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Authors: Katherine Webb

El Legado (50 page)

BOOK: El Legado
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—No tanto.

—Lo suficiente. Tú no tuviste la culpa de nada, espero que lo sepas. Por supuesto que lo sabes. No quería que te acordaras porque estaba avergonzada. No de haberle tirado una piedra, sino de haber huido. De dejarlo ahí, y de no decírselo a papá y mamá. ¡No sé por qué lo hice! ¡Nunca lo he sabido!

—No fue...

—Fue algo que decidí en un instante. Es lo que he llegado a pensar con los años. Tomas una decisión en un instante y, una vez que la tomas, ya no hay marcha atrás. ¿Te enfrentas a un error, por terrible que sea, o huyes de él? Yo huí. Fallé.

—No fallaste, Beth.

—Sí que lo hice. Tú solo hacías lo que yo hacía. Yo era la cabecilla, la mayor. Si hubiera hablado, él habría vivido.

—¡Y vivió!

—Habría tenido una vida normal. No tan dañado...

—Beth, es inútil. Vivió, y no es posible dar marcha atrás. Por favor, deja de torturarte. Eras una niña.

—Cuando pienso en Mary y en Clifford... —Las lágrimas le vuelven a nublar los ojos, se derraman.

No sé qué decirle. Clifford y Mary. Sus vidas se vieron más arruinadas que las nuestras. El pensamiento se asienta como plomo alrededor de mi corazón.

Me despierto en la persistente oscuridad de antes del amanecer y entro sin hacer ruido en la cocina. Me siento extraña, agotada y electrificada a la vez. Preparo café, lo bebo solo y demasiado caliente. El frío del suelo me entumece los pies a través de los calcetines. El pequeño reloj del microondas me dice que son las siete y media. La casa está silenciosa, salvo por el gorgoteo de la calefacción que libra una batalla perdida. Busco el periódico de ayer, lo miro sin ver y no logro hacer el crucigrama. La cafeína me activa el cerebro, pero no me ayuda a pensar. ¿Cómo vamos a ocultarles a los padres de Henry que está vivo? ¿Cómo? No podemos. Pero querrán saber lo que pasó. Hasta la plácida Mary, tan destrozada, querrá saber qué pasó. Clifford insistirá en hacer justicia; justicia tal como él la entiende. Querrá presentar cargos contra los Dinsdale por rapto, por negar tratamiento médico a su hijo. Probablemente querrá presentar cargos contra Beth y contra mí, aunque esto será más difícil. Graves daños corporales, tal vez. Por torcer el curso de la justicia. No tengo ni idea de qué penas se aplican a los niños. Pero puedo verlo claramente, agarrándonos a los tres entre sus dientes, sin dejar de zarandearnos. ¿Cómo podemos decírselo?

Fuera está clareando. Beth aparece a las diez, totalmente vestida. Está en la puerta con el bolso al hombro.

—¿Cómo te encuentras?

—Estoy... bien. Tengo que irme. Maxwell me va a traer a Eddie mañana después de comer y no tengo nada preparado... y tengo que ir a la peluquería antes de que llegue. Voy a tenerlo hasta que vuelva al colegio el miércoles.

—Estupendo. Pero pensaba que... íbamos a hablar de esto. De Henry.

Niega con la cabeza.

—Aún no estoy preparada, pero me siento mejor.

—Bien. Me alegro, Beth. De verdad. No hay nada que desee más que verte dejar atrás todo esto.

—Eso es lo que yo deseo también. —Suena más ligera, casi animada, y sonríe lista para salir, agarrando el bolso con convicción.

—Solo... que no sé qué deberíamos decirles a Clifford y Mary. Qué deberíamos decirles...

Se le desencaja el rostro. Sus pensamientos siguen el mismo curso que los míos, solo que yo le llevo varias horas de ventaja. Se humedece los labios con la lengua rápidamente, nerviosa.

—Ahora tengo que irme. Pero, la verdad, Riele, no creo que yo deba opinar sobre lo que hay que hacer. No tengo derecho. No quiero tenerlo. Ya le he causado bastante perjuicio a él, a ellos. No creo que ninguna idea que venga de mí sea buena. —Vuelve a ensombrecérsele la cara.

—No te preocupes, Beth. Yo lo arreglaré. —Sueno muy segura.

Ella me sonríe, diáfana y maravillosa como las alas de una mariposa. Se acerca y me abraza.

—Gracias, Erica. Te debo mucho.

—No me debes nada. —Niego con la cabeza—. Eres mi hermana.

Me estrecha con toda su fuerza contra su cuerpo, una rama de sauce.

Empieza a caer aguanieve del cielo gris plomo cuando subimos al coche, y justo cuando arranco el motor Dinny aparece de detrás de los árboles y da unos golpecitos en el cristal.

—Esperaba pillaros. Suponía que te irías esta mañana —le dice a Beth.

Solo una leve nota de reproche, pero no lo suficiente para dibujar una línea entre sus cejas.

—Beth tiene que coger el próximo tren —digo.

Me mira y asiente.

—Mira, Beth, solo quería decirte... que cuando anoche dije que lo mataste, no quería decir eso..., que lo hicieras deliberadamente ni nada parecido. Yo solía preguntarles a mis padres por qué era tan cabrón Henry. Por qué era tan amedrentador y tan diabólico... Me decían una y otra vez que cuando los niños se portan así es porque no son felices. Por la razón que sea están llenos de miedo e ira, y la manifiestan contra las otras personas. Yo no los creí entonces, por supuesto. Creía que era un cabrón perverso, pero ahora sí lo creo. Es verdad, Henry no era feliz entonces y, bueno, ahora sí lo es. Es el alma más feliz y pacífica que conozco. Creí... que deberías pensar en ello. —Traga saliva, luego inclina la barbilla hacia nosotras y retrocede.

—Gracias —dice Beth.

No puede mirarlo a los ojos, pero lo está intentando.

—Gracias por lo que hiciste; por no decírselo a nadie.

—Nunca habría hecho nada que te perjudicara, Beth —dice él con suavidad.

Tengo blancos los nudillos con que aferró el volante. Beth asiente, con la mirada baja.

—¿Volverás alguna vez por aquí?

—Tal vez. Creo que sí. Algún día.

—Entonces hasta la vista, Beth —dice Dinny, con una sonrisa triste.

—Adiós, Dinny —susurra ella.

Él da una palmada en el techo del coche y yo me voy obediente. En el retrovisor lo veo ahí de pie, con las manos en los bolsillos, unos ojos oscuros en una cara oscura. Se queda allí hasta que desaparecemos de su vista.

Hoy es sábado, 3 de enero. Casi todo el mundo habrá vuelto a trabajar el lunes. Llamaré al abogado de la familia Calcott, un tal señor Dawlish de Marlborough, y le diré que ponga en venta Storton Manor. Tengo decisiones que tomar ahora que puedo seguir mi camino. Ya no falta ninguna pieza del rompecabezas, no hay grietas ni excusas que me retengan. No hago ruido mientras me muevo por la casa. No quiero encender la radio ni que me haga compañía la televisión. No tarareo, trato de no dar golpes; apoyo los pies con suavidad. Quiero oír el nítido clamor de las verdades que resuenan en mi cabeza. Podría dejarlo todo tal cual: el enorme árbol y todo el acebo pintado de dorado. Podrían quedarse donde están cogiendo polvo y telarañas hasta que venga el subastador a recoger todas las cosas de valor, y se presenten los de la empresa de saldos para hacerse con el resto. Reliquias de esta extraña Navidad en el limbo. Pero no soporto la idea; que los restos de nuestra vida se queden abandonados como el corazón de la manzana de Meredith en la papelera; desechado y repugnante.

Estar ocupado es bueno; evita que te abrumen los pensamientos. Solo me quedaré tres cosas: el estuche para la correspondencia de Caroline con las cartas de dentro, su retrato de Nueva York y el mordedor de Flag. Lo demás puede desaparecer. Retiro los adornos y las bolas, luego cojo los restos de la comida de Navidad de la nevera y la despensa, y los esparzo por el césped para que los pájaros o los zorros los disfruten. Encuentro unos alicates en el cajón de la antecocina, subo las escaleras hasta los balaustres de la barandilla a los que está sujeto el árbol de Navidad y corto el cable. «¡Tronco va!», grito al pasillo vacío. El árbol se inclina despacio hacia un lado y se desploma en el suelo como un perro viejo. Un chasquido amortiguado y delicado me dice que no he rescatado todas las bolas. Una cascada de agujas secas recubre las losas del suelo. Con un suspiro voy a buscar el recogedor y el escobón, y me pongo a perseguirlas por el suelo. No puedo evitar imaginarme una vida junto a Dinny, imaginarme viviendo con él; durmiendo en una estrecha litera en el fondo de su ambulancia; preparando el desayuno sobre la pequeña estufa; tal vez trabajando en cada nueva ciudad. Contratos cortos, cobertura de baja por enfermedad. Dando clases; como si alguien fuera a contratar a una profesora suplente sin una dirección fija. Acurrucada contra él por la noche, oyendo los latidos de su corazón, despertada por sus manos.

Llaman a la puerta y la voz de Dinny me saca de mis ensoñaciones.

—¿Es mal momento? —Su cabeza asoma por la puerta principal.

—No, es perfecto. Puedes ayudarme a sacar este árbol a rastras. —Sonrío, levantándome con una mueca—. Llevo demasiado rato arrodillada, y no por las mejores razones.

—¿Y cuáles son esas razones? —pregunta Dinny, con una sonrisa que me infunde calor.

—Rezar, por supuesto —le digo, toda sinceridad.

Él se ríe y me da un sobre.

—Toma, una tarjeta de Honey; por tu ayuda la otra noche y por las flores. —Saca una goma de su bolsillo y se la pone en la boca mientras se recoge el pelo, apartándoselo de la cara.

—No tenía por qué.

—Bueno, el otro día, cuando te fuiste de casa de mamá, se dio cuenta de que no te había dado las gracias. Y ahora que las hormonas se están asentando, empieza a darse cuenta de lo horrible que ha sido durante las pasadas semanas.

—Tenía motivos, supongo. No ha sido fácil para ella.

—Ella no lo hizo más fácil. Pero ahora parece que todo funciona.

—Vamos, coge una rama.

Abro las dos hojas de la puerta, y entre los dos agarramos el árbol por las ramas más bajas y lo arrastramos por el suelo. Deja una estela verde a su paso.

—Creo que no deberías haber barrido hasta haberlo sacado —comenta Dinny.

—Puede.

Abandonamos el árbol frente a la puerta y nos sacudimos las agujas con las manos. Fuera todo está goteando, cargado de agua. Los árboles con vetas oscuras, como un sudor febril. El clamor de los grajos al otro lado del jardín. Sus voces incorpóreas alcanzan la casa y regresan de nuevo como ecos metálicos; me parece notar cómo nos observan, con sus pequeños ojos como cuentas de metal. Mi corazón es lo más veloz en kilómetros a la redonda. Mis pensamientos, lo menos sosegado. Miro a Dinny, repentinamente cohibida. No sé definir lo que hay entre nosotros, no puedo palpar su forma.

—Ven a cenar esta noche —digo.

—Gracias.

He preparado una comida con los últimos restos que he encontrado en la despensa, la nevera y el congelador. Esta es la última vez. Tiraré todo lo demás: latas antiquísimas de polvos para hacer natillas; galletas para perro; tarros de melaza con la tapa oxidada; bolsas de bechamel precocinada. La casa dejará de estar habitada para permanecer vacía, dejará de ser un hogar para convertirse en una propiedad. En cualquier momento. Le he dicho que podía traerse a Harry, si quería; me ha parecido apropiado. Tengo la impresión de que debería ayudar a cuidar de él, contribuir al menos a mantenerlo. Pero Dinny se ha dado cuenta y ha fruncido el entrecejo, y cuando llega a las siete lo hace solo. Un cárabo grita desde los árboles detrás de él, anunciándolo. Una noche tranquila, fría y húmeda, como guijarros a la orilla de un río.

—Beth parecía un poco mejor cuando se ha ido —digo, abriendo una botella de vino y sirviendo dos grandes copas—. Gracias por decirle... lo que has dicho; sobre que Henry es feliz.

—Es verdad —dice Dinny, bebiendo un sorbo que le humedece el labio inferior, lo tiñe de rojo.

Lo ha sabido desde el principio. Todo este tiempo, todos estos años. No puede saber cómo me siento ahora... al bajar la vista y ver que no caminaba sobre suelo firme, después de todo.

—¿Qué es esto? —pregunta, dando vueltas a la comida con el tenedor.

—Pollo a la provenzal. Y esto son albóndigas de queso. Y ensalada de judías con espinacas en lata. ¿Por qué? ¿No te gusta?

—Sí, sí. —Sonríe y empieza a comer animosamente.

Me llevo una albóndiga a la boca. Tiene la textura de la plastilina.

—Es asqueroso, perdona. Nunca he sido una gran cocinera.

—El pollo no está mal —dice Dinny diplomáticamente.

Estamos tan poco acostumbrados a esto, a sentarnos y comer juntos, a charlar. La idea de los dos juntos, en este nuevo orden de cosas. Se produce un silencio.

—Mi madre me dijo que estabas enamorado de Beth entonces. ¿Por eso nunca contaste lo que había pasado? ¿Para proteger a Beth?

Dinny mastica despacio, traga.

—Teníamos doce años, Erica. Pero no quise delatarla, no.

—¿Todavía la quieres? —No quiero saberlo, pero tengo que hacerlo.

—No es la misma persona ahora. —Baja la vista, ceñudo.

—¿Y yo? ¿Soy la misma?

—Más o menos, sí. —Dinny sonríe—. Tan tenaz como siempre.

—Me gustaría no serlo. Solo quiero hacer lo correcto; que todo esté bien.

—Siempre lo has hecho. Pero la vida no es tan simple.

—No.

—¿Vas a volver a Londres?

—Creo que no. No, estoy segura de que no. —Lo miro cuando lo digo y no puedo borrar la pregunta de mis ojos. El me mira fijamente, pero sin una respuesta—. Clifford causará problemas si se lo cuento —digo por fin—. Sé que lo hará. Pero no estoy segura de si puedo vivir sabiendo lo que sé y dejar que Mary crea que Henry está muerto.

—No lo reconocerían ahora, Erica —dice Dinny muy serio—. Ya no es su hijo.

—¡Por supuesto que es su hijo! ¿De quién si no?

—Lleva demasiado tiempo conmigo. He crecido con él. Me he visto a mí mismo cambiar..., pero Harry se ha quedado igual, como si se hubiera detenido en el día que la piedra lo golpeó. De ser algo, es mi hermano. Es parte de mi familia ahora.

—Somos todos una sola familia, ¿recuerdas? Parece ser que en más de un sentido. Ellos podrían ayudarte a cuidarlo... O yo. Mantenerlo económicamente... El es su hijo, Dinny. ¡Y no murió!

—Pero sí que murió. Su hijo murió. Harry no es Henry. Lo apartarían de todo lo que conoce.

—Tienen derecho a saber qué fue de él. —Niego con la cabeza, incapaz de dejarlo estar.

—Entonces, ¿te imaginas a Harry viviendo con ellos, llevando una vida convencional, o ingresado en una especie de institución, donde podrían ir a verlo cuando quisieran, y probablemente se pasaría el resto del tiempo plantado delante del televisor?

—¡No sería así!

—¿Cómo lo sabes?

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