Read El mensaje que llegó en una botella Online
Authors: Jussi Adler-Olsen
Tags: #Intriga, Policíaco
El Papa lo miró un momento con los ojos muy abiertos, y después fue como si se calmara. Luego echó su silla hacia atrás y se levantó. Había captado el mensaje.
También él se levantó y tendió la mano al Papa como si fuera a estrecharla. Cerró la mano en torno a la empuñadura, tapándola con el dorso de su mano, y con la hoja vuelta hacia él.
El Papa miró vacilante la mano, y después sonrió. Todas sus reservas se desvanecieron. Era un desgraciado incapaz de controlar sus apetitos. Una persona religiosa que había luchado contra la vergüenza, con la excomunión de la iglesia católica como una espada de Damocles. Y allí estaba su amigo ofreciéndole la mano. Solo deseaba hacerle bien.
En el mismo instante en que el Papa iba a estrechar su mano, él actuó, colocó la navaja en la mano del hombre, asió sus dedos, los apretó, de manera que el Papa, sin querer, agarró el mango, y después arrastró hacia sí la mano del hombre desconcertado con un golpe que hirió el músculo sobre su cadera de manera superficial, pero limpia. No le hizo mucho daño, pero es lo que parecería.
—¿Qué haces? ¡Ay, ay! ¡Cuidado, tiene una navaja! —chilló, y volvió a tirar del brazo del Papa. Los dos navajazos del costado eran perfectos. Ya estaba sangrando a través del polo.
El policía se levantó de un tirón y su silla cayó hacia atrás. Todos los que estaban en aquella parte del local volvieron sus rostros hacia el espectáculo.
Entonces se quitó al Papa de encima con un empujón, y el Papa echó a andar de lado mientras reparaba en la sangre de sus manos. Estaba conmocionado. Todo había sucedido muy rápido. No lo comprendía.
—Lárgate, asesino —le susurró, haciéndose a un lado.
El Papa giró sobre sus talones, presa del pánico, derribó un par de mesas en la huida y siguió avanzando hacia las pistas.
Era evidente que conocía la bolera como la palma de su mano; ahora iba a entrar en la sala de máquinas y desaparecer.
—¡Cuidado, tiene una navaja! —volvió a gritar, mientras la gente retrocedía ante el Papa a medida que este huía.
Vio que el Papa saltaba a la pista diecinueve y que el pequeño policía moreno arrancaba de la barra como una fiera. Iba a ser una caza desigual.
Entonces se acercó al portabolas y cogió una bola.
Cuando el policía moreno alcanzó al Papa en el extremo de la pista, este se puso a agitar el brazo de la navaja como loco. Era como si hubiera sufrido un cortocircuito. Pero el policía se abalanzó contra sus pantorrillas, y los dos cayeron con estruendo en medio del surco para las bolas que había entre las dos últimas pistas.
Para entonces, el otro policía ya estaba a medio camino, pero la bola que lanzó el mejor jugador del equipo desde la última pista llegó antes.
Se oyó con claridad el golpe cuando alcanzó la sien del Papa. Como al aplastar una bolsa de patatas. Un crujido.
La navaja resbaló de la mano del Papa y cayó a la pista.
Todas las miradas se deslizaron de la figura inerte hasta él. Los que habían oído el tumulto sabían que era él quien había lanzado la bola. Un par de ellos sabían también por qué había caído de rodillas y se agarraba el costado.
Todo iba como debía.
El agente de policía parecía impresionado cuando se le acercó y lo ayudó a ponerse en pie.
—Esto es muy serio —anunció—. No parece que Svend vaya a sobrevivir a esa rotura de cráneo. Así que reza para que los de la ambulancia hagan bien su trabajo.
Miró a la pista, donde estaban dando al Papa los primeros auxilios. «Reza para que hagan bien su trabajo», le había dicho el policía, pero no tenía la menor intención.
Uno del servicio de ambulancias estaba vaciando los bolsillos del Papa y entregando su contenido al policía moreno. Estaba claro que aquellos policías trabajaban con método. Dentro de poco los dos agentes iban a pedir refuerzos y a telefonear para pedir información. Comprobar el nombre y número de registro tanto del Papa como de él. Comprobar coartadas. Llamar a un peluquero a quien no había visto nunca. Pasaría un tiempo hasta que empezaran a sospechar, y ese tiempo era lo único que tenía.
El agente de policía estaba a su lado, con el ceño fruncido y devanándose los sesos. Después lo miró a los ojos.
—Ese hombre al que quizá hayas matado ha secuestrado a dos niños. Es posible que los haya matado ya; si no lo ha hecho, van a morir de hambre o de sed a menos que los encontremos rápido. Dentro de poco vamos a ir a registrar su casa, pero tal vez puedas ayudarnos. ¿Tienes conocimiento de que tenga una casa de veraneo o algo parecido que esté en un lugar apartado? ¿Una casa con una caseta de botes?
Logró disimular la conmoción que provocó la pregunta. ¿De dónde sabía aquel policía que había una caseta de botes? Aquello lo pilló por sorpresa. La hostia, ¿cómo podía saber eso?
—Lo siento —dijo con voz controlada. Miró al hombre del suelo, que respiraba con dificultad—. Lo siento de verdad, pero no sé nada.
El policía sacudió la cabeza.
—A pesar de las circunstancias, no podrás evitar que se abra un expediente. Más vale que lo sepas.
Hizo un lento gesto afirmativo. ¿Para qué protestar por algo tan evidente? Quería mostrarse colaborador. Así se relajarían.
El policía moreno se le acercó meneando la cabeza.
—¿Estás de la olla, o qué? —gritó, mirándolo a los ojos—. No había ningún peligro, lo había reducido ya. ¿Por qué has lanzado, entonces, la bola? ¿Te das cuenta, o sea, de lo que has hecho?
Él sacudió la cabeza y alzó sus manos ensangrentadas hacia el policía.
—Es que el tío estaba fuera de sí —dijo—. He visto que estaba a punto de clavarle la navaja.
Volvió a llevarse la mano a la cadera. Achicó los ojos para que vieran cuánto le dolía.
Después se dirigió al policía moreno con expresión ofendida y cabreada.
—Debería agradecerme que tenga tan buena puntería.
Los dos policías estuvieron hablando un rato.
—La Policía de Roskilde llegará pronto y tendrás que firmarles un informe provisional —dijo el subordinado—. Nos encargaremos de que te atiendan enseguida. Ya hay otra ambulancia en camino. Estate tranquilo y no sangrarás tanto. La verdad es que no parece tan grave.
Asintió con la cabeza y se retiró a un lado.
Quedaba tiempo para la siguiente jugada.
Se oyeron unos avisos por los altavoces. El jurado había deliberado. El torneo quedaba suspendido a causa de los violentos sucesos.
Miró a sus compañeros de equipo, que con mirada apagada apenas registraban las instrucciones del agente de que no salieran del lugar.
Sí, los policías tenían trabajo. Las cosas se habían desbocado. Tendrían que dar muchas explicaciones a sus superiores antes de que terminara la noche.
Se levantó y se dirigió lentamente a lo largo de la pared exterior hacia los del servicio de ambulancias, al final de la pista veinte.
Les hizo un breve saludo con la cabeza, se agachó rápido tras ellos y recogió la navaja. Y cuando se aseguró de que nadie estaba mirando, se deslizó por el angosto pasillo a la sala de máquinas.
En menos de veinte segundos estaba en el aparcamiento al final de la escalera de incendios y se dirigía hacia la planta de aparcamientos de las galerías comerciales.
En el momento en que se encendieron a lo lejos los destellos azules de la ambulancia, en Københavnsvej, el Mercedes salió a la carretera.
Tres semáforos más y habría desaparecido.
El desarrollo de los acontecimientos había sido espantoso. Ni más ni menos.
Había dejado que los dos hombres se sentaran juntos, y había ocurrido lo peor.
Carl sacudió la cabeza. Maldita sea. Había actuado con demasiado afán, con demasiada determinación, pero ¿cómo iba a saber que las cosas iban a torcerse tanto? Solo quería estresarlos un poco.
Ambos hombres podían ser el secuestrador, pero ¿quién de ellos? Esa era la cuestión. Ambos se parecían en cierto modo al hombre del dibujo. Por eso había querido ver cómo reaccionaban al presionarlos. Él era un especialista en reconocer a personas cargadas por el peso de la culpa. O eso creía.
Y ahora todo se había complicado. El único que podía decirle dónde estaban los niños estaba al borde de la muerte, en una camilla, camino de la ambulancia, y era por su culpa. Era espantoso, ni más ni menos.
—Mira esto, Carl.
Volvió la cabeza hacia Assad, que tenía en la mano la cartera del Papa. No parecía contento.
—¿Qué es? Te veo en la cara que no has encontrado nada. ¿No aparece la dirección?
—Sí. No es por eso, es otra cosa, Carl, y no trae nada bueno. ¡Mira!
Le tendió un bono de caja del supermercado Kvickly.
—Mira la hora.
Carl miró un momento y notó que empezaba a sudar en el cuello.
Assad tenía razón. Una vez más surgía algo que no auguraba nada bueno.
Era un bono de caja del Kvickly de Roskilde. Un recibo de una compra modesta. El cupón de Lotto, un tabloide y un paquete de Stimorol. Comprados aquel día a las 15.25. Minuto arriba, minuto abajo, el momento en que Isabel Jønsson fue atacada en el Hospital Central de Copenhague. A más de treinta kilómetros de allí.
Si aquel bono era del Papa, él no era el secuestrador. ¿Y por qué no iba a ser su bono si estaba en su cartera?
—Me cago en la puta… —gimió Carl.
—Los de la ambulancia han encontrado medio paquete de Stimorol en sus bolsillos cuando les he pedido que los vaciasen —informó Assad mientras miraba alrededor con semblante sombrío.
Luego la expresión de Assad cambió. Fue como si se pusiera alerta.
—¿Dónde está René Henriksen? —exclamó.
Carl paseó la mirada por el local. ¿Dónde cojones se había metido?
—¡Allí! —gritó Assad, señalando el angosto pasillo que llevaba a la sala de máquinas, donde operaban y se revisaban los dispositivos de los bolos.
Carl lo vio. Una raya de cinco centímetros de anchura en la pared. Justo a la altura de la cadera. No cabía duda de que era sangre.
—¡Maldita sea! —exclamó, y echó a correr por encima de las pistas.
—¡Ten cuidado, Carl! —gritó Assad por detrás—. La navaja no está sobre la pista. Se la ha llevado.
Por favor, que esté aquí dentro, pensó Carl mientras entraba en un local de un par de metros de ancho con maquinaria, herramientas y cachivaches. Todo estaba demasiado silencioso.
Pasó corriendo junto a los tubos de ventilación, escaleras y una mesa de teca con latas de espray y cuadernos de anillas, y de pronto se encontró ante la puerta trasera.
Asió la manilla con malos presentimientos, la abrió sin problemas y se quedó mirando a la oscura nada adonde llevaba la escalera de incendios.
El hombre había desaparecido.
Assad volvió a los diez minutos. Sudando y con las manos vacías.
—He visto una mancha de sangre junto al aparcamiento —informó.
Carl fue expulsando el aire poco a poco. Habían sido unos momentos terribles. Acababa de recibir una llamada del servicio de guardia de Jefatura.
—No, lo siento. No existe nadie con ese número de registro —le dijeron.
¡Nadie con ese número de registro! René Henriksen no existía, y era a quien buscaban.
—Bien, gracias, Assad —dijo con voz cansada—. He pedido una patrulla con perros, llegarán enseguida. Tendrán algo que rastrear. Desde luego, es nuestra única esperanza.
Puso a Assad al corriente de la situación. No tenían ningún dato sobre el hombre que se hacía llamar René Henriksen. Un asesino múltiple andaba suelto.
—Encuentra el teléfono del inspector jefe de Roskilde. Se llama C. Damgaard —dijo después Carl—. Mientras tanto, yo llamaré a Marcus Jacobsen.
No era la primera vez que molestaba a su jefe en casa. El número del inspector jefe de Homicidios estaba disponible día y noche. Era un acuerdo permanente.
«La violencia nunca descansa en una ciudad como Copenhague; ¿por qué habría de hacerlo yo?», solía decir.
Pero Marcus no se alegró para nada de que lo arrancaran de la sobremesa cuando oyó de qué se trataba.
—Joder, Carl, vas a tener que ponerte en contacto con C. Damgaard. Roskilde no es mi zona.
—No, Marcus, ya lo sé, y Assad está buscando el número, pero ha sido uno de tus subordinados quien la ha cagado.
—Vaya, jamás pensé que oiría a Carl Mørck decir eso —declaró, y sonó como si se alegrara por ello.
Carl se sacudió de encima la idea.
—Los periodistas estarán aquí enseguida —comentó—. ¿Qué debo hacer?
—Informa a Damgaard y cálmate. Has dejado escapar al tipo, así que tendrás que volver a cazarlo, me cago en todo. Pide ayuda a la comisaría local, ¿entendido? Buenas noches, Carl, y buena caza. Seguiremos hablando mañana.
Carl sintió algo de presión en el pecho. En resumidas cuentas, que Assad y él estaban solos y debían partir de cero.
—Este es, o sea, el número de casa del inspector Damgaard —indicó Assad. No había más que pulsar la tecla.
Carl oyó los tonos mientras notaba que la presión del pecho iba en aumento. No, joder. ¡Ahora no!
—Hola, soy Damgaard. Lo siento, no estoy en casa. Deje su mensaje —informó su voz por el contestador automático.
Carl apagó el móvil, cabreado. Aquel puto inspector de Roskilde ¿no estaba nunca disponible?
Dio un suspiro. No había nada que hacer, tendría que conformarse con los policías que aparecieran. Puede que alguno de ellos supiera cómo poner freno a aquel circo. Más les valía lograrlo antes de que periodistas de toda Selandia se apelotonaran junto a la puerta de las escaleras, desde donde un par de buitres locales estaban ya sacando fotos como descosidos. ¡Cielos! En esta sociedad multimedia, los rumores corrían más deprisa que los propios acontecimientos. Cientos de pares de ojos habían visto el incidente, y había cientos de ellos con teléfonos móviles. Y claro, los carroñeros ya estaban allí.
Saludó con la cabeza a los dos investigadores locales a quienes los agentes de recepción permitieron pasar.
—Carl Mørck —se presentó. Les mostró la placa y ambos reconocieron a la primera el nombre, aunque no hicieron ningún comentario. Los puso al corriente de la situación. No fue tan fácil.
—O sea, que buscamos a un hombre que sabe disfrazarse hasta lo irreconocible; un hombre cuyo nombre ignoramos y cuyo Mercedes es nuestra única referencia. Suena como una tarea casi imposible —dijo uno de ellos—. Tomaremos las huellas dactilares de su agua mineral, y esperemos que eso aclare algo. ¿Y el informe? ¿Hay que hacerlo ahora?