —pero las autoridades no— que había muerto. Bruno fue de nuevo afortunado en esto. Como más adelante se jactó ante mi tía, por descuido no le habían hecho el delatador tatuaje nazi, que tenía la forma de una letra designando el grupo sanguíneo de quien lo llevaba y normalmente estaba situado debajo y en la parte superior del brazo izquierdo. Era, por supuesto, lo primero que buscaban los soviéticos. Ni siquiera tenía la cicatriz de la quemadura de cigarrillo con la que muchos SS intentaban en vano borrar la marca incriminatoria. En cuanto a una historia «civil» verosímil de lo que hacía en Praga en las fechas postreras de la guerra, conjeturo que se apresuró a recurrir a su antigua profesión y simplemente declaró que era dentista. No le habría costado probarlo. A diferencia de tantos otros, no le fusilaron ni le trasladaron a la Unión Soviética para encarcelarle allí, lo que sugiere que debió de convencerles de algún modo de que él no era uno de los que buscaban.
Sabemos, gracias a un documento aislado, su
Heimatkehrer Gesetz
, su certificado de regreso a casa, que finalmente le liberaron el 14 de septiembre de 1945. Más tarde rememoraba el modo en que otros compañeros de cautiverio se las habían ingeniado para que les liberasen. Uno fingió que era ciego; durante meses los soviéticos habían intentado desmontarle la argucia, dando portazos delante de sus narices o saliendo de un salto desde una esquina armados con fusiles, pero él nunca flaqueó y fue finalmente liberado junto con Bruno.
Aunque famélico y andrajoso, Bruno se mantuvo vivo y, por primera vez, era un hombre libre. Tenía que volver a Berlín. Era más fácil decirlo que hacerlo en el paisaje devastado de la Europa central a finales de 1945. No tuvo más remedio que unirse a una de las interminables columnas de desplazados que volvían a Alemania circundados de escombros y cruzando los puestos de control aliados. Tardó semanas pero al final, un día de invierno, llegó al piso que había contribuido a procurarle a su suegra, en la Reichstrasse 5. Estaba muerto de hambre y escuálido, y sabía muy bien que, como ex oficial de las SS, era casi un fugitivo y tenía que ir derecho a esconderse en la trasera del piso que también servía de consulta. Posiblemente había hecho creer a sus carceleros soviéticos que no era un criminal de guerra, pero aún no estaba a salvo. En aquel momento, ni él ni Ida tenían la menor idea del paradero de Thusnelda y las niñas, y ni siquiera sabían si seguían vivas.
Por atroz que hubiera sido la caída de Praga, no era nada comparada con el destino que había sufrido Berlín en los últimos meses de la guerra. Ida, mi bisabuela, fue el único miembro de la familia que tuvo que vivirlo en carne propia. Tuvo suerte de sobrevivir; se calcula que perecieron 100.000 berlineses, sobre todo mujeres, niños y ancianos. Fueron víctimas de los bombardeos soviéticos y, más adelante, de la destrucción aún más mortífera que perpetraron los proyectiles de corto alcance en las calles y los edificios sospechosos de albergar a francotiradores. Asimismo sufrieron los saqueos de las unidades SS, que daban batidas por las ruinas en busca de desertores, enfermos fingidos, acaparadores de provisiones o soldados que se rendían. De las farolas de la ciudad colgaban los cuerpos putrefactos de las veintenas de personas que, por un motivo u otro, habían caído en manos de las patrullas de fanáticos.
Ida fue uno de los casi tres millones de berlineses que escarbaban en las basuras buscando comida, agua y combustible en una ciudad que ahora vivía mayormente bajo tierra, en sótanos, en las estaciones de metro o hacinadas en las grandes torres antiaéreas del centro. Los que aún conservaban desvanes intactos eran considerados unos privilegiados (era un mito urbano que los soviéticos preferían saquear sólo los bienes de las plantas bajas). Ida tuvo más suerte todavía: su piso estaba incólume y con él la consulta. Como posteriormente bromeaban sus familiares: ni la RAF ni el Ejército Rojo se habían atrevido a dañar el inmueble de aquella imponente matriarca. Otra historia de familia festeja su férrea presencia de ánimo el día en que los soviéticos llegaron a su puerta. Según iban entrando, ella les salía al paso con su bata de dentista y con el torno en la mano. Al parecer, le agradecieron tanto que les examinase sus dientes podridos que la dejaron quedarse.
Tras la rendición formal del 7 de mayo (repetida en Karlshorst, al este de Berlín, para aplacar a Stalin, que detestaba la idea de que los alemanes se hubieran rendido a los aliados occidentales en Reims, Francia), Ida recorría calles que ahora eran irreconocibles. Por todas partes había pancartas y carteles escritos con letras cirílicas; bandas de soldados vagaban a la caza de bicicletas, alfombras, relojes, cualquier cosa que les llamara la atención; había cadáveres insepultos que permanecían semanas donde estaban; calles despanzurradas que dejaban ver las vías del metro; edificios destripados y supervivientes asilvestrados que callejeaban sin tregua en busca de comida o leña. Por el momento Berlín estaba a la merced del imperio soviético, que a los efectos se la había anexionado.
Los meses siguientes, Ida se convirtió en una de las miles de «desescombradoras» forzadas por los soviéticos a limpiar los estragos causados por las bombas (Berlín tenía la séptima parte de todos los escombros de Alemania). Despertada día tras día por las brigadas de trabajo rusas, cuyos megáfonos pregonaban el mensaje «Adelante, mujeres, adelante», Ida ocupaba su puesto en las largas cadenas de
Hausfrauen
de rostro adusto que se abrían camino entre las ruinas. Lenta pero inexorablemente avanzaban a través de las montañas de escombros, amontonando los cascotes y ladrillos en pilas transitables, limpiando las calles hasta que, milagrosamente, primero un autobús y después otros empezaron a circular de nuevo por las calles.
Pero las mujeres de Berlín pagaron un precio distinto por la pérdida de la guerra: las masivas agresiones sexuales. Si Ida fue alguna vez víctima de los predatorios soldados soviéticos, nunca habló al respecto. Habría sido una de las pocas que consiguieron eludirles. Muchos hombres del Ejército Rojo consideraban la violación de las mujeres cautivas no como un botín legítimo de guerra, sino como una venganza justificada por la sangre vertida y la crueldad sufrida en el frente oriental. La edad tampoco habría protegido a Ida, aunque teniendo más de sesenta años se habría ahorrado el destino de otras congéneres obligadas a abortar (normalmente sin anestesia) durante esos primeros seis meses solas. Agravaba su situación el hecho de que estaba completamente sola y no sabía si sus familiares habrían sobrevivido.