—Desde luego; es muy posible. Me imagino que podría haber tenido una conducta histérica, o incluso violenta, y doblar la rodilla del cadáver con la absurda idea de enderezarlo y que quedara más presentable. Y después marcharse y fingir que no había pasado nada. Que conste que no estoy diciendo que fuera así, pero no me cuesta trabajo pensarlo. Y por eso creí que era mejor no decir nada. Sacarlo a la luz sería algo muy desagra… algo muy angustioso para la gente, y podría hacer un daño indecible a esa persona con problemas de nervios si la interrogáramos. Más vale dejarlo como está. No hay nada extraño en la muerte; de eso tengo la certeza. Y con respecto a lo demás… nos debemos a los vivos; no podemos ayudar a los muertos.
—Así es. Pero te voy a decir una cosa: voy a ver si averiguo… creo que podemos llamar a las cosas por su nombre… si George Fentiman estuvo solo en algún momento en el salón de fumadores durante ese día. A lo mejor alguno de los criados se dio cuenta. Me parece la única explicación posible. Bueno, gracias por tu ayuda. Ah, por cierto: dijiste que el
rigor mortis
empezaba a desaparecer cuando encontramos el cadáver… ¿Era para disimular o sigues manteniéndolo?
—Empezaba a desaparecer en la cara y la mandíbula, y a medianoche ya había desaparecido por completo.
—Gracias. Otro hecho a tener en cuenta. A mí me gustan los hechos, y en este caso me molesta los pocos que hay. ¿Te tomas otro whisky?
—No, gracias. Tengo que ir a la consulta. Ya nos veremos. ¡Hasta luego!
Wimsey se quedó unos momentos fumando pensativamente después de que el médico se hubo marchado. Volvió la silla hacia la mesa, cogió una hoja de papel de la bandeja y se puso a escribir unas notas sobre el caso con su pluma estilográfica. No había avanzado mucho cuando uno de los criados del club entró y comenzó a mirar en todos los cubículos, buscando a alguien.
—¿Me buscaba, Fred?
—El criado de su señoría está aquí, milord, y dice que quizá desee que se le avise de su llegada.
—Muy bien. Ya voy.
Cogió el papel secante para secar las notas. De repente le cambió la cara. La esquina de una hoja sobresalía un poco. Siguiendo el principio de que nada es demasiado pequeño para no prestarle atención, Wimsey metió un dedo inquisitivo entre las páginas y extrajo el papel. Tenía algo escrito, sumas de dinero garabateadas con mano temblorosa. Wimsey lo observó atentamente unos momentos y agitó el secante para ver si había algo más. Después dobló la hoja, cogiéndola con sumo cuidado por los extremos, y la metió en un sobre que guardó en su cartera. Al salir de la biblioteca se encontró con Bunter, que lo esperaba en el vestíbulo, cámara y trípode en mano.
—Ah, ya has venido, Bunter. Un momento, que voy a ver al secretario.
Se asomó al despacho y vio a Culyer inmerso en unas cuentas.
—Ah, Culyer, buenos días, etcétera… Sí, es un asco lo bien que estoy de salud, gracias, como siempre… Esto… ¿recuerdas que Fentiman la diñó sin la menor consideración hace poco?
—No voy a olvidarlo fácilmente —respondió Culyer torciendo el gesto—. He recibido tres notas de reclamación de Wetheridge: la primera, porque los criados no lo notaran antes, que si son una panda de granujas y todo lo demás; la segunda, porque los de la funeraria tuvieron que pasar con el ataúd junto a su puerta y lo molestaron, y la tercera, porque se presentó el abogado de no sé quién y le estuvo haciendo preguntas; aparte de ciertas vagas alusiones al hecho de que los teléfonos estuvieran estropeados y de que faltara jabón en el cuarto de baño. Quién me mandará a mí ser secretario.
—No sabes cuánto lo siento —replicó Wimsey con sonrisa burlona—. No he venido para crear problemas.
Au contraire
, como contestó el hombre en el golfo de Vizcaya cuanto le preguntaron si había cenado. El caso es que hay un poco de confusión con el momento exacto en que el vejete pasó a mejor vida (bueno, esto es absolutamente confidencial), y estoy investigando un poco. No quiero que se monte un escándalo, pero me gustaría sacar unas cuantas fotografías del lugar, para echarle un vistazo desde lejos y contemplar la configuración del terreno con mi vista de lince, ¿sabes? Está aquí mi criado, con la cámara de fotos. ¿Te importa hacer como si fuera alguien del
Twaddler
o de
Picture News
o lo que sea, y darle permiso oficial para que se dé unas vueltas por ahí con sus cosas?
—No te hagas el misterioso, idiota… Sí, qué le vamos a hacer. Aunque ni siquiera me planteo cómo van a darte pistas unas fotografías tomadas hoy sobre el momento en que tuvo lugar una muerte hace diez días. Pero una cosa… ¿Es todo claro, sin tapujos? Porque no queremos que…
—Por supuesto que no. Esa es la idea, que sea absolutamente confidencial… Sumas de hasta cincuenta mil libras solo con letra a su propio cargo, con entrega en sencillos furgones, sin necesidad de testigos. Confía en el pequeño Peter.
—De acuerdo. ¿Qué quieres que haga?
—No quiero ir por ahí con Bunter y que se descubra el pastel. ¿Puede pasar por aquí?
—Por supuesto.
Enviaron un criado a buscar a Bunter, que se presentó imperturbable, correcto, impecable. Wimsey lo inspeccionó y movió la cabeza.
—Lo siento, Bunter, pero no te pareces en nada a un fotógrafo profesional del
Twaddler
. Ese traje gris oscuro está bien, pero no has conseguido esa mala pinta que distingue a los gigantes de Fleet Street. ¿Te importaría meterte todos esos chasis en un bolsillo, y unas cuantas lentes y chismes en el otro, y alborotarte un poquito tus varoniles rizos? Así está mejor. ¿Por qué no tienes manchas de pirocatecol en el pulgar y el índice de la mano derecha?
—Milord, lo atribuyo fundamentalmente a la circunstancia de que prefiero la hidroquinona cuando se trata del revelado.
—Vale, pero alguien de fuera no se va a dar cuenta de una cosa así. Un momento. Culyer, me parece que tienes ahí una pipa muy jugosa. A ver, un filtro.
Wimsey metió el instrumento con fuerza por la boquilla de la pipa y sacó un montón de sustancia parduzca, oleaginosa, repugnante.
—Intoxicación por nicotina, Culyer… De eso te vas a morir si no te andas con cuidado. A ver, Bunter. Embadurnándote debidamente las yemas de los dedos, se conseguirá el efecto deseado. Mira, el señor Culyer va a acompañarte. Quiero una foto del salón de fumadores desde la entrada, un primer plano de la chimenea, con el sillón donde solía sentarse el general Fentiman, y otra desde la puerta de la antesala que da a la biblioteca. Otra desde la antesala hasta la biblioteca, o tomas detalladas del cubículo del extremo de la biblioteca desde todos los ángulos. Después, quiero dos o tres panorámicas del vestíbulo, y una foto del guardarropa: pídele al encargado que te enseñe cuál era la percha en la que el general solía colgar sus cosas y que salga en la fotografía. Eso es todo de momento, pero puedes fotografiar todo lo que te parezca necesario para disimular. Y quiero todos los detalles que puedas obtener, de modo que enfoca lo que sea y tómate el tiempo que necesites. Andaré por ahí cuando termines, y más vale que traigas más placas, porque nos vamos a otro sitio.
—Lo que usted ordene, milord.
—Ah, a propósito, Culyer. El médico avisó a una señora para que amortajara al general, ¿verdad? ¿No recordarás por casualidad cuándo llegó?
—Alrededor de las nueve de la mañana del día siguiente, creo.
—¿Y no tendrás anotado su nombre?
—No creo, pero sé que era empleada de la funeraria Merrit’s… la que está junto a Shepherd’s Market. Probablemente podrán ponerte en contacto con ella.
—Mil gracias, Culyer. Bueno, desaparezco. Adelante, Bunter.
Wimsey se quedó unos momentos pensando; después atravesó el salón de fumadores, intercambió en silencio un saludo con un par de los ex combatientes allí reunidos, cogió el
Morning Post
y buscó un sitio donde sentarse. El gran sillón orejero seguía frente a la chimenea, pero por un vago sentimiento de respeto por el muerto seguía vacío. Wimsey se acercó y se dejó caer con pereza sobre el mullido asiento. Un ex combatiente que estaba al lado lo miró furioso y pasó ruidosamente las páginas de
The Times
. Wimsey no hizo caso de aquellas señales y se atrincheró tras su periódico. El ex combatiente volvió a arrellanarse en su asiento, murmurando que si «estos jóvenes» y que si «ya no hay vergüenza». Wimsey se quedó impertérrito; no se movió ni siquiera cuando entró un fotógrafo del
Twaddler
, acompañado por el secretario, para hacer fotos del salón de fumadores. Unas cuantas personas demasiado sensibles se retiraron ante semejante irrupción. Wetheridge se dirigió bamboleándose y refunfuñando hacia la biblioteca. Wimsey vio con no poca satisfacción cómo la cámara lo perseguía implacablemente hasta aquella fortaleza.
Un camarero se acercó a lord Peter a las doce y media para decirle que el señor Culyer querría hablar con él unos momentos. En el despacho, Bunter informó del trabajo realizado y lo despacharon para que almorzara y se hiciera con más placas. Wimsey bajó enseguida al comedor, donde se encontró a Wetheridge ya acomodado, dándole la primera estocada a un cuarto trasero de añojo y quejándose del vino. Wimsey se aproximó a él con parsimonia, lo saludó efusivamente y se sentó a la misma mesa.
Wetheridge dijo que hacía un tiempo horroroso. Wimsey le dio la razón amablemente. Wetheridge dijo que era escandaloso, teniendo en cuenta lo que se pagaba por la comida en aquel sitio, que no te dieran nada decente de comer. Wimsey, a quien adoraban el jefe de cocina y los camareros por igual porque sabía apreciar la buena comida y a quien habían servido el mejor corte de carne sin necesidad de haberlo pedido, también compartía esa opinión. Wetheridge dijo que aquella mañana lo había perseguido por todo el club un fotógrafo del demonio y que era imposible vivir en paz con la condenada publicidad. Wimsey añadió que todo se hacía en aras de los anuncios, y que los anuncios eran la maldición de la época. No había más que mirar los periódicos: solo anuncios, de la primera a la última página. Wetheridge dijo que en su época, pardiez, un club respetable habría despreciado los anuncios y que recordaba cuando los periódicos eran para caballeros y los dirigían caballeros. Wimsey dijo que ya nada era como antes y que pensaba que se debía a la guerra.
—Una dejadez de mil demonios, eso es lo que es —replicó Wetheridge—. El servicio en este club es una vergüenza. Ese tipo, Culyer, no sabe hacer su trabajo. Esta semana es el jabón. ¿Será posible que ayer no hubiera ni una pizca, pero que ni una pizca, en el baño? Tuve que llamar para que lo llevaran. Me retrasé para la cena. La semana pasada fue el teléfono. Tenía que comunicarme con alguien de Norfolk. El hermano había sido amigo mío… Lo mataron el último día de la guerra, media hora antes de que dejaran de disparar los cañones… Deplorable. Siempre llamo el día del Armisticio, ya sabe, para decir unas palabras… ¡Ejem!
Tras haber hecho gala tan inopinadamente del aspecto más blando de su carácter, Wetheridge volvió a sumirse en el silencio, resoplando.
—¿No pudo comunicar, señor? —preguntó Wimsey, sensible.
Le interesaba cuanto hubiera ocurrido el día del Armisticio en el Bellona Club.
—Sí me comuniqué —respondió Wetheridge con aire taciturno—. Pero ¡maldita sea!, tuve que bajar al guardarropa para llamar desde una de las cabinas. No quería andar esperando en el vestíbulo, con tanto imbécil entrando y saliendo, contando absurdas anécdotas. No sé por qué una celebración nacional tan solemne tiene que servir de excusa para que esos idiotas se reúnan para hablar de estupideces.
—Sencillamente repugnante. Pero ¿por qué no les pidió que le pasaran la llamada a la cabina junto a la biblioteca?
—¿No se lo estoy diciendo? Ese maldito chisme no funcionaba. Con un aviso enorme pegado encima tan tranquilamente: «Aparato averiado». Así, sin más. Ni excusas ni nada. A eso lo llamo yo repugnante. Le dije al tipo de la centralita que era una vergüenza, y me dijo que él no había colocado el aviso, pero que tomaría nota.
—Por la tarde sí funcionaba, porque vi al coronel Marchbanks hablando —dijo Wimsey.
—Ya sé que funcionaba. Y después, ¡caray si sonó el trasto ese, venga a sonar cada poco tiempo durante toda la mañana siguiente! Un ruido para sacarte de quicio. Cuando le dije a Fred que lo solucionase, me soltó que era la compañía telefónica, que estaba comprobando la línea. No tienen por qué montar semejante escándalo. ¿Por qué no lo comprueban en silencio? Eso es lo que me gustaría saber.
Wimsey dijo que el teléfono era un invento diabólico. Wetheridge acabó de almorzar rezongando y se marchó. Wimsey volvió al vestíbulo, donde encontró al conserje auxiliar en su puesto y se presentó.
Sin embargo, Weston no le sirvió de ayuda. No se había percatado de la llegada del general Fentiman el día 11. No conocía a muchos miembros del club, ya que acababa de empezar a ejercer sus funciones. Le parecía extraño no haber reparado en tan venerable caballero, pero el hecho es que así había ocurrido. Lo lamentaba profundamente. Wimsey supuso que a Weston le molestaba haberse perdido la oportunidad de gozar de cierta celebridad. Se había perdido la primicia, como se dice en la prensa.
Y el portero tampoco lo ayudó gran cosa. La mañana del 11 de noviembre había sido muy ajetreada. Había estado entrando y saliendo continuamente de su pequeña caseta de cristal, guiando a los invitados para que encontrasen a los miembros del club a los que querían ver, repartiendo cartas y charlando con algunos miembros que vivían en el campo y a quienes en las contadas ocasiones en las que iban al Bellona les gustaba «un ratito de charla con Piper». No recordaba haber visto al general. Wimsey empezó a pensar que debía de haber existido una confabulación para no ver al anciano en la última mañana de su vida.
—Tú no crees que no apareciera por aquí, ¿verdad, Bunter? —preguntó—. Es decir, que anduviera por ahí invisible pero intentando comunicarse, como el desventurado fantasma de ese cuento que escribió no sé quién.
Bunter se inclinaba por rechazar el enfoque parapsicológico del asunto.
—El general tuvo que estar aquí corporalmente, milord, puesto que había un cuerpo.
—Cierto —reconoció Wimsey—. Me temo que no hay explicación convincente para el cuerpo. Supongo que eso significa que tendré que interrogar a cada uno de los miembros de este odioso club por separado, pero de momento creo que lo mejor será que vayamos a casa del general a buscar a Robert Fentiman. Weston, llámeme un taxi, por favor.