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Authors: Robert Vaughan Paul Block

Tags: #Intriga, Religión, Aventuras

El manuscrito Masada (6 page)

BOOK: El manuscrito Masada
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—Hablas sabiamente, amigo, pero, para mí, es mucho más fácil amar a mi enemigo sabiendo que me tiene un poco de miedo.

—Como los cambistas —dijo Andrés—. Tenías que haberlos visto, cuando el Rabí los echó del templo —imitó a Jesús tumbando bancos y tirando el dinero que estaba sobre las mesas mientras decía—: «¡Esta es la casa del Señor! ¡Largaos! ¡Largaos, profanadores!»Imitando a los cambistas, Juan puso una cara de sorpresa y miedo, con los ojos y la boca completamente abiertos. Los demás, incluido Jesús, rieron la broma de Juan y Andrés.

—Bar-Dimas, esta noche compartiremos nuestra cena de Pascua. Tu amigo y tú tenéis que cenar con nosotros —Pedro los invitó con la autoridad de una persona acostumbrada a ser líder.

Un hombre delgado, con aspecto serio, que había estado removiendo las brasas, hundió el palo en las llamas y miró a Pedro con el ceño fruncido.

—No he hecho preparativos para invitados. Hará falta más dinero del que tenemos…

—El mundo no depende de las monedas —terció Juan—. Podemos entrar más si comemos menos.

—No, Judas tiene razón —declaró Jesús, acercándose a Judas y poniéndole la mano en el hombro—. Bar-Dimas y Simón no pueden cenar con nosotros.

—No te entiendo, Maestro —dijo Tomás—. Tenemos que ser pescadores de hombres y, sin embargo, ¿rechazas a estos dos buenos tipos?

Jesús levantó la mano.

—Os digo esto a todos vosotros…

Simón percibió un cambio, cierta urgencia, en el tono de Jesús cuando se apartó de Judas y avanzó hacia la hoguera, hacia el centro del círculo.

—Igual que vosotros, mis fieles discípulos, me habéis servido durante mi vida mortal, Dimas bar-Dimas y Simón de Cirene también me servirán cuando me haya ido, pero, esta noche, los reclama otro servicio.

Había tal seguridad en el tono de Jesús que, por un instante, Simón se vio a sí mismo creyendo en la declaración. Después, resurgió su habitual carácter escéptico y preguntó:

—Rabí, ¿por qué dices que te serviré? Yo no soy de tu confesión ni de tu raza.

—Pero tú
eres
de mi confesión, Simón —replicó Jesús. Avanzó hacia el cireneo y se llevó la mano al corazón—. ¿Y no somos todos de la raza humana?

Cuando Simón levantó la vista hacia Jesús, vio asombrado que el hombre al que llamaban «Maestro» tenía una piel tan oscura como la suya. Ninguno de los otros dio importancia al hecho, bien porque no se diesen cuenta de la transformación, bien porque estuviesen acostumbrados a los poderes del Rabí.

—¡Maestro! —exclamó Simón, cayendo sobre los codos y con la frente en el suelo.

—¿Simón? —preguntó Dimas, verdaderamente asombrado ante la patente conversión instantánea de su amigo.

—Maestro, ¿cómo puedo servirte? —preguntó Simón, con la cabeza todavía pegada al suelo.

—Cuando sea el momento, lo sabrás —respondió Jesús—. Ahora, levántate, Simón. Abre los ojos para que puedas ver.

Simón levantó la vista y parpadeó desconcertado, porque el hombre que un momento antes presentaba unos rasgos tan negros como los del cireneo era otra vez el judío rubicundo y de ojos castaños que había encontrado al llegar.

—Mi amigo Dimas dijo la verdad —susurró Simón—. En ti habita el espíritu de Dios.

Dimas bar-Dimas miró con orgullo y celos al mismo tiempo cuando Jesús y los discípulos rodearon a Simón de Cirene como si dieran la bienvenida a casa al hijo pródigo sobre quien el Rabí había predicado con tanto cariño. Su orgullo era comprensible, al haber sido el pastor que había traído a esta oveja negra al rebaño. Los celos, sin embargo, lo sorprendieron y lo turbaron, aunque no podía desprenderse del deseo de ser el que estaba allí recibiendo el cálido abrazo del grupo.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por alguien que llamaba desde el extremo más alejado del jardín.

—¡Dimas!, ¡Bar-Dimas! Por favor, ¡que alguien me ayude! Busco al hijo mayor de Dimas de Galilea. ¡Soy su hermano y le traigo noticias!

Al reconocer la voz, Dimas corrió hacia el límite de la oscuridad y gritó:

—¡Tibro! ¡Aquí estoy!

Se oyó un crujido en la maleza y un joven judío entró en el círculo iluminado. Aunque un poco más alto y más musculoso que Dimas, se parecía mucho a su hermano mayor, con la misma barba recortada y unos ojos encantadoramente verdes. Y, como el discípulo Pedro, Tibro llevaba una espada corta al cinto que ceñía su cintura. Una daga colgaba del mismo cinto.

Aunque parecidos en apariencia, el temperamento de los hermanos era diferente. Dimas tenía el espíritu amable de su madre y era un hombre de letras, capaz de leer y escribir en griego, latín, hebreo y arameo. Tibro, que tenía diecinueve años, era tres más joven que Dimas y tenía el carácter exaltado y voluble de su padre, rápido a la hora de juzgar e igualmente rápido a la hora de actuar de acuerdo con ese juicio.

—¡Alabado seas! ¡Menos mal que te he encontrado! —exclamó Tibro, dando a su hermano unas palmadas en la espalda—. Tenemos que actuar rápidamente. Padre está en peligro.

—¿Qué ha pasado?

—Hemos sido atacados por soldados romanos. Yo he podido escapar, pero han capturado a padre, a Gestas y a Barrabás.

Las noticias no sorprendieron a Dimas. Hacía mucho tiempo que su padre se había inclinado hacia un nacionalismo fanático. El y su hermano menor seguían a Barrabás, jefe de una facción de los zelotes. Creían que cualquiera que impusiera o incluso reconociera otra ley que no fuese la del Dios hebreo era un malvado al que había que eliminar; no solo los romanos, sino cualquier judío que colaborara con ellos.

—¿Lo tienen los romanos? —preguntó Dimas.

—Lo han llevado ante el Sanedrín para que lo juzguen. ¿Puedes imaginar una traición mayor que el hecho de que sean judíos quienes juzguen a judíos por un delito contra Roma?

—Hace mucho tiempo que temía algo así —dijo Dimas—. Pero vamos, haremos lo que podamos.

Se dispusieron a salir del jardín.

—Bar-Dimas —llamó Jesús y los hermanos se detuvieron y miraron hacia atrás—. No podéis hacer nada. Vuestro padre tiene que representar el papel escrito para él, igual que yo.

—¿El papel escrito para él? —se burló Tibro, mientras daba unas zancadas hacia el Rabí y se llevaba instintivamente la mano a la daga que llevaba al cinto—. ¿Tú, un falso profeta que aparta a nuestro pueblo de Dios, nos va a decir que nuestro padre tiene un papel que desempeñar en tu herejía?

—Por rendirme homenaje a mí, tu padre será recordado y honrado hasta el fin de los tiempos —dijo Jesús.

—¡Mi padre no te rinde homenaje! Está en prisión, esperando que los perros romanos lo crucifiquen porque es un hombre de honor y de principios que no se inclina ante ningún hombre. ¡Y morirá como un hombre de honor y de principios!

—Vamos, Tibro —le instó Dimas, tirando del vestido de su hermano—. Dijiste que padre nos necesita.

Liberándose. Tibro, rabioso, amenazó con el puño a Jesús.

—¿Homenaje? ¡Lo vería morir antes que blasfemar, rindiendo homenaje a alguien de tu calaña!

—Déjame enseñarle algunos modales a ese crío insolente, Maestro —dijo Pedro, aferrando la empuñadura de su espada.

—No, Pedro. Porque también Tibro tiene un papel que desempeñar en el gran misterio —sonriendo, Jesús dio la espalda al airado joven zelote y abrió los brazos como para empujar a sus seguidores—. Vamos, es la hora de nuestra cena.

Mientras los discípulos se encaminaban hacia un edificio cercano, en el que harían la comida ceremonial de la primera noche de la Pascua, Simón permaneció inmovilizado entre sus nuevos compañeros y el que lo había traído al jardín y ahora desaparecía en la oscuridad.

Sintió una mano en el hombro y se volvió para ver al Rabí mirándolo con compasión y comprensión.

—Síguelo —le dijo Jesús en voz baja—. Nuestro tiempo de estar juntos todavía está por llegar, pero tu amigo aún necesita tus sabios consejos.

Simón dudó; después, sintió que se rendía a la voluntad del Maestro.

—¿Te veré de nuevo? —preguntó.

—Seguro, de hoy en adelante, iremos juntos —respondió.

Asintiendo con la cabeza en aceptación, Simón se volvió, apresurándose en la noche.

Capítulo 6

D
imas y Tibro permanecían en una cámara exterior de la Torre Antonia, con la esperanza de que el prefecto los recibiera en audiencia. Habían pasado la noche yendo de un funcionario judío a otro, hasta que descubrieron que su padre ya había sido condenado por el Sanedrín y remitido a los romanos para su ejecución.

Cuando regresó el funcionario que había recibido su solicitud, negó con la cabeza.

—Su excelencia Poncio Pilato no os recibirá. Marchad, pues.

—Quizá no entendiera nuestras pretensiones —dijo Dimas con forzada tranquilidad, deteniendo con la mano a su hermano, más exaltado—. No venimos a pedir la liberación de Dimas de Galilea, sino únicamente el permiso del prefecto para visitar al preso antes de que se ejecute la sentencia.

—No es buen momento —replicó el funcionario con un rápido movimiento de la mano—. Ahora mismo, acaban de traer ante el prefecto a ese hombre, Jesús de Nazaret. El Sanedrín también ha pedido para él la crucifixión.

—¿Qué? —espetó Dimas—. ¿Van a crucificar a Jesús? Pero, ¿por qué? ¿Qué delito ha cometido?

El hombre negó con la cabeza.

—Su excelencia está perplejo por esa misma cuestión. El pobre hombre no parece más que un autoproclamado profeta y esta maldita tierra está plagada de gente de esa clase. Sin embargo, Caifás insiste en su ejecución y Herodes Antipas le apoya.

—¿Qué tiene que ver Herodes con todo esto? El gobierna Galilea, no Judea.

—Pero está pasando la Pascua aquí, en la capital, y, como Jesús es de Nazaret, de Galilea, el prefecto creyó políticamente correcto enviarlo a Herodes.

—Así que fue Herodes quien lo condenó…

El funcionario sonrió con cierto aire de satisfacción.

—¿Herodes? Dicen que está muerto de miedo con este profeta; cree que es la resurrección del bautista que aceptó decapitar. No… como es habitual, quiere mantener sus manos limpias. Lo devolvió aquí apoyando la resolución que recomendara el Sanedrín.

—Y el consejo recomienda lo que diga Caifás —susurró Dimas, apretando las manos.

El funcionario se encogió de hombros y se retiró atravesando la cámara.

—No te entiendo —dijo Tibro entre dientes—. ¿Nuestro padre ha sido condenado y, sin embargo, tú te preocupas por ese hombre, por Jesús?

—El solo es culpable de predicar la palabra de Dios.

—¿Y padre? —preguntó Tibro, agarrando la manga de su hermano—. Mientras tu Jesús habla de una vida mejor para nosotros, los judíos, padre trabaja para realizarla.

—Sí, el trabajo de un zelote —susurró Dimas—. Y siempre ha sabido que ese trabajo podía llevarlo… bueno, a acabar así.

Al ver que el funcionario iba a salir de la cámara, Dimas se liberó de su hermano y llamó al hombre.

—Una cosa más, por favor —cuando se detuvo y miró hacia atrás desde la puerta abierta, Dimas continuó—. Dice que el Sanedrín ha pedido la crucifixión de Jesús. Entonces, su suerte todavía no se ha decidido. ¿Pondo Pilato puede conmutar la sentencia?

—Si os apresuráis a salir al patio, su excelencia trata de mostrar su benevolencia perdonando a un preso como regalo de Pascua para vuestro pueblo.

—¿A cuál? —preguntó Tibro.

De nuevo, el hombre se encogió de hombros.

—¿Jesús?, ¿Barrabás?, ¿vuestro amigo Dimas, quizá? Es el pueblo quien elige.

—Vamos —dijo Tibro, tirando del brazo de su hermano—. Corramos y supliquemos por nuestro padre.

Dimas y Tibro se unieron a la muchedumbre, que pronto superó las dos mil personas arremolinadas en el pretorio, el patio enlosado de la Torre Antonia. Todos los ojos estaban fijos en la cabecera de las escaleras, en donde Poncio Pilato, el prefecto romano de Judea, se sentaba en la silla curul, la silla de marfil utilizada por los magistrados romanos como sede judicial. Aunque no pertenecía por nacimiento a la casta senatorial de la sociedad romana y era, en cambio, descendiente de domadores y tratantes de caballos, soldados y mercaderes, Pilato había ascendido en el ejército y en el servicio al gobierno imperial gracias a su ingenio, su inteligencia, su crueldad y el aprecio del arte y la ciencia del soborno.

—Ahí está —dijo Dimas, señalando a un personaje, flanqueado por soldados, que acababan de llevar y permanecía de pie, cerca de Pilato. Incluso a distancia, eran claramente visibles las señales sangrientas de los latigazos y resultaba evidente que le costaba gran esfuerzo mantenerse en pie—. ¡Oh, míralo! ¡Cómo lo han herido! Lo han molido a palos.

—¿A padre?

—A Jesús.

—¿Por qué te preocupa tanto este nazareno? ¿No tienes amor ni compasión por tu propia sangre?

—Sin duda, pero, desde hace mucho tiempo, hemos visto cómo se acercaba esta fatalidad y yo no soy su causa.

—¿Estás sugiriendo, hermano mío, que yo lo soy?

—Tú estabas con él —replicó Dimas.

Antes de que Tibro pudiera responder, se levantó Pilato de su silla y se acercó a la cabecera de las escaleras para dirigirse a la multitud. Llevaba la estola púrpura de su cargo imperial como si hubiese nacido para él, y habló en un tono grandilocuente y autoritario que no podía enmascarar su disgusto por estar en Jerusalén durante la santa estación judía, en vez de en la comodidad de su propio palacio de Cesarea, en la costa mediterránea.

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