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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #Fantasía Épica

El Mar De Fuego (58 page)

BOOK: El Mar De Fuego
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Llegaron a la vista de quienes esperaban en la orilla. El cadáver del príncipe Edmund, impulsado por su fantasma, levantó los brazos. Grandes vítores se alzaron en la orilla, dándole la bienvenida. Oleadas de sus soldados cadáveres echaron a correr por el embarcadero para ayudarlos y protegerlos de un posible ataque mientras saltaban a tierra.

El dragón detuvo su marcha entre los muelles y el impulso que llevaba levantó olas de lava que rompieron con estruendo contra la costa. Las naves de hierro de los muertos de Necrópolis llegaron pisándoles los talones, a tan corta distancia que Alfred distinguió en la proa de la nave capitana la imagen cambiante y espantosa del lázaro de Kleitus. Junto a él, también de pie en la proa de la embarcación, se hallaba el de Jera.

CAPÍTULO 45

PUERTO SEGURO, ABARRACH

La nave de Haplo se mecía en el embarcadero, anclada e intacta. El patryn no advirtió en ella ninguna anormalidad. En unos instantes, estaría a bordo con sus acompañantes y las runas patryn los pondrían a cubierto de cualquier asalto. Alfred se encontró en un dilema. Haplo tenía razón, sin duda: el duque no sobreviviría mucho tiempo en aquel mundo. Nadie de los todavía vivos en Abarrach podría resistir a la furia de los muertos, impulsados a la venganza y la destrucción por los lázaros.

Al menos, pensó, iba a salvar a uno de sus congéneres sartán. Piedad, lástima, compasión... Sin duda, continuó diciéndose, sabría idear algún modo de evitar que el duque nigromante cayera en manos del llamado Señor del Nexo. Pero ¿y si fracasaba? ¿Qué terribles tragedias se producirían si un nigromante accedía a los otros mundos? ¿No sería mejor para él morir allí, en aquel mundo subterráneo?

Las tropas de Kairn Telest ocuparon los muelles, decididos a salvar a su príncipe. Los arqueros cubrieron el avance de los infantes y nubes de dardos cruzaron el aire para estrellarse con estrépito contra los flancos metálicos de las naves dragones. Los muertos se arrancaron los dardos de su carne helada y los arrojaron al magma, donde desaparecieron entre siseos de serpiente. Kleitus se arrancó una flecha que se había alojado en su pecho y la blandió en alto.—¡Vuestro enemigo no somos nosotros! —gritó, y su voz resonó sobre el mar de magma silenciando al ejército de los muertos de Kairn Telest desplegado en los muelles—. ¡El auténtico enemigo son los vivos! —continuó, señalando la figura vestida de negro de Baltazar—. ¡Ellos os tienen esclavizados, os han privado de vuestra dignidad!

—¡Sólo cuando los vivos hayan muerto, serán libres los muertos! —lo secundó Jera.

«... serán libres los muertos...», repitió el eco de su atormentado espíritu.

El ejército de Kairn Telest titubeó. El aire se llenó con los lamentos quejumbrosos de sus fantasmas.

—¡Es nuestra oportunidad! —dijo Haplo—. ¡Saltemos a tierra!

El patryn saltó del lomo del dragón al muelle de piedra. Alfred lo siguió y cayó hecho un ovillo de manos y pies y rodillas que tardó algunos momentos en desenredar. Cuando estuvo erguido y más o menos en condiciones de andar, vio que Haplo agarraba con firmeza al duque por el brazo.

—Vamos, Jonathan. Tú vienes conmigo.

—¿Adonde? ¿A qué te refieres? —El duque se resistió.

—A la Puerta de la Muerte. De vuelta a mi mundo. —Haplo hizo un gesto hacia la nave.

El duque siguió su mirada y vio la seguridad de la nave. Igual que los muertos que lo rodeaban, dio muestras de vacilación. El dragón se apartó a cierta distancia de la orilla, se detuvo y miró hacia tierra con sus ojos como ranuras muy atentos, esperando.

Jonathan movió la cabeza.

—No —dijo sin alzar la voz.

La mano de Haplo se cerró con más fuerza en torno a su brazo.

—¡Te estoy salvando la vida, maldita sea! ¡Si te quedas aquí, morirás!

—¿Es que no entiendes? —replicó el duque, mirándolo con una calma extraña, distante—. Eso es lo que debo hacer.

—¡No seas estúpido! —Haplo perdió el dominio de sí—. ¡Sé que crees haberte comunicado con una especie de poder superior, pero fue un truco! ¡Un truco de ese tipo! —Señaló con el dedo a Alfred—. ¡Lo que tú y yo vimos allá abajo era falso! ¡
Nosotros
somos el poder supremo en el universo! Mi Señor es el poder supremo. Vuelve conmigo y lo entenderás...

¡Un poder superior! La revelación era abrumadora. Alfred se tambaleó, notó que las piernas no lo sostenían. ¡Ahora comprendía, por fin, lo que le había sucedido en la cámara! Recordó la sensación de paz y satisfacción que lo había embargado, comprendió la razón de que hubiera sentido tanta pena al despertar de la visión y descubrir que la sensación había desaparecido. ¡Pero había sido necesario que lo dijera el patryn para que se le abrieran los ojos!

Alfred se dio cuenta de que, en lo más profundo de sí, había sabido la verdad, pero no había querido aceptarla. ¿Por qué? ¿Por qué se había negado a escuchar a su corazón?

Porque, si existía un poder superior, ¡los sartán habrían cometido un error espantoso, tremendo e imperdonable!

La idea resultaba demasiado terrible. Su cerebro apenas era capaz de asimilar la oleada de emociones que se le venían encima, las olas de nuevas ideas y conceptos que lo sacudían una tras otra. El suelo firme que lo sostenía pareció borrado de pronto de debajo de sus pies y se sintió arrojado a la deriva en un mar peligroso sin barco, sin brújula, sin ancla...

Un dardo pasó silbando junto a Alfred y lo devolvió a la realidad que lo envolvía, al peligro que lo rodeaba. Los muertos de Kairn Telest estaban levantando las armas y volviéndolas hacia ellos.

Una lanza arrojada desde sus filas había acertado en el brazo a Haplo. La herida sangraba, aunque no era grave; no obstante, constituía una señal de que la magia del patryn se había debilitado hasta el punto de que el arma había penetrado la protección de las runas tatuadas en su piel.

—¿No puedes detenerlos? —gritó Alfred al príncipe Edmund, confiando en que haría algo para evitar la que iba a ser la matanza de los últimos seres vivos de Abarrach—. ¡Es tu pueblo!

El cadáver permaneció en silencio, más callado que la muerte en aquel mundo. Los ojos centelleantes del fantasma estaban fijos en Jonathan.

—Déjanos, patryn —dijo el duque—. Tú no tienes que ver con lo que sucede en Abarrach. Nosotros somos los responsables de lo sucedido y debemos hacer lo que podamos para ponerle remedio. Vuelve a tu mundo y comparte con tu pueblo el conocimiento que has obtenido en éste.

—¡Bah! —Haplo escupió en el suelo—. ¡Vámonos, perro!

—El patryn corrió hacia su nave. El perro, tras una breve mirada atrás hacia Alfred, salió corriendo detrás de su maestro.

La nave de Kleitus quedó amarrada y, una vez bajadas las rampas, los muertos desembarcaron para unirse a sus hermanos en el muelle. El duque no tardaría en quedar rodeado por un ejército. A bordo del barco, Kleitus y Jera permanecieron juntos. La duquesa, con la mano extendida, gritaba a los muertos que acabaran con su marido.

Jonathan permaneció impasible en medio del caos. Levantó los ojos hacia su esposa con una expresión de pena y dolor en sus pálidas facciones. Una lucha breve y amarga le nubló la vista.

Alfred pensó: «Sabe lo que debe hacer, pero tiene miedo. ¿Lo puedo ayudar de alguna manera?». Frustrado, el sartán se apretó las manos. ¿Qué podía hacer para ayudar, si no entendía lo que estaba sucediendo?

Una nueva lluvia de flechas pasó junto a Alfred, como una nube de avispas. Una se le clavó en la túnica, otra fue a dar en la puntera de su enorme zapato. Un dardo acertó en el muslo de Haplo. El patryn se llevó la mano a la pierna e intentó seguir corriendo. La sangre le corrió por los dedos. La pierna le falló y se derrumbó en el embarcadero.

Los muertos lanzaron un grito de victoria; varios de ellos rompieron filas y corrieron hacia él. El perro se volvió para hacerles frente, con los colmillos al descubierto y el pelaje del cuello erizado. Haplo se incorporó y trató de continuar, arrastrando la pierna, pero no podía avanzar lo bastante deprisa como para dejar atrás a los muertos. Sacó el machete, se volvió y se dispuso a luchar.

Las flechas llovían en torno a Jonathan como si fueran gotas de agua. El duque no les prestó la menor atención y ninguna de ellas lo tocó. Estaba tranquilo, resuelto. Levantó la mano en petición de silencio y tan imponente resultó la presencia del joven con el rostro consumido por la pena que los muertos callaron y los lázaros silenciaron sus llamadas a la venganza. Incluso el leve gemido lastimero de los fantasmas enmudeció.

Jonathan elevó la voz.

—En los tiempos antiguos, cuando los sartán llegamos por primera vez a este mundo que habíamos creado, nos dedicamos a organizar una vida para nosotros y los mensch y demás criaturas que nos fueron confiadas. Al principio, todo fue bien con una excepción: no recibimos noticias de nuestros hermanos de otros mundos.

»En un primer momento, su silencio resultó inquietante. Después, resultó mucho más alarmante, pues nuestro mundo empezó a fallarnos. O tal vez sea más correcto decir que nosotros le fallamos a nuestro mundo. En lugar de estudiar el modo de conservar nuestros recursos, los explotamos caprichosamente en el perpetuo convencimiento de que, con el tiempo, terminaríamos por comunicarnos con esos otros mundos. Ellos nos proporcionarían lo que nos faltaba.

»Los mensch fueron los primeros en sucumbir bajo los efectos de este mundo emponzoñado, cada vez más frío y yermo a nuestro alrededor. Después cayeron otras criaturas y, finalmente, también nuestra población empezó a menguar. Y en aquella coyuntura crítica, nuestro pueblo dio dos pasos: uno adelante, hacia la luz, y otro atrás, hacia la oscuridad.

»Un grupo de aquellos sartán escogió combatir la muerte, acabar con ella, y se dedicó a la nigromancia. Sin embargo, en lugar de conquistar a la muerte, se vieron esclavizados por ella. Mientras tanto, otro grupo de sartán unió sus facultades y conocimientos mágicos en un esfuerzo por establecer contacto con los otros tres mundos. Construyeron una cámara dedicada a tal propósito y colocaron en ella una mesa que era una de las últimas reliquias supervivientes de otro tiempo y lugar. Estos sartán establecieron contacto... —la voz de Jonathan bajó de tono—, pero no con nuestros hermanos de otros mundos, ¡Entraron en comunicación con un orden superior! ¡Hablaron con Uno que ha permanecido olvidado mucho, muchísimo tiempo!

—¡Herejía! —gritó Kleitus. «¡Herejía!», repitió el eco sibilante que se alzó entre los muertos.

—¡Sí, herejía! —gritó Jonathan imponiéndose al clamor—. ¡Ésta fue la acusación que se formuló contra esos sartán, tanto tiempo atrás! Al fin y al cabo, los dioses somos nosotros, ¿no? ¡Fuimos capaces de separar el mundo y de crear otros nuevos! ¡Incluso hemos vencido a la propia muerte! Mirad a vuestro alrededor.

El duque abrió los brazos, se volvió a izquierda y derecha, señaló hacia adelante y hacia atrás.

—Decidme, ¿quién ha ganado?

Los muertos callaron. Alfred dirigió la vista a Kleitus, que seguía plantado en la proa de la nave dragón; la sonrisa torcida y burlona de las facciones siempre cambiantes del lázaro le dijo que el dinasta le estaba dando cuerda al duque para que él mismo se la anudara al cuello. El lázaro tiraría de ella cuando quisiera y contemplaría con placer cómo su víctima se retorcía y sacudía.

Jonathan sólo estaba empeorando las cosas, pero Alfred no sabía cómo detenerlo... ni si debía hacerlo. Nunca se había sentido tan total y absolutamente impotente.

Un contacto frío en la pantorrilla estuvo a punto de enviarlo al mar de lava del sobresalto. Pensando que era la mano de alguno de los cadáveres, se estremeció y esperó la muerte, hasta que escuchó un suave y patético gemido.

Alfred abrió los ojos y suspiró aliviado. A su lado estaba el perro. Cuando estuvo seguro de tener toda la atención del sartán, el animal dio varios trancos en una dirección, volvió atrás y miró a Alfred esperando su reacción.

El animal quería que fuera junto a su amo, por supuesto. Haplo estaba sentado en el suelo del embarcadero, recostado contra una bala de hierba de kairn. El patryn tenía los hombros hundidos, y su rostro mostraba una palidez mortal. Sólo su férrea voluntad y un profundo instinto de supervivencia lo mantenían consciente.

Piedad, compasión, lástima...

Alfred tomó aire profundamente. Esperando ser detenido, desafiado o abatido por una flecha, una lanza o una espada; hizo acopio de valor y empezó a abrirse paso entre los muertos hacia Haplo.

Jonathan continuó su parlamento. Un discurso que llenaba de pena a Alfred. Este sabía cómo iba a terminar y, de pronto, se dio cuenta de que el joven duque también era consciente de ello.

—Nuestros antepasados temieron las palabras de los sartán de la cámara cuando éstos reaparecieron entre ellos clamando contra los nigromantes y anunciando que debíamos cambiar o terminaríamos destruyendo no sólo nuestro propio pueblo, sino también el frágil equilibrio que existe en el universo. La respuesta de nuestros antepasados fue matar a los «herejes», sellar sus cuerpos en la cámara que pasó a conocerse como «de los Condenados» y rodear ésta con runas de reclusión.

Los ojos muertos de los cadáveres siguieron los movimientos de Alfred pero no hicieron el menor intento de detenerlo. Cuando llegó junto a Haplo, hincó la rodilla cerca del herido.

—¿Qué..., qué puedo hacer? —preguntó en voz baja.

—Nada —respondió el patryn con las mandíbulas apretadas de dolor—, como no sea cerrarle la boca a ese estúpido.

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