El lenguaje de los muertos (26 page)

BOOK: El lenguaje de los muertos
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Harry volvió bruscamente la cabeza y miró, los ojos muy abiertos. ¡Y vio una hebra roja que se acercaba reptando hacia él!

—¡Vampiro! —aulló, y abandonando el sillón, se refugió en la oscuridad de la habitación.

Y en el quicio de la puerta vio una silueta: sólo podía ser aquello que él sabía que un día vendría a buscarlo.

Junto al sillón había una mesilla que Harry, al levantarse, había tumbado. Sus dedos, tanteando en la oscuridad, encontraron dos cosas: una lámpara de mesa que había caído al suelo y el arma que había puesto en condiciones ese mismo día. Y estaba cargada.

Harry encendió la lámpara, se lanzó agachado detrás del sillón esgrimió la ballesta de reluciente metal. Y vio que su peor pesadilla había entrado en la habitación.

La criatura no disimulaba su naturaleza: su piel de color gris pizarra, sus abiertas mandíbulas y lo que contenían, sus orejas puntiagudas y la capa de cuello alto que destacaba su cabeza y sus amenazantes facciones. Era un vampiro… ¡como los que aparecen en los tebeos! Pero aunque se dio cuenta de que no era verdadero (y él, más que nadie, debería saberlo), Harry tensó su dedo en el disparador del arma.

Su reacción fue total. El cuerpo que había entrenado hasta alcanzar la perfección, funcionaba tal como lo había programado durante cientos de simulacros de esta situación. Y a pesar de que acababa de despertarse —y de que sabía que la criatura que había entrado en la habitación era una falsificación—, la adrenalina corría por sus venas, su corazón bombeaba en el pecho con fuerza y el cuadrillo de cerca de cuarenta centímetros de la ballesta salió disparado en el aire. En la última milésima de segundo, Harry trató de evitar el desastre elevando la ballesta hacia el techo. Y lo consiguió, pero apenas.

Wellesley, cuando vio que Harry empuñaba una ballesta, había intentado retroceder, el rostro desencajado en una mueca de terror. El cuadrillo le pasó rozando la oreja, atravesó el cuello de la capa del traje de época que llevaba puesto, y su impulso arrastró a Wellesley contra la pared. El proyectil se hundió profundamente en el enlucido y los antiguos ladrillos, sujetando al jefe de la Organización E, que quedó allí clavado.

Wellesley escupió los dientes de plástico que llevaba en la boca, y que eran parte de su disfraz, y gritó:

—¡Idiota, no ve que soy yo!

Pero lo decía más para que le oyera Darcy Clarke, que estaba en algún lugar de la oscura casa, que Harry Keogh. Porque mientras Wellesley gritaba, su mano ya estaba debajo de la capa, cogiendo la pistola reglamentaria, una Browning de 9 milímetros. Esta era su gran oportunidad: Keogh lo había atacado, tal como él había esperado. Sería, pura y simplemente, un caso de defensa propia.

Harry, dispuesto a no correr el menor riesgo, había puesto otro proyectil en la ballesta, que estaba presta a ser disparada. En una especie de movimiento en cámara lenta, producto de sus propias acciones, vio que el brazo de Wellesley se enderezaba y se ponía en posición de disparar. Harry, no obstante, no podía creer que el hombre fuera a dispararle. ¿Por qué? ¿Qué razón tenía? O quizá Wellesley temía que fuera a utilizar por segunda vez la ballesta. Debía de ser eso, sí. Harry dejó caer su arma y alzó las manos.

Pero Wellesley no bajó el brazo. Sus ojos relucían, y sus nudillos palidecieron sobre el gatillo de la automática. Y sonreía mientras gritaba:

—¡Keogh, no sea loco! ¡No… no!

Y entonces… tres cosas sucedieron casi simultáneamente. Una: la voz de Darcy Clarke, que Harry reconoció de inmediato, gritó:

—¡Wellesley, salga de ahí! ¡Salga
inmediatamente
de ahí! —y los pasos del agente, que se acercaba, resonaron en el corredor, como resonó su maldición cuando tropezó con un tiesto con una planta y lo volcó.

Dos: Harry se arrojó hacia atrás, y se parapetó tras el sillón cuando comprendió cuál era la intención de Wellesley, y oyó el zumbido de la primera bala que erró por pocos centímetros. Y se levantó para coger la ballesta, justo a tiempo para ver cómo la furia y el deseo de matar en la mirada de Wellesley se transformaban en inconmensurable horror ante algo que parecía estar detrás de Harry.

Tres: el ruido de cristales rotos, cuando algo mojado, pesado y torpe entró destrozando las puertas del patio, algo que recibió los disparos de Wellesley que en un principio estaban destinados a Harry.

—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! —gritó el director de la Organización E vaciando su pistola por encima de la cabeza de Harry, quien a su vez se volvió hacia las destrozadas puertas de cristal.

Allí, tambaleándose por el impacto de los disparos pero no obstante en pie, se hallaba algo —alguien, aunque sería difícil decir quién era— que Harry creía no volvería a ver nunca. Y aunque no le conocía, sabía que era un amigo. ¡En los viejos tiempos todos los muertos habían sido sus amigos!

Este difunto estaba hinchado y empapado, pero intacto. No llevaba mucho tiempo muerto, aunque sí el suficiente como para oler muy mal. Y detrás de él venía otro cadáver, marchito, polvoriento, casi momificado. Ambos estaban amortajados y llevaban una piedra en la mano, y se dirigían hacia Wellesley, que aún estaba sujeto a la pared por el cuadrillo de la ballesta y continuaba apretando el gatillo de su vacía pistola.

Y Harry lo único que pudo hacer fue quedarse allí agazapado y mirar cómo los cadáveres se acercaban al director de la Organización E —que había enloquecido de terror—, y comenzaban a levantar las piedras a modo de arma.

En ese instante se encendió la luz del pasillo y Darcy Clarke entró en la habitación. Su talento para sobrevivir —que nadie percibía, excepto el propio Darcy— le gritaba que saliera corriendo de allí, pero no hizo caso de la advertencia. Después de todo, los muertos no dirigían su hostilidad contra él, sino contra su jefe.

—¡Harry! —gritó Darcy cuando vio lo que sucedía en la habitación—. ¡Por Dios, deténlos!

—¡No puedo! —le respondió Harry, también gritando—. ¡Sabes muy bien que no puedo!

Pero lo que sí podía era interponerse entre Wellesley y sus atacantes, y lo hizo. Se levantó de un salto, y consiguió meterse entre el desesperado Wellesley y las muertas criaturas. Y los dos cadáveres interrumpieron su marcha, y permanecieron con los brazos levantados, esgrimiendo las piedras. El más húmedo e hinchado intentó suavemente hacer a un lado a Harry. Y quizá lo hubiera conseguido, pero Harry, en un impulso suicida, les ordenó:

—¡No! ¡Volved al lugar de donde habéis venido! ¡Estáis cometiendo un error!

O al menos esto fue lo que intentó decir, pero sólo consiguió articular «volved al lugar…». Porque le habían prohibido hablar con los muertos. Pero, por suerte para Wellesley, a los muertos no les estaba prohibido obedecerle.

Harry se cogió la cabeza entre las manos y aulló de dolor, sacudiéndose como un títere espasmódico, y los muertos dejaron caer sus piedras, se volvieron y regresaron a la oscuridad de la que habían salido.

Wellesley, que había recuperado el habla, se dirigió a Darcy Clarke con voz de demente:

—¿Lo ha visto? ¿Lo ha visto? ¡Yo no lo creía, pero ahora lo he visto con mis propios ojos! ¡Los llamó para que me atacaran! Es un monstruo, por Dios, un monstruo. ¡Pero esto es lo último que hará, Harry Keogh, lo último!

Wellesley estaba cargando de nuevo su pistola cuando Clarke lo golpeó con todas sus fuerzas. La pistola y los proyectiles volaron por el aire, y Wellesley quedó colgado de la pared, sujeto por el cuadrillo de la ballesta.

Después se oyeron otros pasos, y entraron los dos agentes que habían permanecido en el exterior de la casa. Los hombres se preguntaron qué diablos estaba pasando allí, cuando vieron a Darcy en el suelo, con Harry, que se debatía presa de un dolor insoportable, en sus brazos. Y luego Harry Keogh se deslizó en el profundo y oscuro pozo del misericordioso olvido…

Muchas cosas ocurrieron en las nueve horas que Harry permaneció durmiendo. Llamaron a un médico de confianza de la Organización para que le viera, y también para que le inyectara un sedante a Wellesley. Clarke consideró que Sandra debía estar allí —y que debería haber estado desde el primer momento—, y se comunicó con ella; y cuando llegó la mañana, y Harry y Wellesley daban señales de que comenzaban a volver en sí, el oficial de guardia de la sede central de la Organización E llamó por teléfono.

En la Organización estaban enterados de lo sucedido. Darcy, claro está, había llamado al oficial de guardia tan pronto como pudo, le había informado de todos los acontecimientos, y también de lo que él había hecho, y al mismo tiempo había presentado su renuncia ante el ministro de quien dependían. Y también había sugerido que tal vez deberían pensar en alguien para reemplazar a Wellesley, que parecía estar algo más que chiflado. Darcy, recordando el plan de Wellesley para aterrorizar a Harry Keogh de tal manera que éste se viera forzado a utilizar el continuo de Möbius, plan que él, Darcy Clarke, había secundado, se dijo que era probable que él también estuviera un poco chiflado.

Cuando Sandra llegó, parecía preocupadísima, y después de que Darcy le explicara lo sucedido, ella le había dicho poco más o menos lo mismo, y probablemente le habría hablado en términos mucho más fuertes si no hubiera visto que Darcy estaba realmente contrito. Sandra no le culpó porque era evidente que él se culpaba a sí mismo, de modo que, en lugar de enfadarse, la joven se limitó a sentarse junto a Harry, y a velar a su lado toda la noche y parte de la mañana. Y hacía pocos minutos, cuando estaban tomando la tercera taza de café, había sonado el teléfono. Llamaban desde las oficinas de la Organización E, y querían hablar con Darcy Clarke. Él había cogido el teléfono, había escuchado durante un largo rato lo que decían desde el otro lado de la línea, y cuando colgó se había quedado un minuto reflexionando.

Habían acostado a Wellesley en el dormitorio de Harry, en la planta alta, con uno de los agentes montando guardia; Harry ocupaba el sofá del estudio donde habían tenido lugar los acontecimientos.

Taparon los cristales rotos de las puertas con una manta para que no entrara el frío de la noche. Sandra, Darcy y el otro hombre de la Organización E se quedaron en el estudio con Harry, y lo único que podían hacer era esperar a que despertara.

Pero Darcy, tras la llamada telefónica, podía hacer algo más, y la rapidez con que habían cambiado las circunstancias le había dejado sin aliento. Sandra había visto los rápidos cambios de expresión que registrara su rostro mientras le hablaban por teléfono; y ahora, al percibir telepáticamente una ráfaga de la confusión que reinaba en la mente de Darcy —y también alivio, y quizá sorpresa—, le preguntó:

—¿Qué te han dicho, Darcy?

Darcy la miró con ojos ligeramente desenfocados, y luego se dirigió al otro agente:

—Eddy, suba al piso de arriba y hágale compañía a Joe. Y cuando Wellesley despierte, dígale que está arrestado.

—¿Qué dice? —le espetó el otro, incrédulo.

—Acabo de hablar por teléfono con el oficial de guardia, y el ministro estaba con él. Parece que nuestro compañero Norman Wellesley ha estado tonteando con un individuo muy sospechoso de la embajada rusa. Está suspendido de todas sus funciones, y tenemos que entregarlo a la gente del MI5. Por el momento, yo estoy a cargo de la dirección de la Organización.

Cuando Eddy se fue arriba, Darcy le dijo a Sandra:

—Esto no es más que una pequeña parte. Me temo que tenemos un gran problema.

—¿Tenemos? —dijo ella con retintín—. No. Yo estoy fuera del asunto, sea lo que sea. Puede que hayan rechazado tu renuncia, pero no la mía. He terminado definitivamente con la Organización.

—Sí, ya sé —dijo él—, y quise decir que yo tengo un problema. No es sólo una cuestión de trabajo, sino personal. Y me temo que no puedo renunciar hasta que no lo haya resuelto. Pero tú seguramente no quieres ni siquiera enterarte, ¿o me equivoco?

—Bueno, escucharte no me hará daño —respondió Sandra.

—Se trata de Ken Layard y de Trevor Jordan —comenzó a explicar Darcy—. Estaban en Rodas, siguiendo un alijo de droga en el Mediterráneo. Y ahora parece que han sufrido un contratiempo muy serio.

—¿Están mal?

Sandra conocía a los dos hombres. De hecho, Jordan, el telépata, había sido su padrino en la Organización; la joven también conocía sus dones, y la excelente reputación de que ambos gozaban.

—Muy mal —respondió Darcy—. Y…, ¡y es algo muy extraño! Tendré que ir personalmente a averiguar qué ha pasado. Éramos muy amigos.

—¿Extraño? ¿Y por qué? —insistió Sandra.

—Trevor tuvo algunos problemas los últimos días. Nada importante, y pensaron que quizá se debía a que habían comido o bebido demasiado, o alguna cosa por el estilo. Y ahora parece que está completamente loco… o lo estaría, si no estuvieran administrándole sedantes todo el tiempo en un hospital psiquiátrico en Rodas. Y hace dos noches…, no, perdón, tres, cuando estoy cansado como ahora suelo confundirme, sacaron a Ken Layard del agua medio ahogado y con un fuerte golpe en la cabeza. El diagnóstico fue conmoción cerebral, nada más, pero lo extraño es que no está recobrándose como sería de esperar. Hay algo en todo eso que me huele mal.

—¿Cómo dices? —preguntó Harry Keogh como si le costara pronunciar cada palabra, e intentó sentarse en la cama.

Darcy y Sandra corrieron a su lado. El agente le ayudó a incorporarse mientras Sandra le acariciaba la cabeza.

Harry se soltó, y tras pasarse la lengua por los labios resecos dijo:

—Sé buena y tráeme una taza de café —y cuando la joven se marchó, concentró su atención en Darcy—. Nombres —le urgió.

—¿Cómo?

—Has mencionado a algunas personas —Harry aún hablaba con dificultad, como si le costara pronunciar las palabras—. Gente de la que yo he oído hablar, y que he conocido cuando estaba en la Organización E. —Harry puso cara de asco—. ¡Dios, qué gusto horrible tengo en la boca! —Y de repente recordó lo sucedido, y en su rostro apareció una expresión de asombro—. ¡Ese idiota quería matarme! Y luego… —Se sentó bruscamente, y sus ojos registraron la habitación.

—Eso fue anoche, Harry —le dijo Darcy, que sabía lo que Harry buscaba— Y… ahora se han marchado. Se fueron cuando les ordenaste que lo hicieran.

La angustia desapareció en parte de la expresión de Harry, reemplazada por el gesto amargo de un hombre que se siente traicionado.

—Tú estabas aquí con Wellesley —dijo en tono acusador.

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