Read El laberinto de las aceitunas Online
Authors: Eduardo Mendoza
—La selección nacional contra unos cabrones. Si quieren cenar y ver el partido, les pongo una mesa. Son mil quinientas por persona.
—Antes eran mil.
—Ahora es reventa. ¿Tres?
—No, muchas gracias —dije yo—. En realidad, nosotros veníamos a preguntar que dónde caía el monasterio. Somos fotógrafos y queremos hacer un reportaje.
Los ojos del tabernero se volvieron dos ranuras a través de las cuales chispeaba la desconfianza.
—Es de noche —dijo— y hay niebla.
—Tenemos equipo electrónico —dije yo.
—Allá se las compongan —dijo él encogiéndose de hombros—. Yo ya les he dicho que no vayan. Si no quieren entender, culpa mía no habrá sido.
—¿Por qué nos desaconseja que vayamos al monasterio? —quise saber.
—Mire, señor, yo no desaconsejo ni dejo de desaconsejar. Yo soy el tabernero del pueblo. El verano pasado estuvieron aquí mismo, donde están ustedes ahora, unos franceses. Tres chicos y dos chicas. Hacía una noche parecida a ésta. Se empeñaron en ir al monasterio. A lo mejor en Francia no tienen monasterios. O estarían drogados. Los franceses, ya se sabe. La cuestión es que no hicieron caso de lo que se les dijo. Nunca los volvimos a ver. Yo no insinúo nada. Cuento lo que pasó. Aquí nací y aquí he vivido siempre. Soy ignorante y supersticioso. Por todo el oro del mundo no salía yo esta noche al bosque. Ustedes sabrán lo que les conviene.
El profesor, la Emilia y yo intercambiamos miradas.
—Le agradecemos mucho su advertencia —dijo la Emilia en nombre de los tres—, pero nos gustaría saber cómo se llega al monasterio.
—¿Traen coche? —preguntó el tabernero.
—Sí.
—Pues como si no, porque hay que llegar a pie. Sigan esta calle hasta el final y verán un sendero que trepa. Síganlo hasta encontrar un puente de madera. Pasado el puente verán una desviación. Cojan a la derecha y sigan subiendo. De todas formas, con esta niebla, se van a perder. Si a medio camino se arrepienten y quieren venir a cenar y a ver el partido, ya lo saben: dos mil calandrias.
Dimos las gracias al inflacionario hostelero y sin más dilación emprendimos la marcha. Al principio las cosas no fueron del todo mal, porque la pendiente era suave y la visibilidad relativamente buena, pero poco a poco se fue haciendo aquélla más pronunciada y cerrándose la niebla. Empezamos a darnos morrones contra los árboles y a tropezar con piedras y raíces y a meter los pies en hoyos y fangales. Afortunadamente, las blasfemias que íbamos profiriendo los tres a cada rato impedían que nos distanciáramos los unos de los otros, con fatales consecuencias. También jugaba a nuestro favor el hecho probado de que las montañas, con el paso del tiempo, hayan adquirido forma cónica, lo que garantiza a quien las escala que llegará a la cima con tal de que no deje de ir cuesta arriba y siempre que no se rompa el espinazo en el empeño.
No sé yo cuánto llevaríamos en aquella niebla procelosa, cuando el pobre historiador, en quien los años pesaban más que la determinación, rebufó a mis espaldas y murmuró:
—Ya no puedo más. Sigan ustedes, que yo me quedo aquí a pasar la noche.
Traté de alentarle diciendo que el monasterio no podía quedar lejos y que si se detenía allí podían comérselo las alimañas que, a no dudar, habían de merodear por aquel infernal paraje. Mis razonamientos, sin embargo, no hicieron mella en su postura y es probable que de allí no hubiera pasado si en aquel mismo instante la Emilia, que, ajena al incidente se nos había adelantado un buen trecho, no hubiera lanzado un grito desgarrador que nos heló la sangre en las venas y nos hizo correr con renovadas fuerzas en su ayuda.
Los gemidos en que sus gritos se habían transformado hicieron que la ubicásemos sin esfuerzo. Estaba abrazada a un árbol y tiritaba de los pies a la cabeza. Le preguntamos que qué le había ocurrido.
—Nada —dijo—, no ha sido nada.
—¿Por qué has gritado? —le dije.
Tardó un rato en contestar.
—Una tontería —dijo al fin—. Me ha parecido ver gente entre la niebla.
—¿Excursionistas?
—No…
—Por Dios, sé más explícita. ¿Qué clase de gente? ¿Cuántos eran?
—Varios. Una fila larga. Vestidos de blanco… como fantasmas. Quizá me equivoque. Es posible que fuera sólo la niebla…
—¿No te han visto?
—No lo sé. Llevaban la cara tapada. Y cantaban una canción, a coro. Los últimos transportaban…
—¿Qué? —preguntamos el profesor y yo al ver que se resistía a decírnoslo.
—Un ataúd. O así me lo pareció.
Iba yo a proponer que regresáramos a la taberna y dejáramos para mejor ocasión nuestra empresa, cuando el viejo historiador lanzó una carcajada y dijo:
—Apreciada señorita Trash, no se deje influir por el ambiente. Lo que usted ha visto no tiene nada de sobrenatural. Si hubieran estudiado ustedes el mapa con detenimiento se habrían percatado de que estamos cerca de la frontera. Ha tenido usted un encuentro fortuito con una banda de contrabandistas. Me juego lo que sea a que en ese supuesto ataúd no hay otra cosa que una vajilla de vereco, diversos electrodomésticos y varios pares de medias de cristal.
Me abstuve de decir lo que pensaba al respecto y reanudamos el ascenso formando cadena con el cinturón de la gabardina y la trabilla del pijama de don Plutarquete. Yo abría la marcha y llevaba el cinturón agarrado de una punta. Detrás venía la Emilia, que sujetaba con una mano la otra punta del cinturón y con la otra mano el extremo de la trabilla. A la retaguardia iba el viejo historiador, con una mano asiendo la trabilla y con la otra los pantalones del pijama. El método retardó considerablemente el avance y tenía, además, la desventaja para mí de permitir que el viento abriese de par en par la gabardina y que el frío y la humedad acaracolasen mis vergüenzas.
El talud era casi vertical y la niebla tan espesa que parecía que hubiésemos entrado en las ubres de una vaca cuando oí que la Emilia me llamaba. Me reuní con ella y, a modo de explicación, me mostró la trabilla del pijama: habíamos perdido a don Plutarquete. Volvimos sobre nuestros pasos y lo encontramos tendido en el suelo y con el pantalón arrollado en los tobillos.
—Esta vez —jadeó— va en serio. De aquí no me muevo aunque me maten. Por éstas.
—Don Plutarquete —dijo la Emilia—, hasta aquí hemos llegado juntos y juntos vamos a seguir hasta el fin de la aventura. Póngase de pie, súbase los pantalones y apóyese en mi hombro.
—No voy a consentir… —protestó el frágil erudito.
—Usted se calla, coño —le dijo la Emilia.
Y, sin más, flexionó las rodillas, metió el brazo por entre los fláccidos muslos del profesor y se lo echó al hombro como si fuera un costal. Le ofrecí compartir la carga, dijo que no y seguimos trepando. No creo que hubiéramos llegado muy lejos si, de pronto, un tenue tañer de campanas no hubiese traspasado la niebla.
—¡El monasterio! —gritó don Plutarquete.
Aguzamos el oído para determinar de dónde provenía el tolón y decidimos de común acuerdo que el monasterio debía de caer a la derecha, un poco más arriba y a corta distancia del punto en que nos hallábamos. Reanudamos la caminata con redoblados bríos y, tras varias peripecias orográficas que sería reiterativo pormenorizar, avistamos, entre jirones de niebla, los muros mohosos de una mole de piedra cuyos perfiles las condiciones climatológicas no dejaban percibir bien. El terreno se había vuelto llano y blando y un examen más minucioso reveló que estábamos pisoteando unas tomateras.
—La huerta del convento —dijo la Emilia arrojando al anciano a los surcos mullidos.
Las campanas habían dejado de repicar y un silencio sepulcral nos envolvía. Ahora que habíamos llegado a la meta de nuestro viaje no sabíamos qué hacer. No se nos ocultaba la posibilidad de que el monasterio, desviado de sus píos fines, fuera en realidad la guarida del enemigo y sus huestes demoníacas y de que, al dar a conocer nuestra presencia no hiciéramos sino meternos bobamente en la boca del lobo, ni habíamos olvidado tampoco las agoreras palabras del tabernero. Celebramos un breve conciliábulo y fue don Plutarquete quien esclareció con su habitual sagacidad la situación.
—La disyuntiva —dijo— es clara: o averiguamos qué se cuece en el convento o nos volvemos atrás. Yo voto por lo primero.
Se ciñó el pantalón del pijama con la trabilla y se encaminó hacia el portalón del convento. La Emilia y yo, envalentonados por su ejemplo, le seguimos. Tiró el temerario erudito del cordón que pendía del dintel y sonó en el caserón una alegre esquililla. Aguardamos trémulos a que alguien acudiese a la llamada y cuando ya creíamos que tal cosa no iba a suceder, se abrió un ventanuco en el portalón y asomó por él una cara apergaminada iluminada por la vacilante luz de una vela.
—Ave María purísima —dijo la cara—. ¿Qué desean?
—Sin pecado concebida —respondió don Plutarquete—. Queremos entrar.
—Somos del Centro Excursionista de Catalunya —añadí yo para dar verosimilitud a nuestra insólita presencia— y nos hemos perdido en la montaña. Si tuviera usted la caridad de dejarnos pasar un ratito, hasta que se disolviera la niebla…
—La niebla no levanta en todo el año —respondió secamente el portero—, pero supongo que pueden ustedes pasar y reponer fuerzas.
Cerró la mirilla, sonaron cadenas y hierros y rechinó el portalón al abrirse.
—Sean bienvenidos a la morada del Señor —dijo el portero.
Vimos que se trataba de un anciano diminuto, que había tenido que subirse a un escabel para alcanzar la mirilla. El vestíbulo estaba totalmente a oscuras, salvo por la vela que el portero había dejado en un repecho del muro. A la débil luz de la llamita, apenas si se podía ver el techo.
—Hermosa casa —dije yo.
—Una joya del arte prerrománico —nos informó el portero—. Por desgracia, en muy mal estado de conservación. La piedra se desmigaja con sólo mirarla y las vigas se nos van a caer en la cabeza el día menos pensado. Si gustan hacer un modesto donativo, les mostraré dónde estaban los frescos de la capilla.
—Preferiríamos, por el momento, hablar con el padre prior —dijo don Plutarquete.
Al portero no pareció sorprenderle esta solicitud.
—El reverendo padre prior les recibirá encantado. Tengan la bondad de seguirme ustedes dos. La señorita no puede pasar del vestíbulo, porque va con pantalones.
—La señorita tiene dispensa del obispado por motivos de salud —dije yo.
—¿También tiene dispensa para no llevar sostén?
—Es una dispensa general.
—El señor obispo sabrá lo que se hace. Por aquí, háganme el favor.
Enarboló la vela y nos adentramos en su seguimiento por un dédalo de corredores tenebrosos, barridos por corrientes de aire húmedo y flanqueados de hornacinas que albergaban polvo, detritus y alguna que otra calavera. Nuestros pasos resonaban por bóvedas y recovecos y al hablar un eco profundo nos envolvía y amedrentaba.
—¿Vienen muchos visitantes al monasterio? —le pregunté al portero, más por romper el mutismo en que habíamos caído que por afán estadístico.
—¿Cuándo? —preguntó el portero.
—Durante el año.
—No lo sé.
Decidí renunciar a las trivialidades. Nuestro guía, por su parte, se detuvo en seco ante una portezuela y llamó discretamente con los nudillos. Una voz respondió algo ininteligible desde el interior y el portero abrió y asomó la cabeza. Oí que decía:
—Unos excursionistas piden asilo: dos hombres y una señorita sin sostén.
—Que pasen —dijo una voz ronca.
—Pasen ustedes —nos indicó el portero haciéndose a un lado.
Entramos en una celda cuadrada y no muy grande, de paredes desnudas, enjalbegadas. En un rincón había un catre y en el centro de la pieza una mesa rústica a la que se sentaba un viejo monje que leía un libro voluminoso a la pálida claridad de un quinqué. El padre prior, pues no había duda de que de él se trataba, levantó la cabeza de su lectura, despachó con un gesto al portero y nos indicó que nos aproximásemos, cosa que hicimos con bastante gusto, ya que su aspecto bonachón y el ascetismo que lo rodeaba habían disipado nuestras aprensiones.
—Considérense ustedes en su propia casa —empezó diciendo el padre prior— y sírvanse disculpar los modales de nuestro portero. Es buen hombre, pero con la edad se le ha agriado un poco el carácter. Lo tengo de portero porque es el único que conserva el oído relativamente fino. Por lo demás, no solemos recibir visitas. Ya ven que ni siquiera puedo ofrecerles asiento, a no ser que se avengan a traer hasta aquí mi humilde camastro.
—No quisiéramos ocasionarle ninguna molestia, reverendo padre —dije yo.
—¿Molestia? No, al contrario. Nada que altere un poco nuestra monotonía me molesta. No debería hablar así, pero les confesaré que me he vuelto bastante frivolón. Llevo setenta y dos años consagrado al rezo y a la meditación y a veces pienso que un poco de jarana no nos vendría mal, ¿eh? Vivimos tan aislados…
—Pero tendrán contacto con la gente del pueblo —apunté.
—No. Ellos tienen su parroquia y creo recordar que el acceso al monasterio es malo. Y eso que cuando ingresé era yo joven.
—¿Quién les provee de alimentos y ropas?
—Vivimos de lo que da la huerta, que cada vez es menos, porque ya no hay nadie con energías para cultivarla. Y nosotros mismos remendamos nuestras sayas. Este hábito que llevo me lo dieron en Ávila el día que profesé. Nunca me lo he cambiado. Ahora parece que está empezando a desmenuzarse, pero, por otra parte, yo también estoy a pique de volver al polvo. Veremos quién puede con quién.
—¿Cuántos monjes componen la comunidad? —pregunté.
—Diecinueve éramos anoche. A nuestra edad, no me atrevo a aventurar cifras.
—¿Todos hombres? —preguntó la Emilia.
—Todos varones —asintió el padre prior con aire condescendiente.
—¿Y ninguno joven? —dijo don Plutarquete.
—El más joven soy yo, y creo recordar que voy por los ochenta y siete. Somos el último reducto de una orden que data de la fecha en que se erigió este monasterio. En la noche de los tiempos fue una orden numerosa, cuyos hospitales se extendían a lo largo del Camino de Santiago. Al decaer los peregrinajes disminuyeron las vocaciones.
—Y los diecinueve que son ahora, ¿siempre han vivido aquí?
—No. De los veintitrés que éramos cuando yo vine, sólo quedamos dos. Los demás fueron llegando de otros monasterios. Se pensó que estaríamos mejor reunidos bajo un mismo techo. De los nueve o diez conventos que aún quedan en pie sacaron a treinta monjes y los trajeron a éste. Hace de eso unos pocos años. Cuarenta, a lo sumo.