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Authors: Paul Auster

Tags: #Relato

El libro de las ilusiones (11 page)

BOOK: El libro de las ilusiones
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Seis meses después, un artículo del número de febrero de
Photoplay
presentaba una visión más sobria del pasado de Hector. Para entonces ya se habían distribuido varias de sus películas, y como el interés por su obra crecía en todo el país, sin duda iba disminuyendo la necesidad de distorsionar su vida anterior. Firmaba el artículo una periodista de plantilla, Brigid O'Fallon, y por los comentarios que hacía en el primer párrafo sobre la
mirada penetrante
y la
elástica musculatura
de Hector, enseguida se comprendía que su única intención era halagarlo. Encantada por su marcado acento español y alabándolo al mismo tiempo por la soltura con que hablaba inglés, le pregunta por qué tiene nombre alemán.
Es muy sencillo
, contesta Hector.
Mis padres nacen en Alemania, y yo también. Todos emigramos a Argentina cuando soy niño. Hablo el alemán con ellos en casa; el español, en el colegio. El inglés viene después, cuando estoy en Estados Unidos. Todavía un poco verde
. La señorita O'Fallon le pregunta entonces cuánto tiempo lleva aquí, y Hector dice que tres años. Eso, desde luego, contradice la información publicada en el
Bulletin
de Kaleidoscope, y cuando Hector se pone a enumerar los trabajos que ha realizado desde su llegada a California (ayudante de camarero, vendedor de aspiradoras, peón caminero), no menciona ninguna ocupación anterior en el mundo del espectáculo. Nada que ver con la gloriosa carrera latinoamericana, según la cual era un personaje muy popular.

No es difícil rechazar las exageraciones del departamento de publicidad de Hunt, pero el simple hecho de que despreciaran la verdad no hacía que la historia de
Photoplay
fuese más exacta o verosímil. En el número de marzo de
Picturegoer
, un periodista llamado Randall Simms, contando una visita que hizo a Hector en el plató de
El lío del tango
, confiesa que se quedó enteramente pasmado al ver que
esa máquina de hacer reír argentina habla un inglés impecable, con apenas un leve acento extranjero. Si no se sabe de dónde es, se juraría que se ha criado en Sandusky, Ohio
. La intención de Simms es laudatoria, pero su comentario suscita inquietantes cuestiones sobre los orígenes de Hector. Aunque se acepte que Argentina fue el país donde transcurrió su niñez, parece haberse marchado a Estados Unidos mucho antes de lo que sugiere el artículo. En el siguiente párrafo, Simms cita las siguientes palabras de Hector:
Fui un chico muy malo. Mis padres me echaron de casa cuando tenía dieciséis años, y nunca volví. Con el tiempo viajé al Norte y acabé en Estados Unidos. Desde el principio, sólo tenía una idea en la cabeza: triunfar en el cine.
El hombre que pronuncia esas palabras no se parece en absoluto al que Brigid O'Fallon había entrevistado un mes antes. ¿Utilizaba el marcado acento extranjero como recurso cómico, o es que Simms desfigura a propósito la verdad, poniendo de relieve el dominio de Hector de la lengua inglesa con objeto de convencer a los productores de sus posibilidades como actor del cine sonoro para los meses y años siguientes? Puede que ambos se confabulasen para hacer el artículo, o quizá hubo un tercero que sobornó a Simms; Hunt, posiblemente, quien para entonces tenía graves problemas económicos. ¿Acaso Hunt trataba de incrementar el valor de Hector en el mercado para traspasarlo a otra productora? Es imposible saberlo, pero cualesquiera que fuesen los motivos que impulsaron a Simms, y por mal que O'Fallon hubiese transcrito las declaraciones de Hector, ambos artículos no concuerdan, por mucho que quiera justificarse a los periodistas.

La última entrevista que publicaron de Hector apareció en el número de octubre de
Picture Play
. Por lo que dice a B. T. Barker —o al menos lo que Barker quiere hacernos creer que dijo—, parece probable que nuestro héroe contribuyó personalmente a crear esa confusión. Esta vez, sus padres proceden de la ciudad de Stanislav, en el extremo oriental del Imperio austrohúngaro, y la lengua materna de Hector es el polaco, no el alemán. Se marchan a Viena cuando él tiene dos años, se quedan allí seis meses, y luego se van a Estados Unidos, donde pasan tres años en Nueva York y un año en el Medio Oeste antes de levantar el campo de nuevo e instalarse en Buenos Aires.

Barker lo interrumpe para preguntarle dónde vivían en el Medio Oeste, y Hector, con toda la calma, responde: En
Sandusky, Ohio
. Justo seis meses antes, Randall Simms había mencionado Sandusky en su artículo del
Picturegoer
, no como un sitio real, sino como una metáfora, un ejemplo de ciudad norteamericana. Ahora Hector se apropia de la ciudad y la incorpora a su historia, quizá por el simple motivo de que le atrae la áspera y cadenciosa música de las palabras.
Sandusky, Ohio
, tiene una agradable sonoridad, y el brusco y ternario ritmo sincopado se ajusta a las reglas de la métrica con toda la fuerza y precisión de un verso bien construido. Su padre, según afirma, era un ingeniero de caminos especializado en la construcción de puentes. Su madre,
la mujer más guapa del mundo
, era bailarina, cantante y pintora. Hector los adoraba a los dos, era un niño religioso, que se portaba muy bien (al contrario que el niño malo del artículo de Simms), y hasta su trágica muerte en un accidente de barco cuando él tenía catorce años, pensaba seguir los pasos de su padre y hacerse ingeniero. La muerte repentina de sus padres lo cambió todo. Desde el momento en que se quedó huérfano, sigue diciendo, su único sueño era volver a Estados Unidos y empezar allí una nueva vida. Hizo falta una larga serie de milagros antes de que eso pasara, pero ahora que ha vuelto, está seguro de que éste es el sitio donde siempre ha querido estar.

Puede que algunas de esas declaraciones sean ciertas, pero no muchas; quizá no lo sea ni una sola. Esa es la cuarta versión que da de su pasado, y aunque todas tienen determinados elementos en común (padres que hablan alemán o polaco, temporada en Argentina, emigración del viejo al nuevo mundo), todo lo demás está sujeto a variaciones. En un momento dado, se muestra práctico y perspicaz en la versión que da de sí mismo; en otro momento, se vuelve asustadizo y sentimental. Frente a un periodista actúa como un provocador, pero ante otro se muestra humilde y gazmoño; nace rico, nace pobre; tiene marcado acento extranjero, habla sin ningún acento. Si se suman todas esas contradicciones, no se llega a nada concreto: el retrato de un hombre con tantas personalidades e historias familiares que se ve reducido a un montón de fragmentos, a un rompecabezas cuyas piezas ya no encajan. Cada vez que se le formula una pregunta, da una respuesta diferente. Un torrente de palabras fluye de sus labios, pero está resuelto a no decir lo mismo dos veces. Da la impresión de que oculta algo, de que protege un secreto, pero encara sus confusiones con tal gracia y chispeante buen humor que nadie parece darse cuenta. Para la prensa es irresistible. Hace reír a los periodistas, los divierte con pequeños trucos de magia, y al cabo de un tiempo dejan de insistir sobre los hechos y se rinden ante el magnífico espectáculo. Hector sigue improvisando sobre la marcha, pasando a una velocidad frenética de los adoquinados bulevares de Viena a las eufónicas llanuras de Ohio, y al cabo empieza uno a preguntarse si se trata de un juego de equívocos o simplemente de un desatinado intento de combatir el aburrimiento. Puede que sus mentiras sean inocentes. Quizá no pretenda engañar a nadie, sino que esté buscando un medio de entretenerse. Al fin y al cabo, las entrevistas pueden resultar un trámite aburrido. Si todo el mundo hace las mismas preguntas, a lo mejor hay que contestarlas de manera diferente, sólo para mantenerse despierto.

Nada era seguro, pero tras pasar por el tamiz todo ese revoltijo de recuerdos fraudulentos y anécdotas espurias, tuve la impresión de haber descubierto un dato de menor importancia. En las tres primeras entrevistas, Hector evita mencionar el lugar de su nacimiento. Cuando le pregunta O'Fallon, dice que Alemania; cuando le pregunta Simms, contesta que Austria; pero en ninguna de esas circunstancias facilita detalle alguno: ni pueblo, ni ciudad, ni región. Sólo cuando habla con Barker se abre un poco y colma las lagunas, Stanislav había formado parte de Austria-Hungría, pero tras la disolución del imperio y el fin de la guerra pasó a integrarse en Polonia. Para los estadounidenses, Polonia es un país remoto, aún más que Alemania, y con Hector haciendo todo lo que podía para difuminar sus orígenes extranjeros, era extraño que admitiese como lugar de nacimiento una ciudad con ese nombre. La única razón que podía haber tenido para hacerlo, en mi opinión, es que era cierto.

No había manera de confirmar esa sospecha, pero no tenía sentido que Hector hubiera mentido en eso. Polonia no le convenía mucho, y si había decidido inventarse unos antecedentes falsos, ¿para qué iba a molestarse en mencionar siquiera ese país? Fue un error, una falta de atención, y en cuanto Barker se da cuenta del descuido, Hector intenta arreglar las cosas. Si acaba de revelarse como demasiado extranjero, ahora contrarrestará el fallo insistiendo en sus credenciales norteamericanas. Se sitúa en Nueva York, ciudad de emigrantes, y luego remacha el clavo trasladándose al interior, Y ahí es donde entra en escena
Sandusky, Ohio
, Se saca el nombre de la manga, recordándolo de una reseña publicada seis meses antes, y se lo suelta al confiado B. T. Barker. Eso sirve muy bien a sus propósitos. Desvía del tema al periodista, que, en lugar de hacerle preguntas sobre Polonia, se retrepa en el asiento y se pone a recordar con Hector los campos de alfalfa del Medio Oeste.

Stanislav está situada un poco al sur del río Dniester, a medio camino entre Lvov y Czernowitz, en la provincia de Galitzia. Si ésa es su tierra natal, entonces sobran motivos para suponer que era judío. El hecho de que en esa región abundaban las colonias judías no fue suficiente para convencerme, pero asociando la población judía a la circunstancia de que su familia se marchara de la zona, el argumento resulta bastante convincente. En esa parte del mundo los únicos que emigraban eran judíos, y empezando con los pogromos rusos del decenio de 1880, centenares de miles de inmigrantes que hablaban yídish se dispersaron por Europa occidental y Estados Unidos. Muchos de ellos también se dirigieron a Sudamérica. Sólo en Argentina, la población judía pasó de seis mil a más de cien mil entre el cambio de siglo y el estallido de la Primera Guerra Mundial. Sin duda alguna, Hector y su familia contribuyeron a engrosar las estadísticas. Porque si no lo hicieron, sería casi imposible que hubieran acabado en Argentina.

En aquel momento de la historia, las únicas personas que viajaban de Stanislav a Buenos Aires eran judíos.

Estaba orgulloso de mi pequeño descubrimiento, pero eso no quería decir que le atribuyera gran importancia. Si Hector ocultaba efectivamente algo, y si ese algo resultaba ser la religión en la que se había criado, entonces todo lo que yo había descubierto sería la forma más pedestre de hipocresía social. En aquellas fechas no era un delito ser judío en Hollywood. Era simplemente algo de lo que se prefería no hablar. Para entonces Jolson ya había realizado El cantor de jazz, y los cines y teatros de Broadway se llenaban de público que pagaba para ver a Eddie Cantor y Fanny Brice, para escuchar a Irving Berlin y a los Gershwin, para aplaudir a los Hermanos Marx. Ser judío pudo haber sido una carga para Hector. Quizá le molestara ese hecho, e incluso lo avergonzara, pero me resultaba difícil imaginar que lo hubieran asesinado por eso. Siempre hay algún fanático por ahí suelto con suficiente odio en el pecho para matar judíos, desde luego, pero quien hace eso quiere que su crimen se conozca, desea utilizarlo como ejemplo para asustar a otros, y cualquiera que pudiese haber sido el destino de Hector, una cosa era cierta, y es que nunca se había hallado su cadáver.

Desde el día que firmó con Kaleidoscope hasta la fecha de su desaparición, la carrera de Hector duró diecisiete meses en total. Por breve que fuera ese periodo, alcanzó cierro grado de reconocimiento y, a principios de 1928, su nombre ya empegaba a figurar en las crónicas sociales de Hollywood. En el curso de mis viajes yo había conseguido recuperar unos veinte documentos de ese tipo en diversos archivos microfilmados. Tuvieron que escapárseme muchos otros, por no hablar de los que se habían destruido, pero por escasas e insuficientes que fueran, tales menciones demostraban que Hector no era de los que se quedan en casa después de anochecer. Se le veía en restaurantes y clubs nocturnos, en fiestas y estrenos cinematográficos, y casi siempre que aparecía impreso, su nombre iba acompañado de una alusión a su
fascinante magnetismo
, su
mirada arrebatadora
o su
rostro de deslumbrante atractivo
. Eso era especialmente cierto cuando el artículo lo firmaba una mujer, pero también los hombres sucumbían a sus encantos. Uno de ellos, que escribía con el nombre de Gordon Fly (su columna se titulaba
La mosca en la pared
), llegó a afirmar que Hector estaba desperdiciando sus dotes de actor con la comedia y que debería dedicarse al drama.
Con ese perfil, afirmaba Fly, es un agravio al sentido de la armonía estética ver cómo el elegante Señor Mann arriesga la nariz golpeándose una y otra vez con paredes y farolas. El público estaría mejor servido si dejara esos peligrosos números para dedicarse a besar a mujeres bonitas. Seguro que hay muchas actrices jóvenes en la ciudad que estarían dispuestas a aceptar ese papel. Mis fuentes me aseguran que Irene Flowers ya ha realizado varias audiciones, pero según parece el apuesto hidalgo ha echado el ojo a Constance Hart, la mismísima chica Vigor y Vitalidad, siempre tan popular. Esperamos con impaciencia los resultados de esas pruebas cinematográficas
.

Sin embargo, la mayor parte del tiempo Hector no recibía de los periodistas más que una atención breve y superficial. Todavía no daba para un artículo extenso, no era más que un prometedor recién llegado entre otros muchos, y al menos en la mitad de las reseñas que pude consultar aparecía únicamente su nombre: normalmente junto a alguna mujer, que tampoco era más que un nombre.

Se vio a Hector Mann en compañía de Sylvia Noonan en el Feathered Nest. Hector Mann salió anoche a la pista de baile del Gibraltar Club con Mildred Swain. Hector Mann se rió mucho con Alice Dwyers, degustó unas ostras con Polly McCracken, hizo manitas con Dolores Saint John, entró discretamente en un tugurio clandestino con Fiona Maar. En total conté los nombres de ocho mujeres diferentes, pero ¿quién sabe con cuántas más salió aquel año?

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