El gran maestre, subido en su palafrén, da vueltas entre los caballeros e imparte órdenes. Bernard lo admira por su fe y su valentía. Recuerda la última vez que vino a pasar revista a los más jóvenes. Daniel no dudó en preguntarle por el miedo, por lo que se siente cuando se está en medio de la refriega, con el entrechocar de las espadas y las armaduras. El gran maestre sonrió mientras contestaba:
—
Oïl,
por supuesto que sientes el miedo dentro, en algún sitio, pero por suerte nosotros no estamos hechos como las mujeres, que pueden pensar en todo a la vez, sentimiento y lógica, emoción y cálculo, el amor, el odio y la lista de la compra; la naturaleza ha sido benévola con nosotros, nos ha hecho así: nosotros, los hombres, solo sabemos pensar en una cosa a la vez, a menudo ni siquiera nos clamos cuenta de que amamos… Y cuando estás concentrado golpeando y esquivando golpes, el miedo es grande, pero no piensas en él… Además nosotros, los templarios, somos doblemente afortunados: no tenemos miedo a morir. Para cualquiera de nosotros es mejor morir que caer en manos de los infieles, porque si hacen prisionero a un cristiano lo tratan con respeto, pero si capturan a un templario le hacen pagar la cuenta entera de la cruzada, y con propina. En efecto, disfrutan con nuestra muerte como con un prolongado banquete. Para nosotros es preferible vencer o morir —había dicho—, porque rendirnos significa morir pagando intereses…
Y he aquí que llega jadeando, de la guarnición que defiende las murallas, Gérard de Monreal, y le dice a Beaujeu que los mamelucos han tomado la muralla exterior, que los hombres de la gata de madera han tenido que claudicar y retirarse, y que los musulmanes se han dirigido a la tronera y presionan sobre las murallas interiores. Los de la guardia han dejado las torres y el corredor y han derrumbado las galerías de paso. Ahora los infieles se baten bajo la torre Maldita y una parte de ellos se ha dirigido a la puerta de San Antonio, otra parte en cambio va hacia San Romano…
—Voy a prepararme… —concluye Monreal.
—No, tú no vienes —le ordena Beaujeu.
—Pero ¿qué dices…? —protesta Gérard de Monreal.
—Embárcate enseguida, ve a Chipre, escribe la crónica de nuestras gestas si alguien regresa y te las cuenta, y sobre todo salva los
nove…
—le dice el gran maestre.
Bernard no oye bien qué debe salvar Monreal. Los
nove…
¿qué? Terminaba en
-rios…,
los
novenarios,
le pareció entender… ¿Versos? El mapa del nuevo Temple, imagina entonces, el secreto de los templarios: morirán para defender un misterioso mensaje en verso cuyo contenido ignoran… Pero ¿ahora qué le importa? Tan solo envidia a Gérard de Monreal, que debe salvarse para salvar algo por lo que, en cambio, todos ellos deben morir. Se sorprende pensando que solo desea estar en su lugar. ¡Si hubiera aprendido a escribir en lugar de a combatir…!
Entonces Beaujeu ordenó a la columna que se pusiera en marcha. Fueron al palacio de la Orden de los Hospitalarios y también ellos, después, se dirigieron veloces a la puerta de San Antonio…
Así estaban entonces las cosas en Outremer.
Pues en este día de primavera y de muerte, entre las dos murallas de San Juan de Acre, para reconquistar con su heroísmo la simpatía de Dios, treinta caballeros cristianos se aprestan a cargar contra una tropa de miles de infantes y arqueros musulmanes, y ya se sabe cómo acabará esto. Sobre todo porque los mamelucos son muchos, y además ordenados y disciplinadísimos: en primera línea están los que llevan escudos altos, y los plantan en el suelo ante la carga de la caballería enemiga; detrás están los arqueros, que tiran el fuego griego, y finalmente los lanzadores de jabalina y de flechas emplumadas. Frente a ellos, los cruzados se colocan en línea en torno a Guillaume de Beaujeu, que guía la carga. Bernard está entre Daniel y su padre. A la voz del gran maestre, gritan el lema:
—Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini Tuo da gloriam.
Lanza en ristre, espolean a los corceles y ganan poco a poco velocidad bajo puñados de proyectiles de fuego, flechas y jabalinas. Cuando están ya muy cerca de los musulmanes, con el rabillo del ojo Bernard ve caer a Daniel a su derecha; no sabe si es él o su caballo el que ha sido alcanzado, pero no tiene tiempo de pensarlo, hay que avanzar todo lo posible y prepararse para ser repelidos aguantando los pies en los estribos. El impacto sobre el muro de escudos es violentísimo, la primera fila de infantes sarracenos es derribada por el ímpetu de los caballos y ensartada por las lanzas, que cuando aciertan se rompen sobre los cuerpos enemigos. La de Bernard ha traspasado a un soldado de la segunda fila, después de que su corcel haya arrollado a los de la primera.
Retroceden enseguida para preparar la segunda carga, vuelven atrás bajo una nube de jabalinas y flechas. Bernard ve en el suelo a Daniel y su caballo, muy cerca de la primera línea enemiga. Quisiera parar y cargarlo en el suyo, pero no puede, la disciplina es férrea entre los del Temple; el resultado de la batalla está claro, sin embargo cualquier error, incluso el más pequeño, puede comprometer las ya mínimas probabilidades de éxito. Y así es como sobrepasan, sin detenerse, también a un caballero inglés que ha perdido el corcel y se está retirando a pie. Está a un paso de ellos cuando es alcanzado entre las mallas de la armadura por un dardo incendiado y debajo la cota se enciende. No pueden socorrerlo, y oyen sus gritos desgarradores mientras se abrasa como un caldero de pez.
Los mamelucos aprovechan la breve pausa para levantar los escudos y avanzar. Los cruzados se detienen a la altura de la retaguardia cristiana de a pie; después se dan media vuelta, cierran las filas, desenvainan las espadas y, a la señal del gran maestre, vuelven a salir enseguida al galope. Los turcos se detienen, plantan en el suelo sus escudos, pero la lluvia de flechas no para en ningún momento. Bernard ve que los mamelucos han alcanzado el punto en el que había caído Daniel, que ha desaparecido, y por tanto está acabado. Experimenta dolor, tiene miedo. Pero debe evitar el macabro espectáculo del caballero inglés que está frente a él, aún en pie, una antorcha de hierro, lenguas de fuego que escapan por cada ranura de la armadura… Y debe recuperar rápidamente la alineación con los demás, que están acelerando en el último tramo. El impacto es violento, la primera fila enemiga cae al suelo, los caballeros del Temple golpean donde pueden con las espadas y los escudos redondos. Se sienten invulnerables a caballo y con las pesadas armaduras de hierro, cada uno de ellos puede matar a decenas, pero esta fase del combate con las espadas es larga, y las llamas y el sol que avanza vuelven poco a poco abrasadoras las corazas y el yelmo; el humo del fuego griego es tan denso y negro que impide a los cristianos incluso verse unos a otros. Sudan, se asfixian y sus fuerzas disminuyen, los movimientos se vuelven cada vez más lentos y descoordinados. Ve caer a su padre, una flecha clavada en la garganta entre el borde del yelmo y las mallas de la armadura. Querría llorar, pero no tiene tiempo: un turco hiere a su corcel. Entonces él lo golpea con toda la rabia que tiene en el cuerpo, para vengar a su padre, a Daniel, al caballo… Finalmente consigue instintivamente replegarse y, a medio camino entre la refriega y la retaguardia, el animal cae muerto en el suelo. Se vuelve a levantar en medio del humo y se pone a andar lo más rápido que puede bajo la lluvia de fuego. Entonces reconoce la silueta negra de Guillaume de Beaujeu, que lo supera: se está retirando y el gonfaloniero —el abanderado— va delante. A pie, se esfuerza por permanecer cerca de él. Ve que los cruzados del valle de Espoleto salen a su paso gritando:
—Señor, por favor, ¿adonde vais? ¡Si vos nos abandonáis, San Juan de Acre está perdido!
El gran maestre levanta el brazo y enseña la herida mortal que le ha abierto las carnes bajo la axila, donde por la prisa por intervenir no ha atado bien las láminas de la armadura. El dardo ha penetrado un palmo en su cuerpo.
—Busco un lugar más silencioso que este para morir —susurra, y se desploma sobre su magnífico caballo turcomano.
Solo ahora, todos lo saben, Outremer está realmente perdido.
Sus hombres desmontan de los caballos y lo sostienen, después lo colocan sobre un pavés largo. Bernard llega justo a tiempo para echar una mano en la tarea de arrastrarlo a pie hasta la puerta de San Antonio, donde encuentran cerrado el puente levadizo sobre el foso. Continúan entonces hasta al puente que lleva a la morada de la
Damoysele Marie,
y entran allí. Liberan al gran maestre de la armadura cortándole la coraza a la altura del hombro, le quitan con el máximo cuidado el dardo y desinfectan como pueden la herida, que no deja de sangrar. Guillaume de Beaujeu tiene los ojos abiertos, pero ni habla ni grita. Observa resignado lo que sucede, aprieta la muñeca de Bernard para darle ánimos…
Entonces deciden dirigirse al mar para intentar llevarlo en barca a los baluartes del Temple. En la playa encuentran a gente que intenta huir, se dice que los mamelucos ya han tomado la torre Maldita y derribado en San Romano las máquinas de guerra de los pisanos. Pronto estarán en el corazón de la ciudad vieja, solo la fortaleza de los templarios puede resistir aún algunos días más. Mientras tanto el gran maestre se ha desmayado y Bernard se da cuenta ahora de que está aterrorizado. El calor del esfuerzo y de las altas horas de la mañana es insoportable, empieza a temblar presa de incontrolables convulsiones y casi no puede ni respirar. Allí en la playa ya no lo necesitan. Decide entonces escapar. Atraviesa corriendo el barrio de Montmusart, entra en la ciudad vieja y se detiene a recuperar el aliento. Se esconde en un callejón, se acurruca, se quita la coraza abrasadora, dentro de la cual su angustia se cuece a fuego lento. Ahora, finalmente, puede llorar por su padre, por Daniel, por Guillaume de Beaujeu, por el final de Outremer… Pero en la placita adyacente oye gritos, observa la desbandada de mujeres y niños, y ve llegar a la primera cuadrilla de mamelucos que ha logrado entrar. Mientras esperan a los demás, avanzan y se apoderan del botín. Ve a dos que han capturado a una chica muy joven, acaso de quince años, y están discutiendo quién debe quedársela. Han desenvainado las espadas e incluso empiezan a batirse en duelo entre ellos, mientras la chica intenta escapar. Pero uno de los dos se lanza sobre ella, la coge por el pelo. Con un golpe de cimitarra de inaudita violencia le corta la cabeza y se la lanza al compañero, que rompe a reír: un trozo para cada uno y tan amigos como antes. Así están las cosas en Outremer…
Se pone a correr por los callejones del barrio genovés, llega velocísimo al puerto, pero ya en la calle de los pisanos hay tantísima gente intentando huir por mar que parece imposible acceder a una galera. Aplastado entre la multitud, intenta de todos modos abrirse paso. Delante de él ve a una mujer embarazada, tumbada en el suelo, que ha muerto asfixiada por la multitud; encima de ella, la gente camina. Así están las cosas: los turcos están llegando, a quien no consiga enseguida subir a una nave le espera la masacre a ciegas; el mameluco es famoso por su crueldad, como demostró en Trípoli dos años antes. Se abre paso como puede con sus brazos vigorosos; si sobrevive se avergonzará para siempre de haber empujado a los viejos y a las mujeres para salvarse a sí mismo. No ve la hora de avergonzarse. Cerca del muelle largo divisa los mástiles de una gran nave que se ha ido a pique por sobrecarga aun antes de soltar amarras, cadáveres que flotan, gente que ha subido a bordo sin saber nadar. Después ve a un camarada que le hace gestos para que se acerque hacia un lugar del muelle donde está a punto de zarpar el
Faucon,
la gran nave templaria. Empieza a dar codazos para alcanzarla, pues nadie cargará jamás a este populacho, y el rey y los barones hace ya tiempo que se marcharon.
Casi ha llegado al amarradero, donde algunos caballeros del Temple seleccionan el acceso, cuando nota una punzada, un dolor lacerante en la espalda, y ve la punta de una hoja de metal asomar ensangrentada por su pecho, bajo el hombro derecho. Alguien más feroz o más asustado que él, para llegar a la nave, se ha abierto paso con la espada.
Cae al suelo, un nudo en la garganta, el miedo a la oscuridad eterna. Asesinado por un cristiano mientras daba codazos entre mujeres y viejos, ni tan siquiera le espera el paraíso de los mártires… En algún sitio había oído el rumor de que, cuando se está a punto de morir, la vida pasa ante nuestros ojos en un instante. Será que vida ha tenido poca, pues no ve nada: entre una gran cantidad de pies, que tiemblan y se arrastran frente a él, solo un escorzo del mar que muere.
Egli era suo costume, quale ora sei o otto opiù o meno canti fatti n'avea, quegli, prima che alcuno altro gli vedesse, donde che egli fosse, mandare a messer Cane della Scala, il quale egli oltre ad ogni altro uomo avea in reverenza; epoi che da lui eran veduti, ne facea copia a chi la ne volea. E in così fatta maniera avendogliele tutti, fuori che gli ultimi tredici canti, mandati, e quegli avendo fatti, né ancora mandatigli, avvenne che egli, senza avere alcuna memoria di lasciargli, si morì. E, cercato da que' che rimasero, e figliuoli e discepoli, più volte e in più mesi fra ogni sua scrittura se alia sua opera avesse fatta alcuna fine, né trovandosi per alcun modo li canti residui, essendone generalmente ogni suo amico cruccioso che Iddio non l'avea almeno tanto prestato al mondo che egli il picciolo rimanente della sua opera avesse potuto compiere, dal più cercare, non trovandogli, s'erano, disperati, rimasi.
G. Boccaccio,
Trattatello in laude di Dante
[3]
13 de septiembre de 1321
A
mitad de mis días me iré a las puertas de los Infiernos».
Quién sabe por qué precisamente entonces le vinieron a la cabeza, mientras apoyaba un pie en tierra tocando cautelosamente el suelo, aquellas palabras misteriosas que había escrito el consejero de Acaz de Judea, el más grande entre los profetas de la era antigua… Acaso nos sucede a todos antes o después, justo en la mitad de una vida, a los treinta y cinco años, los que tenía también él: que uno pueda ser presa de una inexplicable sensación de vacío, como cuando se baila al borde del abismo. Sucede sobre todo si se ha extraviado el camino, y se camina dificultosamente e inquieto entre los remolinos malsanos de la soledad, que repentinamente todo parece insulso,
vanitas vanitatum,
incluso el hecho de estar donde se está, si se había partido con otras aspiraciones. Si se quiere ser honesto con uno mismo, se debe admitir un medio naufragio; de otro modo se corre el riesgo de aferrarse a ilusiones fallidas, de crearse una coartada para el fracaso, de proseguir el viaje meciéndose entre las mentiras poco tranquilizadoras de una falsa consciencia…