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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (9 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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No podía culparlos. Yo tampoco me habría acercado, si no hubiera escuchado aquella voz y supiera que lo había dicho en serio. El dragón se había cobrado su venganza, si de eso se trataba, y ahora estaba en paz.

Preveo que Edmund va a tener dificultades para convencer a la gente de que ya no corre ningún peligro y que puede transitar tranquilamente por el sendero a la orilla del lago de la Roca Ardiente, pero estoy seguro de que lo conseguirá porque el pueblo lo quiere y confía en él y ahora, tanto si le gusta como si no, lo nombrarán rey.

Necesitamos un rey. Una vez que dejemos atrás las orillas del lago, estaremos en Kairn Necros. Edmund sostiene que allí encontraremos una tierra amiga. Yo, para mi pesar, creo que nos descubriremos en tierra de nuestros enemigos.

Y en este punto es donde decido poner fin a mi relato. Sólo me quedan unas pocas páginas de preciado pergamino y me parece un momento adecuado para cerrar este diario, con la muerte de un rey de Kairn Telest y la coronación de otro nuevo. Ojalá pudiera ver el porvenir, contemplar lo que nos depara el futuro, pero ni todo su poder mágico les permitió a los antiguos ver más allá del momento presente.

Tal vez sea lo mejor. Conocer el futuro es verse obligado a abandonar la esperanza. Y la esperanza es lo único que nos queda.

Edmund conducirá a su pueblo pero, si logro convencerlo, no lo llevará a Kairn Necros. Quién sabe, quizás el próximo diario que emprenda se titule
El viaje a través de la Puerta de la Muerte...

Baltazar, nigromante del rey

CAPÍTULO 7

EL NEXO

Haplo inspeccionó la nave, recorrió de punta a cabo y de borda a borda la esbelta embarcación de proa de dragón, y repasó con ojo crítico mástiles y casco, alas y velas. La nave había sobrevivido a tres pasos por la Puerta de la Muerte sin sufrir más que daños de poca importancia, infligidos en su mayor parte por los titanes, los aterradores titanes de Pryan.

—¿Qué opinas, muchacho? —dijo Haplo, bajando la mano y frotando las orejas de un perro negro, de raza indefinida, que avanzaba en silencio a su lado—. ¿Te parece que está a punto? ¿Crees que
nosotros
estamos a punto para marcharnos?

Dio un cariñoso tirón a las sedosas orejas del animal y éste movió el rabo despeinado a un lado y a otro; sus ojos inteligentes, que rara vez se apartaban del rostro de su amo, se iluminaron.

—Estas runas —Haplo continuó caminando mientras pasaba la mano por una serie de relieves y marcas a fuego grabadas en el casco de la nave— servirán de escudo para cualquier tipo de energía, según mi Señor. Nada, absolutamente nada, debería poder penetrar. Estaremos protegidos y abrigados como un bebé en el útero de su madre. Más seguros —añadió, y su expresión se hizo sombría— que ningún niño nacido en el Laberinto.

Pasó los dedos por la telaraña de signos mágicos y leyó mentalmente su intrincado lenguaje en busca de algún fallo, de algún defecto. Levantó la vista hacia la cabeza de dragón del mascarón de proa. Sus ojos feroces miraban adelante con impaciencia, como si ya tuvieran a la vista el ansiado objetivo de su viaje.

—La magia nos protege —continuó Haplo su diálogo en solitario, pues el perro no parecía dispuesto a hablar—. La magia nos envuelve. Esta vez no sucumbiré. Esta vez voy a permanecer consciente durante la travesía de la Puerta de la Muerte.

El perro bostezó, se sentó sobre las patas traseras y se rascó con tal violencia que estuvo a punto de caerse. El patryn observó al animal con cierta irritación.

—¡Ya veo lo que te importa eso! —murmuró en tono acusador.

Percibiendo una nota de rechazo en la querida voz de su amo, el can ladeó la cabeza y pareció hacer un intento para entrar en el espíritu de la conversación. Por desgracia, la picazón resultó una distracción demasiado fuerte.

Con un resoplido, Haplo se encaramó por la borda de la nave, recorrió la cubierta y efectuó una última inspección.

La embarcación había sido construida por los elfos de Ariano, el mundo del aire. Realizada a semejanza de los dragones que los elfos podían admirar, pero no domesticar, la proa era la cabeza del dragón, el puente era el tórax, el resto del casco era el cuerpo y el timón, la cola. Unas alas que imitaban la piel y las escamas de los dragones de verdad guiaban la nave a través de las corrientes de aire de aquel reino maravilloso. La fuerza de los esclavos, generalmente humanos, y la magia de los elfos se combinaban para mantener a flote las grandes embarcaciones.

Aquella nave era un regalo hecho a Haplo por un agradecido capitán elfo. El patryn, cuyo anterior vehículo había quedado destruido durante el primer viaje a través de la Puerta de la Muerte, había modificado la nave elfa para adecuarla a sus necesidades, y ahora no precisaba una tripulación humana para las maniobras, ni magos para guiarla, ni esclavos para moverla. Haplo era ahora el capitán y toda la tripulación. Y el perro era el único pasajero.

El animal, calmado el persistente escozor, trotó tras su amo con la esperanza de que la larga y aburrida inspección hubiera terminado. Al perro le encantaba volar y pasaba la mayor parte del viaje apostado en las portillas, con la lengua fuera, moviendo la cola y dejando la huella del hocico en los cristales. Estaba ansioso por emprender la marcha, al igual que su amo. Haplo había descubierto dos reinos fascinantes en sus viajes a través de la Puerta de la Muerte y no tenía la menor duda de que esta vez tendría la misma suerte.

—Calma, muchacho —murmuró, dando unas palmaditas en la cabeza del perro—. Nos vamos enseguida.

El patryn se incorporó en la cubierta superior, bajo los pliegues de la vela mayor de la nave dragón, y contempló con tristeza el Nexo, su patria actual.

Nunca abandonaba aquella ciudad sin sentir una punzada de dolor. Por muy duro, disciplinado y carente de emociones que se considerara, cada vez que se marchaba tenía que luchar para contener las lágrimas. El Nexo era hermoso, pero el patryn había visto muchas tierras de parecida belleza y jamás se había rebajado al extremo de llorar por ellas. Tal vez era la naturaleza de la hermosura del Nexo, un mundo entre dos luces donde siempre reinaba el amanecer o el crepúsculo, donde las noches no eran nunca completamente cerradas sino que permanecían suavemente iluminadas por la luna. Nada en el Nexo era riguroso, nada de cuanto en él había se salía de la moderación ni resultaba excesivo, salvo para sus habitantes, gente que había conseguido salir del Laberinto, el mundo–prisión de indecibles horrores. Quienes sobrevivían al Laberinto y conseguían escapar llegaban al Nexo. Allí, su belleza y su paz los envolvían como los brazos amorosos de un padre que consolara a un hijo víctima de una pesadilla.

Haplo contempló, desde la cubierta de su nave voladora, el césped verde y cuidado de la mansión de su Señor. Recordó la primera vez que se había incorporado de la cama adonde lo habían conducido, más muerto que vivo, tras las penalidades sufridas en el Laberinto. Al levantarse, se había acercado a una ventana para contemplar aquella tierra. Allí había conocido, por primera vez en su penosa existencia, la paz, la tranquilidad y el descanso.

Cada vez que contemplaba aquella tierra, su nueva patria, Haplo recordaba aquel momento. Cada vez que recordaba aquel momento, bendecía y veneraba a su amo, el Señor del Nexo, que lo había salvado. Cada vez que bendecía a su Señor, Haplo maldecía a los sartán, los semidioses que habían encerrado a su pueblo en aquel mundo cruel. Y, cada vez que los maldecía, juraba venganza.

El perro, al ver que no iban a zarpar de inmediato, se dejó caer sobre la cubierta y permaneció tendido, con el hocico entre las patas, esperando pacientemente. Haplo despertó de sus meditaciones, se puso en acción de nuevo con gesto enérgico y estuvo a punto de pisar al animal. Éste se incorporó de un brinco con un gañido sobresaltado.

—Está bien, muchacho. Lo siento. La próxima vez quítate de en medio. —Haplo dio media vuelta para descender a la bodega y se detuvo a media zancada, notando que tanto él como el mundo que lo rodeaba experimentaban un estremecimiento.

Una ondulación. Este era el término que mejor describía lo que estaba percibiendo. Jamás había experimentado nada parecido a aquella extraña sensación. El movimiento procedía de muy lejos bajo sus pies, tal vez del propio núcleo de aquel mundo, y se extendía hacia arriba en ondas sinuosas que viajaban no horizontalmente, como en un temblor de tierra, sino verticalmente, formando ondas que ascendían desde el suelo a través de la nave, de sus pies, de sus rodillas, su cuerpo, su cabeza...

A su alrededor, todo quedaba perturbado por aquel mismo efecto. Durante un breve instante, Haplo perdió toda noción de forma y dimensión. Se sintió aplastado, comprimido entre un cielo plano y un suelo liso. El estremecimiento pasó y lo sacudió todo simultáneamente. Todo, salvo al perro. Éste desapareció.

La ondulación finalizó con la misma brusquedad con que se había iniciado. Haplo se dejó caer a cuatro patas. Mareado y desorientado, reprimió unas náuseas de vértigo y buscó aire entre jadeos, pues la sacudida le había dejado vacíos los pulmones. Cuando consiguió respirar de nuevo con cierta normalidad, volvió la vista a un lado y otro tratando de descubrir cuál era la causa de aquel fenómeno aterrador.

El perro volvió, se plantó delante del patryn y lo miró con aire de reproche.

—No ha sido culpa mía, camarada —dijo Haplo sin dejar de dirigir miradas cautas suspicaces en todas direcciones.

El Nexo mostraba de nuevo el leve resplandor de su apacible luz crepuscular y las hojas de los árboles volvían a susurrar suavemente. Haplo examinó éstos con detenimiento. Los recios troncos habían permanecido erguidos, altos y firmes durante un centenar de generaciones, pero hacía unos instantes los había visto mecerse como espigas de trigo bajo un vendaval. No captó ningún movimiento, ningún sonido, y aquella extraña quietud le resultó inquietante en sí misma. Antes de la sacudida, Haplo había captado casi sin advertirlo el sonido de los animales que ahora guardaban completo silencio, en una reacción de... ¿de qué? ¿De temor? ¿De asombro reverencial?

Sintió una extraña resistencia a moverse, como si el mero acto de dar un paso pudiera provocar una repetición de aquella espantosa sensación. Tuvo que obligarse a sí mismo a avanzar por la cubierta, esperando encontrarse en cualquier momento comprimido de nuevo entre la tierra y el cielo. Por último, se asomó por la borda de la nave y miró hacia la hierba que se extendía bajo el casco.

Nada.

Su mirada escrutó la mansión, las ventanas de la espléndida vivienda de su Señor. El Señor del Nexo era el único ocupante de aquella mansión, salvo la esporádica presencia de Haplo, y el amo del patryn sólo la ocupaba muy de vez en cuando. Aquel día, el lugar estaba vacío. Su Señor estaba lejos, librando su interminable combate contra el Laberinto.

Nada. Nadie.

—Quizá lo he imaginado —murmuró.

Se secó el sudor frío del labio superior y notó que le temblaba la mano. Observó las runas tatuadas en su piel y advirtió por primera vez que emitían un levísimo resplandor azulado. Rápidamente, se subió la manga y vio el mismo resplandor mortecino en sus brazos. Una ojeada al pecho, bajo el cuello de pico de la túnica, le reveló lo mismo.

—Vaya, esto no lo esperaba... —dijo, aliviado. Su cuerpo había reaccionado al fenómeno, había respondido instintivamente para protegerlo... Protegerlo, ¿de qué? Sintió en la boca un sabor amargo y metálico, como a sangre. Tosió y escupió. Dando media vuelta, retrocedió por la cubierta trastabillando. El miedo que había sentido se desvaneció junto al resplandor azulado y lo dejó enfadado y frustrado.

La sacudida no había procedido del interior de la nave. Haplo la había visto pasar a través de ésta, a través de su cuerpo, de los troncos de los árboles, del suelo, de la mansión y del propio cielo. Se apresuró a bajar al puente. La piedra de dirección, la esfera cubierta de runas que utilizaba para guiar la nave, seguía sobre su pedestal. Estaba fría y apagada; no emanaba de ella ninguna luz.

Haplo contempló la piedra con una cólera irracional. Había tenido la esperanza de que fuera la causa del extraño fenómeno y, al comprobar que no era así, se sintió furioso. Repasó mentalmente todo lo demás que había a bordo: bobinas de cuerda ordenadas en la bodega, toneles de vino, agua y comida, una muda de ropa y su diario. El único objeto mágico era la piedra redonda.

Se había deshecho de todas las pertenencias de los mensch,
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los elfos y humanos, el enano y el viejo hechicero chiflado que habían sido sus últimos pasajeros en el infortunado viaje a la Estrella de los Elfos. Sin duda, los titanes ya debían de haber acabado con todos ellos. No, sus antiguos compañeros de viaje no podían ser la causa.

El patryn permaneció en el puente, con la vista fija en la piedra casi sin verla mientras su mente corría como un ratón atrapado en un laberinto, corriendo por un pasadizo y otro, husmeando y hurgando con la esperanza de encontrar una salida. Los recuerdos de los mensch de Pryan evocaron las imágenes de los mensch de Ariano, y éstas lo llevaron a pensar en el sartán que Haplo había encontrado en Ariano, un sartán cuya mente se movía con la misma torpeza que sus enormes pies.

Ninguno de estos recuerdos lo condujo a nada útil. Nunca le había sucedido algo parecido. Repasó cuanto sabía de magia, los signos que regían las probabilidades y hacían posibles todas las cosas pero, según todas las leyes de magia que conocía, aquella ondulación, aquel estremecimiento cósmico, no podía haberse producido. Haplo se encontró de nuevo como al principio.

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