El nazi perfecto (31 page)

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Authors: Martin Davidson

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BOOK: El nazi perfecto
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De hecho, el doctor Landsberger tenía realmente los días contados. Nazis endurecidos se enfurecían cada vez más viendo que en Berlín vivían todavía judíos alemanes. Desde los boicoteos de 1933, las leyes de Núremberg de 1935 y los incendios y destrucción de la «Noche de los cristales rotos» en 1938, los nazis habían perseguido a los judíos de todas las formas imaginables. Bruno también había participado en ello, y no sólo con sus belicosos ex camaradas del Sturm 33 de las SA.

Una parte destacada de su cometido como
Landesdienstellenleiter
a la cabeza de los dentistas berlineses consistía en enumerar y llevar la cuenta de los judíos que seguían ejerciendo en la capital. En 1938 habían autorizado a unos pocos a seguir atendiendo a sus pacientes, pero únicamente judíos. En 1942 hasta esto se consideraba intolerable. ¿Cómo es posible que esos judíos sigan viviendo aquí?, clamaba la prensa nazi. Sobre todo en un momento en que los bombardeos se habían hecho más frecuentes y se necesitaban pisos de repuesto para las familias arias cuyas viviendas habían sido destruidas. Para rematarlo, Hitler había encargado a Albert Speer que empezase a trabajar en reconstruir Berlín como «Germania», un proyecto descomunal que exigía nivelar miles de edificios, aumentando la presión sobre el parque inmobiliario. Era hora de expulsar a los judíos, no sólo porque se les consideraba monstruos raciales, sino para liberar inmuebles valiosos. Y esto incluía a dentistas judíos. La oficina de Bruno confeccionó listas de nombres y direcciones que entregó a la Gestapo, y comenzó el cerco.

Mientras investigaba el papel de Bruno como dentista nazi, encontré una tesis de doctorado escrita a finales de los años noventa por un ortodoncista berlinés e historiador a tiempo parcial llamado Michael Kohn. Era un texto insólito. Kohn se había propuesto averiguar la identidad de cada dentista judío de Berlín: su edad, dirección y —lo más aciago— el destino que había sufrido a manos de los nazis. En la lista figuraban nombres como R. Isidor Seligman, nacido el 3 de abril de 1867 en Berlín; consulta situada en Charlottenburg, Mommsenstrasse 39; declarado dentista sólo de pacientes judíos hasta 1942; «asesinado en 1943 en Theresienstadt». O el doctor Herbert Ritter, nacido el 6 de octubre de 1887 en Preussisch-Friedland, Prusia Occidental; consulta situada en el suroeste de Berlín, Charlottenburg 74; «deportado a Auschwitz el 6 de marzo de 1943 y desaparecido». El doctor Walter Oscher, nacido el 16 de abril de 1912 en Königsberg, consulta en Neue Promenade 7; fue «enviado a Auschwitz; destino desconocido». La doctora Käthe Klein, nacida en 1907, consulta en la Kurfürstendamm 50; debido a sus raíces judías le fue retirada la licencia de ejercer como dentista; «destino desconocido». O el doctor Hermann Hirsekorn —más tarde se hizo llamar Hirst—, nacido el 28 de enero de 1903 en Wronke; consulta en Levetzowstrasse 22, al noroeste de Berlín; el 29 de junio de 1933 le retiraron el derecho a trabajar en el sistema de seguridad nacional a causa de sus raíces judías; «emigró a Glasgow», probablemente en junio de 1936; consta en el registro de los dentistas ingleses desde el 27 de abril de 1937; murió allí el 23 de octubre de 1982.

Sin embargo, había una referencia concreta que saltaba fuera de la página: Hartmann Levy; nacido en Posen, Polonia, en 1882, «se suicidó [
Freitod
] en octubre de 1942». Pero no fue el nombre lo que me hizo dar un salto; era la dirección de su consulta:
Berlin Charlottenburg, Reichsstrasse 5
. La reconocí al instante: era donde Ida, mi bisabuela, había vivido durante la guerra y donde había tenido su consulta. No es difícil imaginar lo que había ocurrido. Tras el suicidio de Levy, Bruno, como jefe de la asociación de dentistas, estaba en una posición privilegiada para saber que últimamente había habido consultas vacantes en Charlottenburg. ¿Qué podía ser más natural que expropiarlas en favor de su suegra agradecida e instalarla en un local totalmente nuevo? Era otro ejemplo más entre miles de propiedades, dinero y bienes judíos robados y repartidos. En 1942, Bruno no se engañaría sobre la suerte que aguardaba a quienes como Levy habían sido designados para la deportación. Estaban haciendo redadas de judíos y los embarcaban en trenes con destino a Theresienstadt, un extenso campo de concentración en Checoslovaquia, y después los enviaban a una serie de campos diversos, entre ellos Auschwitz, donde los gaseaban a la llegada o se les ofrecía un aplazamiento temporal si les «seleccionaban» para trabajar como esclavos en las fábricas circundantes.

Naturalmente, se suponía que todo esto se mantenía en secreto a la población. Pero no a Bruno. Tenía que saber exactamente adónde iban los dentistas judíos porque el SD (al que pertenecía) se ocupaba de concebir, desarrollar y contribuir a aplicar esta nueva etapa de la guerra nazi contra los judíos. En efecto, por la época en que Hartmann Levy se suicidó, cuando se estaba imprimiendo la reseña del doctor Landsberger en la guía telefónica, ya se había traspasado un umbral. Lo que empezó siendo la Operación Barbarroja —la invasión de la Unión Soviética— estaba a punto de convertirse en el Holocausto. El suicidio del doctor Levy le convertía en víctima no de la «cuestión judía», sino de su «solución final». El SD de Bruno había sentado los cimientos para la transición de la persecución al asesinato en masa; para 1942, el Holocausto estaba finalmente en pleno desarrollo.

Un año antes, en junio de 1941, los nazis habían tomado dos decisiones estratégicas respecto al frente oriental. En primer lugar, entre los enemigos se incluirían a todos los seres humanos, no sólo a los que llevaran uniforme. Todos los eslavos, y en especial los rusos, eran enemigos de raza, empuñaran o no armas contra la Wehrmacht. Esto era más categóricamente cierto con respecto a los judíos que vivían allí. En segundo lugar, sabían que el combate se entablaría en un paisaje cuya vasta extensión era inabarcable. A diferencia de Francia, Rusia era inmensa, deshabitada y lejana. Prácticamente era una guerra en sí misma proteger el rápido avance de la Wehrmacht de ataques por la retaguardia. Aquel desierto de estepas, bosques, pantanos y pueblos aislados era un territorio perfecto para partisanos, pero el plan de las SS consistía en barrer a las poblaciones autóctonas. El acto mismo de eliminarlas significaría para ellos reforzar la «germanidad» de la tierra conquistada. Hitler exultaba por el hecho de que Stalin hubiese ordenado una guerra partisana porque «nos da la oportunidad de exterminar a cualquiera que se interponga en nuestro camino [
was sich gegen uns stellt
]. Naturalmente, hay que pacificar la extensa región lo más rápido posible…».
[215]

La Wehrmacht no podía internarse velozmente en territorio ruso ni consolidar su creciente retaguardia. Hacía falta una fuerza nueva para someter el terreno recién conquistado. No se necesitarían grandes contingentes, desde luego nada comparable a los tres millones de hombres de la Wehrmacht, porque sus víctimas estarían inmovilizadas y desarmadas. El SD respondió al llamamiento creando unidades operativas especiales, llamadas
Einsatzgruppen
, dirigidas por intelectuales del SD, muchos de los cuales habían sido los superiores de Bruno en su época en la Amt II. Entre ellos había hombres como el doctor Otto Ohlendorf, el doctor Martin Sandberger, el profesor Franz Six, el doctor Walter Blume y el doctor Erich Ehrlinger, todos ellos doctorados y anteriormente consagrados a un papeleo selecto en el SD. Su brillantez académica no fue óbice para sus campañas de exterminio y aniquilación racial.

En cuanto a los
Einsatzgruppen
, no había diferencia entre la guerra contra los partisanos y la limpieza étnica, porque se consideraba idénticos a los insurgentes y los judíos. Como dijo Arthur Nebe, comandante del
Einsatzgruppen
B: «Donde hay partisanos hay judíos y donde hay judíos hay partisanos.»
[216]
Su homólogo en el
Einsatzgruppen
D, Otto Ohlendorf, lo resumió con igual energía: «El objetivo era liberar la retaguardia del ejército matando a judíos, gitanos y activistas comunistas.»
[217]
No tenían intención de hacer distinciones.

Hitler ya estaba meditando sobre el futuro «jardín edénico» que construiría en el Este. Himmler calculó, con displicente brusquedad, que habría que desplazar, posiblemente a Siberia, a treinta y un millones de personas para allanar el camino a aquel nuevo paraíso, ya que muchas morirían sin duda debido a causas «naturales». Al final resultó mucho más fácil que los pelotones de fusilamiento resolvieran el problema. La idea de Siberia cayó en el olvido. Ciudad tras ciudad, pueblo tras pueblo, las unidades alemanas, tanto la Wehrmacht como los
Einsatzgruppen
, tomaron al pie de la letra la advertencia de Hitler: «La mejor manera de llevar a cabo la pacificación […] será fusilar incluso a todos los que nos miren de soslayo.»
[218]
Era posible germanizar el territorio ruso, pero no a sus habitantes, sobre todo judíos.

Al principio, los
Einsatzgruppen
mataron a centenares; pero no por mucho tiempo. El recuento de víctimas pronto ascendió a millares y se abandonó toda apariencia de que aquello fuera una medida preventiva contra los partisanos. El SD de Bruno cobró vida propia, emergió de una relativa oscuridad dentro de las SS, renunció a su función de compilador de datos nacionales y, tal como siempre se propuso hacer Heydrich, asumió la tarea de ejecutar hasta el grado más extremo la política nazi sobre los judíos.

Aún quedaba lo peor. Para septiembre-octubre de 1941, los escuadrones de la muerte del SD, como llegaron a llamarse, habían cruzado otro umbral. Era ya una práctica generalizada incluir en las ejecuciones a todos los judíos capturados: también a las mujeres y los niños. Las rutinarias ejecuciones masivas se contaban por decenas de miles. «A finales de septiembre [de 1941], los hombres de Jeckeln, Blobel y Reichenau alcanzaron la cumbre de su colaboración genocida asesinando a más de 33.000 judíos —hombres, mujeres y niños— en el barranco de Babi Yar, cerca de Kiev. Durante el mes de agosto, las unidades del HSSPF sur informaron de un total de 44.125 muertes; a mediados de octubre esta cifra había sobrepasado los 100.000 hombres, mujeres y niños.»
[219]

No sólo se trataba de defender a la Wehrmacht de potenciales ataques de contrainsurgentes; se convencieron ellos mismos de que había que «proteger» a la generación siguiente de la venganza judía. Fue un puro genocidio. Ya no respetaban a las mujeres y niños. Los consideraban «futuros vengadores posibles», y Himmler ordenó que los incluyeran en las matanzas. En julio, por ejemplo, el Einsaztkommando 3 fusiló a 135 mujeres de entre 4.239 judíos «ejecutados». Para septiembre este número había aumentado drásticamente: de los 56.459 judíos asesinados aquel mes, 26.423 eran mujeres y 15.112 niños.
[220]
Aún no era totalmente la «solución final», pero llevaba camino de convertirse en una.

La onda expansiva de la brutalidad de la guerra y la aniquilación del frente oriental envolvió a Alemania a finales de 1941 y alcanzó nuevas cumbres de furor antisemita en muchos fanáticos del partido. Les enfurecía la incoherencia que parecía existir entre el frente oriental, donde se asesinaba sin restricciones a millares de judíos, y la situación en la patria alemana, donde la «cuestión judía» estaba enredada en nudos administrativos. Los activistas berlineses del partido, y también el SD, trataban de aprovechar iracundamente el ímpetu homicida en el Este para imponer similares medidas antisemitas radicales en todo el resto del Tercer Reich, y especialmente en la propia Alemania. ¿De qué servía aquella guerra, con todos sus sacrificios, si no podían aprovechar la ocasión de un ajuste de cuentas definitivo con los objetos de su máximo odio? Lejos de distraerles, la lucha en Rusia, a miles de kilómetros, intensificaba su antisemitismo.

Antes del final de 1940, la supuesta «solución» de la cuestión judía siempre se había abordado como una forma u otra de emigración forzosa, primero a países a los que se pudiera convencer de que admitieran a los judíos, como Gran Bretaña, Suiza, Argentina o Estados Unidos, y luego, cuando se vio que esto era imposible, se empezó a pensar en vertederos alternativos. Durante un breve tiempo, la opción predilecta había sido la isla tropical de Madagascar, en la costa sureste de África. La guerra detuvo estas conjeturas. Las vías de escape anteriores ya estaban atascadas. Si los judíos no podían quedarse en Alemania habría que expedirlos al Este, a Polonia, a pesar de las objeciones formuladas por el
Gauleiter
local nazi, alegando que no había sitio ni comida para acogerles.

El
Gauleiter
empezó a presionar a Hitler con una furia vesánica, exigiéndole que tomase una decisión a este respecto. No obstante toda su determinación para garantizar que los judíos no tuvieran porvenir en la Europa nazi, Hitler se andaba con rodeos sobre el destino que había que asignarles. Pero estaba dispuesto a comenzar por un estigma visual. A partir de septiembre de 1941, todos los judíos tenían que llevar una estrella amarilla. Las encuestas del SD sobre la reacción pública informaron de la buena acogida que los alemanes (no judíos) dispensaron a esta medida, pero otros miembros del SD no querían renunciar a su aspiración de zanjar de una vez por todas la cuestión judía.

El SD tenía que resolver otro problema: ¿habría que persuadir al Führer de que permitiera que las matanzas se extendiesen a todo el territorio del Reich, en vez de limitarse al frente oriental, como hasta entonces? Ni siquiera las más mortíferas tácticas de los
Einsatzgruppen
aseguraban la perspectiva de una «solución final». Ni los nazis más fanáticos creían factible fusilar a miles de judíos en las afueras de París, Amsterdam, Frankfurt o Berlín. Podría haber sido aceptable en la oscuridad exterior del lejano Este, pero no en el Oeste civilizado, a la vista del resto del mundo.

Había otro problema. Por espectaculares que fuesen las estadísticas, los fusilamientos no bastaban. Los pelotones de ejecución habían tocado techo respecto a las posibilidades de unos cuantos miles de hombres con balas y fosas abiertas, y estaban lejos de conseguir el exterminio total. Los verdugos tenían los nervios destrozados: no surtían efecto las «veladas de camaradería» ordenadas por Himmler para aliviar el trauma de disparar a quemarropa a hombres, mujeres y niños indefensos, y al solícito Reichsführer le apenaba presenciar la angustia de sus unidades especiales.

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