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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Clásico

El misterio de la jungla negra (4 page)

BOOK: El misterio de la jungla negra
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Al entrar la muchacha, Tremal-Naik había retrocedido hasta la monstruosa estatua de bronce.

—¡Ada! ¡Ada! ¡La aparición de la jungla! —exclamó con voz alterada.

No supo decir nada más y se quedó allí, callado, extasiado, mirando a aquella soberbia criatura que continuaba observándolo con profundo terror. Inesperadamente la muchacha dio un paso, dejando caer al suelo el amplio
sari
de seda ribeteado por una ancha franja de dibujos azules que la cubría como una gran capa. La envolvió un haz de luz deslumbrante.

Aquella joven estaba literalmente cubierta de oro y piedras preciosas de inestimable valor. Le colgaban del cuello muchos collares de perlas y diamantes del tamaño de nueces y grandes brazaletes en los que brillaban las piedras preciosas, que le adornaban los brazos desnudos; una coraza de oro incrustada de diamantes y adornada en el medio por la misteriosa serpiente con cabeza de mujer le cubría el busto; un ancho chal de cachemira bordado en plata le ceñía las caderas y los anchos calzones de seda blanca que le bajaban hasta los pies pequeños y desnudos estaban sujetos en los tobillos por aros de coral de un hermoso color rojo. Un rayo de sol que había entrado por una estrecha abertura al iluminar aquella abundancia de oro y brillantes había sumergido inesperadamente a la jovencita en un mar de luz cegadora.

Tremal-Naik la miraba fascinado.

—¡La visión! ¡La visión! —repitió por segunda vez.

La muchacha miró a su alrededor, turbada, y se llevó un dedo a los labios, como para indicarle que callara; después caminó directamente hacia él.

—¡Desventurado! —dijo con miedo—. ¿Por qué has venido aquí?

El cazador de serpientes había caído de rodillas ante ella, casi sin quererlo.

—Soy Tremal-Naik, el cazador de serpientes, y haré cualquier cosa por ti, aunque tenga que exterminar a todos los que te tienen prisionera.

—No hables así, Tremal-Naik.

—¿Por qué…? Oye, muchacha: yo no había visto nunca una cara de mujer en mi jungla poblada sólo por los tigres. Cuando te vi por primera vez a los últimos rayos de sol del atardecer, detrás de aquel matorral de musenda, me estremecí hasta el fondo de mi corazón. Me pareciste una divinidad bajada del cielo.

—¡Calla! ¡Calla! —replicó con voz entrecortada la joven, escondiendo la cara entre las manos.

—¡No puedo callar! —exclamó Tremal-Naik. —Cuando desapareciste me pareció que me arrancaban algo del corazón. Me bailaba ante los ojos tu imagen, la sangre corría más rápida por mis venas y parecía que me hubieras embrujado.

—¡Tremal-Naik! —murmuró con ansia la muchacha.

—Pasaron quince días. Todos los días al ponerse el sol te volvía a ver detrás de aquel matorral y me sentía feliz junto a ti; me sentía transportado a otro mundo, parecía otro hombre. Tú no me hablabas, pero me mirabas, y eso me bastaba.

Se detuvo jadeante y la muchacha le miró con ojos humedecidos.

—¿Por qué has venido, desdichado, a remover en mi corazón una vana esperanza? ¿No sabes que este lugar es maldito, está prohibido sobre todo a quien amo?

—¿Entonces es cierto que me amas? ¿Es cierto que venías cada tarde detrás de la musenda porque me amabas? —preguntó Tremal-Naik—. ¿Qué importa que sea un lugar maldito? Yo soy fuerte, tan fuerte que por ti derribaría este templo y destrozaría ese horrible monstruo ante el cual viertes perfumes.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo vi anoche.

—¿Estabas aquí anoche?

—Sí, estaba aquí, o, mejor dicho, allí arriba, agarrado a aquella lámpara, precisamente sobre su cabeza.

—Pero, ¿quién te trajo al templo?

—La suerte, o, para ser más precisos, el lazo de los hombres que habitan esta tierra maldita.

—¿Te han visto?

—Me han perseguido.

—¡Ah! ¡Estás perdido, desdichado! —exclamó la muchacha con desesperación.

Tremal-Naik se lanzó a su encuentro.

—Dime, ¿qué misterio es éste? —preguntó—. ¿Porqué tanto terror? ¿Qué significa esa monstruosa figura que necesita perfumes? ¿Qué ese pez dorado que nada en la balsa? ¿Qué significa esa serpiente con la cabeza de mujer que llevas esculpida en la coraza? ¿Qué son esos hombres que estrangulan a sus semejantes y viven bajo tierra? ¡Lo quiero saber, Ada!

—No me preguntes, Tremal-Naik. ¡Si supieras el terrible destino que pesa sobre mí!

—Pero yo soy fuerte.

—¿De qué sirve la fuerza contra esos hombres? Te destrozarán como a un bambú. ¿No desafían también al poder de Inglaterra? Son fuertes, Tremal-Naik, y tremendos.

—¿Pero quiénes son?

—No puedo decírtelo.

—Entonces… ¡desconfías de mí! —exclamó Tremal-Naik con rabia.

—¡Tremal-Naik! ¡Tremal-Naik! —murmuró la infeliz jovencita con acento desconsolado. —Pesa sobre mí una condena terrible, espantosa, que cesará sólo cuando muera. Yo te amo, valiente hijo de la jungla, pero…

—Júralo ante ese monstruo.

—¡Lo juro! —dijo la joven tendiendo la mano hacia la estatua de bronce.

—¡Jura que serás mi mujer…!

Las facciones de la muchacha se contrajeron súbitamente.

—Tremal-Naik —murmuró con voz apagada, —quisiera ser tu mujer, pero el día en que un hombre me toque el lazo de los vengadores acabará con mi vida.

El llanto ahogó su voz y su cara se llenó de lágrimas. Tremal-Naik lanzó un sordo rugido y apretó los puños.

—¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó, profundamente conmovido. —Tus lágrimas me hacen daño. Dime lo que he de hacer; manda y yo te obedeceré como un humilde esclavo. ¿Quieres que te lleve lejos de aquí?

—¡Oh, no, no! —exclamó la joven con terror—. Significaría la muerte de ambos.

La jovencita callaba, sollozando. Tremal-Naik la atrajo suavemente hacia sí e iba a hablar cuando fuera resonó la aguda nota del
ramsinga.

—¡Huye! ¡Huye, Tremal-Naik! —exclamó la muchacha, fuera de sí por el miedo—. ¡Huye o estamos perdidos!

—¡Maldita trompeta! —bramó Tremal-Naik apretando los dientes sin moverse.

—¡Huye, desdichado, huye!

Por toda respuesta, Tremal-Naik recogió la carabina que estaba en el suelo, y la armó. La muchacha comprendió que aquel hombre era imperturbable.

—¡Ten piedad de mí! —dijo con angustia.

—Juro ante mi dios que mataré al primer hombre que se atreva a levantarte la mano —declaró el cazador de serpientes.

—Entonces quédate, pues no puedo convencerte. ¡Te salvaré yo! —decidió la joven.

Recogió su
sari
y se dirigió hacia la puerta por la que había entrado. Tremal-Naik se lanzó hacia ella para detenerla.

—¿Adonde vas? —le preguntó.

—A recibir al hombre que va a llegar y a impedirle que entre aquí. Volveré contigo a medianoche. Entonces se cumplirá la voluntad de los dioses y quizás… huyamos.

—¿Cómo te llamas?

—Ada Corishant.

La jovencita se envolvió en el
sari,
miró por última vez con ojos húmedos a Tremal-Naik y salió conteniendo un sollozo.

LA CONDENA A MUERTE

Ada salió de la pagoda, todavía conmovida, con la cara húmeda de lágrimas pero con ojos que brillaban con altivez, y entró en un pequeño salón cubierto de esteras pintadas y decorado con monstruosas divinidades, parecidas a las ya descritas. No faltaban en la habitación la serpiente con cabeza de mujer, la estatua de bronce de horribles facciones y la balsa de mármol blanco con el pececillo amarillo.

Había entrado ya un hombre, que se paseaba de un lado a otro con visible impaciencia. Era un indio de gran estatura, delgado como un bastón, de facciones enérgicas, mirada relampagueante y feroz y barbilla cubierta por una pequeña barba negra y enmarañada. Llevaba una rica capa de seda amarilla bordada en oro, con un misterioso emblema en medio. Sus brazos, desnudos, estaban cubiertos de cicatrices blancas y curiosos signos, indescifrables hasta para un indio.

Al ver a Ada el hombre se detuvo de golpe, lanzándole una mirada de un brillo extraño, y sus labios esbozaron una mueca que infundía miedo.

—Salve, Virgen de la pagoda —dijo arrodillándose ante la jovencita.

—Salve, gran jefe predilecto de la divinidad —replicó Ada con voz temblorosa.

Ambos callaron, mirándose fijamente.

—Virgen de la pagoda sagrada —dijo finalmente el indio, —corres un gran peligro.

Ada se estremeció. El acento del indio era sordo y misterioso.

—¿Dónde estuviste anoche? Me dijeron que entraste en la pagoda.

—Es cierto. Me mandaste perfumes y los derramé a los pies de tu divinidad.

—Querrás decir de nuestra divinidad.

—Sí, de la nuestra —se corrigió la joven entre dientes.

—¿Qué has visto en la pagoda?

—Nada.

—Virgen de la pagoda, corres un gran peligro —repitió el indio con voz todavía más amenazadora—. ¡Lo he descubierto todo!

Ada dio un paso atrás, lanzando un grito de terror.

—¡Sí —prosiguió el indio con rabia—, lo he descubierto todo! Amas a un nombre que viste en la jungla negra. Ese hombre desembarcó anoche en nuestro territorio y después de atacarnos, después de haber cometido un horrible delito, desapareció, pero yo sé que entró en la pagoda y no voy a dejar que nos engañe.

—¡Mientes! ¡Mientes! —exclamó la desventurada muchacha.

—Ése hombre no saldrá vivo de aquí —prosiguió el indio con feroz complacencia. —Quería desafiarnos, ¡a nosotros, que hacemos temblar a Inglaterra! La serpiente entró en la cueva del león y el león la devorará.

—¡No lo hagas!

El indio se puso a reír.

—¿Quién se opone a la voluntad de nuestra divinidad?

—Yo.

—¿Tú?

—Sí, miserable: ¡mira!

Con un movimiento rápido, Ada dejó caer el
sari,
se armó de un puñal de hoja sinuosa, bañada en veneno, y se lo llevó a la garganta—. ¿Qué quieres hacer? —preguntó desconcertado el indio.

—¡Suyodhana! —dijo la joven con un tono de voz que no dejaba lugar a dudas. —Si le tocas un pelo a ese hombre te juro que tu diosa perderá a su sacerdotisa.

—¡Tira ese puñal!

—¡Suyodhana! Jura por tu diosa que Tremal-Naik saldrá vivo de aquí.

—Es imposible. Ese hombre está ya condenado; su sangre está destinada a la diosa.

—¡Júralo! —gritó Ada con tono amenazador.

Suyodhana se agazapó como para lanzarse contra ella, pero lo detuvo el miedo de llegar demasiado tarde.

—Escucha, Virgen de la pagoda —dijo, aparentando una calma que no tenía. —Ese hombre se salvará, pero tú has de jurar que no le amarás jamás. ¿Lo juras?

Ada lanzó un gemido desconsolado y dijo entre dientes:

—¡Maldito!

—¡Júralo! —apremió Suyodhana.

—¡Bien…! —exclamó la infeliz con voz apagada. —Yo… yo juro…¡que dejaré de amar a ese hombre…!

Lanzó un grito desesperado y cayó sin sentido sobre las esteras El indio rompió a reír.

—Tú has jurado que no le amarás —dijo con alegría satánica, recogiendo el puñal que la jovencita había dejado caer. —Pero yo no he jurado que saldrá vivo de aquí.

Se llevó a los labios un silbato de oro y lanzó una nota agudísima.

Entró un indio, con el lazo como cinturón y tomando el puñal se arrodillo ante Suyodhana.

—Heme aquí, hijo de las sagradas aguas del Ganges —dijo.

—Karna —dijo Suyodhana, —llévate a la Virgen de la pagoda y vigílala. Tal vez intente suicidarse, pero tú se lo impedirás, pues nuestra divinidad no tiene por ahora más que a ella. Si ella muere, morirás tú también.

—¡No se matará!

—Reunirás después a unos cincuenta hombres entre los más audaces y los colocarás alrededor de la pagoda. No debe escapar ese hombre.

—¿Hay un hombre en la pagoda?

—Sí, Tremal-Naik, el cazador de serpientes de la jungla negra. Ve y vuelve antes de medianoche.

El indio cogió en brazos a la pobre Ada y salió. Suyodhana, o mejor dicho, el hijo de las sagradas aguas del Ganges, esperó a que se hubiera apagado todo ruido de pasos y después se arrodilló ante la balsa de mármol, en la que nadaba el pececillo dorado.

—Padre mío —dijo.

El pececillo, que nadaba por el fondo de la balsa, subió hacia la superficie al oír la voz.

—Padre mío —prosiguió el indio. —Un hombre, un miserable, ha puesto sus ojos en la Virgen de la pagoda. Ese hombre está ahora en nuestras manos: ¿quieres que viva o que muera?

El pececillo nadó rápidamente hacia el fondo. Suyodhana se levantó bruscamente: en sus ojos había un brillo siniestro.

—Está condenado —dijo con voz temblorosa—. ¡Ese hombre morirá!

Tremal-Naik, que se había quedado solo, se había dejado caer a los pies de la estatua mientras el corazón le latía furiosamente. Nunca había experimentado tanta emoción y alegría en su vida solitaria entre serpientes y tigres.

—¡Pobre Ada! —murmuró para sí con gran ternura—. ¿Qué destino pesa sobre ti? ¿Por qué no puedes amarme? Has dicho que la muerte acabará con tu vida el día en que te conviertas en mi esposa; pero yo detendré a la muerte, con mis propias manos. Desvelaré este tremendo misterio y ese día temblarán los desalmados que te condenaron.

Después se levantó y se puso a pasear, agitadísimo, hasta que oyó las agudas notas del
ramsinga.

—¡Maldito instrumento! —exclamó—. ¡No deja de sonar!

Se estremeció ante el pensamiento que pasó por su cerebro.

—Ese sonido anuncia una desgracia —murmuró—. ¿Me habrán descubierto o habrán matado a Kammamuri?

Contuvo la respiración aguzando el oído. Le llegó un murmullo de voces que parecía proceder de fuera.

Miró a su alrededor con temor, pero estaba completamente solo; miró a la abertura de la pagoda, pero estaba libre.

—Siento que va a suceder algo —dijo en voz baja—; pero demostraré quién es Tremal-Naik cuando lucha.

Examinó las pistolas y la carabina, así como la hoja de su fiel puñal teñido más de cien veces por la sangre de serpientes y tigres, y se acurrucó detrás de la monstruosa estatua, tratando de ocupar el menor espacio posible.

Pasó el día con extraordinaria lentitud para el indio, condenado a una inmovilidad casi absoluta y a un ayuno forzado. Después, poco a poco, las sombras de la noche invadieron los rincones más obscuros de la pagoda y se elevaron gradualmente hacia la cúpula; a las nueve la oscuridad era tan profunda que no se podía ver a un paso de distancia, aunque la luna brillaba en el cielo, reflejándose en la gran bola de bronce dorado y en la serpiente con cabeza de mujer.

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