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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama

El invierno en Lisboa (14 page)

BOOK: El invierno en Lisboa
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—Qué raro leer esas cartas de hace tanto tiempo.

—¿Por qué querías que las trajera?

—Para saber cómo era yo entonces.

—Pero en ellas nunca me contabas la verdad.

—Ésa era la única verdad: lo que yo te contaba. Mi vida real era mentira. Me salvaba escribiéndote.

—Era a mí a quien salvabas. Yo sólo vivía para esperar tus cartas. Dejé de existir cuando ya no vinieron.

—Mira qué vida hemos tenido. —Lucrecia cruzó los brazos sobre el pecho, como si tuviera frío o se abrazara a sí misma—. Escribiendo cartas o esperándolas, viviendo de palabras, tanto tiempo, tan lejos.

—Tú siempre estabas a mi lado, aunque yo no te viera. Iba por la calle y te contaba lo que veía, me emocionaba escuchando una canción en la radio y pensaba: «Seguro que a Lucrecia también le gustaría si pudiera oírla.» Pero no quiero acordarme de nada. Ahora estamos aquí. La otra noche, en el Lady Bird, tú tenías razón: recordar es mentira, no estamos repitiendo lo que ocurrió hace tres años.

—Tengo miedo. —Lucrecia cogió un cigarrillo y esperó a que él se lo encendiera—. A lo mejor ya es tarde.

—Hemos sobrevivido a todo. No vamos a perdernos ahora.

—Quién sabe si ya nos hemos perdido.

Conocía ese gesto de las comisuras de los labios, esa expresión de serena piedad y renuncia que el tiempo había depurado en la mirada de Lucrecia. Pero aprendió que ya no era, como en años atrás, el indicio de un desaliento pasajero, sino un hábito definitivo de su alma.

Involuntariamente cumplían los pasos de una conmemoración: también aquella noche, como la primera, más indeleble en la consciencia de Biralbo que sus actos presentes, Lucrecia apagó la luz antes de deslizarse entre las sábanas. Igual que entonces él acabó en la oscuridad el cigarrillo y la copa, se tendió junto a ella, desnudándose a tientas, apresurado y torpe, con una vana voluntad de sigilo que se prolongó en sus primeras caricias. Algo no había sabido nunca recordar: el gusto de su boca, el delicado y largo relámpago de los muslos de Lucrecia, el desvanecimiento de felicidad y deseo en que sintió que se perdía cuando se enredaron con los suyos.

Pero me dijo que una parte de su consciencia permanecía ajena a la fiebre, intocada por los besos, lúcida de desconfianza y de soledad, como si él mismo, quieto en la sombra de la habitación, mantuviera encendida la brasa insomne de su cigarrillo y pudiera verse abrazando a Lucrecia y se murmurara al oído que no era cierto lo que sucedía, que no estaba recobrando los dones de una plenitud tanto tiempo perdida, sino queriendo urdir y sostener con los ojos cerrados y el cuerpo ciegamente adherido a los muslos fríos de Lucrecia un simulacro de cierta noche irrepetible, imaginaria, olvidada.

Notaba el encono mutuo de los besos, la soledad de su deseo, el alivio de la oscuridad. Indagaba en ella la cercanía un poco hostil del otro cuerpo no queriendo aceptar aún lo que sus manos percibían, la obstinada quietud, esa cautela retráctil con que se repudia el fuego. Seguía oyendo esa voz que le avisaba al oído, volvía a verse parado en una esquina de la habitación, indiferente espía que observara fumando el ruido inútil de los cuerpos, el desasosiego de las dos sombras que respiraban como escarbando la tierra.

Luego encendió la luz y buscó cigarrillos. Sin levantar la cara de la almohada Lucrecia le pidió que apagara. Antes de hacerlo Biralbo miró el brillo de sus ojos entre el pelo en desorden. Con ese aire de liviandad que tenía cuando andaba descalza fue hacia el cuarto de baño. Biralbo oyó como una injuria el ruido de los grifos y del agua girando en los sumideros. Al salir ella dejó encendida aquella luz tan pálida como la de un frigorífico. La vio venir desnuda y ligeramente inclinada y entrar tiritando en la cama, y abrazarse a él, con la cara todavía mojada y la barbilla trémula. Pero esas señales de ternura ya no alentaban a Biralbo: definitivamente era otra, lo había sido desde que volvió, tal vez desde mucho antes, cuando aún no se había marchado, no era mentira la distancia, sí la temeridad de suponer que uno habría podido vencerla, la simulación de conversar y encender cigarrillos como si no supieran que cualquier palabra ya era inútil.

Biralbo no recordaba luego si logró dormir. Sabía que durante muchas horas la siguió abrazando en la penumbra oblicuamente iluminada por la luz del cuarto de baño y que en ningún instante se mitigó su deseo. Algunas veces Lucrecia lo acariciaba dormida y sonreía diciendo cosas que él no pudo entender. Tuvo una pesadilla: se despertó temblando y él debió sujetarle las manos que buscaban su cara para hincarle las uñas. Lucrecia encendió la luz como para estar segura de que había despertado. La calefacción excesiva agravaba el insomnio. Biralbo volvió a disgregarse en la turbia proximidad de los sueños: seguía viendo la habitación, la ventana, los muebles, incluso sus ropas en el suelo, pero estaba en San Sebastián o no tenía a su lado a Lucrecia, o era otra mujer la que tan tenazmente abrazaba.

Supo que se había dormido cuando lo sobresaltó la certeza de que alguien se movía en la habitación: una mujer, de espaldas, vestida con una extraña bata roja, Lucrecia. Prefirió que aún creyera que él estaba dormido. La vio abrir cautelosamente el frigorífico y servirse una copa, cerró los ojos cuando ella se inclinó sobre la mesa de noche para coger un cigarrillo. La lumbre del mechero le iluminó la cara. Se sentó frente a la ventana como disponiéndose a esperar la llegada del amanecer. Dejó la copa en el suelo e inclinó la cabeza: parecía que quisiera distinguir algo tras el cristal.

—No sabes fingir —dijo cuando él se le acercó—. Me he dado cuenta de que no dormías.

—Tampoco sabes tú.

—¿Lo hubieras preferido?

—Lo noté en seguida. La primera vez que te toqué. Pero no quería estar seguro.

—Me parecía que no estábamos solos. Cuando apagué la luz todo se llenó de rostros, los de la gente que habrá dormido aquí otras noches, el tuyo, no el de ahora, el de hace tres años, el de Malcolm; cuando se tendía sobre mí y yo no me negaba.

—De modo que Malcolm sigue vigilándonos.

—Sentía como si estuviera muy cerca de nosotros, en la habitación de al lado, escuchando. He soñado con él.

—Querías arañarme la cara.

—Reconocerte me salvó. Ya no seguí soñando esas cosas.

—Pero te has vuelto a despertar.

—Tú no sabes que casi nunca duermo. En Ginebra, cuando conseguía un poco de dinero, compraba Valium y tabaco, comía con lo que me sobraba.

—No me has dicho que viviste en Ginebra.

—Tres meses, cuando me fui de Berlín. Me moría de hambre. Pero allí no pasan hambre ni los perros. No tener dinero en Ginebra es peor que ser un perro o una cucaracha. Vi cientos de ellas, en todas partes, hasta en las mesas de noche de aquellos hoteles para negros. Te escribía y tiraba las cartas. Me miraba al espejo y me preguntaba qué pensarías si pudieras verme. Tú no conoces la cara que se ve en el espejo cuando hay que acostarse sin haber comido. Tenía miedo de morirme en una de aquellas habitaciones o en mitad de la calle y de que me enterraran sin saber quién era.

—¿Conociste allí al hombre de la fotografía?

—No sé de quién me hablas.

—Sí lo sabes. El que te abrazaba en el bosque.

—Todavía no te he perdonado que me registraras el bolso.

—Ya sé: eso hacía Malcolm. ¿Quién era?

—Estás celoso.

—Sí. ¿Te acostabas con él?

—Tenía un negocio de fotocopias. Me dio trabajo. Casi me desmayé en su puerta.

—Te acostabas con él.

—Pero qué importa eso.

—Me importa a mí. ¿Con él no veías rostros en la oscuridad?

—No entiendes nada. Yo estaba sola. Estaba huyendo. Me buscaban para matarme. En él había bondad, eso que ni tú ni yo tenemos. Fue amable y generoso y nunca me hizo preguntas, ni cuando vio tu foto en mi cartera, aquel recorte del periódico que me mandaste. Tampoco preguntó nada cuando le pedí que me pagara la clínica. Hizo como si creyera que la causa era él.

Lucrecia esperó en silencio una pregunta que Biralbo no hizo. Tenía seca la boca y le dolían los pulmones, pero continuaba fumando con una saña del todo ajena al placer. Estaba amaneciendo al otro lado de los árboles, en un cielo liso y gris sobre el que todavía perduraba la noche, rasgada por jirones púrpura. Hacía horas que no escuchaban el mar. Muy pronto la primera luz levantaría niebla entre los árboles. De pie ante la ventana Lucrecia siguió hablando sin mirar a Biralbo. Tal vez no para que supiera o compartiera, sino para que también él alcanzara su parte de castigo, la dosis justa de indignidad y de vergüenza.

—…Aquella noche en la cabaña. No te lo conté todo. Me dieron somníferos y coñac, iba cayéndome cuando Malcolm me llevó a la cama. Lo miraba y veía sobre sus hombros la cabeza del Portugués con los ojos abiertos y la lengua morada que se le derramaba de la boca. Me desnudó como a un niño dormido, luego entraron Toussaints y Daphne, sonriendo, ya sabes, como esos padres que entran a dar las buenas noches. O a lo mejor eso ocurrió antes. Toussaints hablaba siempre acercándose mucho, se le olía el aliento. Me dijo: «Si la niña buena no calla papá Toussaints corta lengua.» Lo dijo en español, y me sonó muy raro, yo llevaba meses hablando y hasta soñando en alemán o en inglés. Incluso tú me hablabas en alemán cuando soñaba contigo. Luego se fueron. Me quedé sola con Malcolm, lo veía moverse por la habitación, pero estaba dormida, se desnudó y me di cuenta de lo que iba a hacer, pero no podía evitarlo, como cuando te persiguen en sueños y no puedes correr. Pesaba mucho y se movía sobre mí, estaba gimiendo, con los ojos cerrados, me mordía la boca y el cuello y seguía moviéndose y yo sólo deseaba que aquello terminara muy pronto para poder dormirme, Malcolm gemía como si estuviera muriéndose, con la boca abierta, me manchó la cara de saliva. Ya no se movía, pero pesaba como un muerto, entonces entendí lo que significa eso: pesaba como el Portugués cuando lo llevaban cogido de la cabeza y de las piernas y lo soltaron sobre aquella lona. Luego, en Ginebra, empecé a desmayarme y me daban vómitos cuando me levantaba, pero no era de hambre, y me acordé de Malcolm y de aquella noche. De la saliva. Del modo en que gemía contra mi boca.

Ya había amanecido. Biralbo se vistió y dijo que iría a buscar dos tazas de café. Cuando volvió con ellas Lucrecia todavía estaba mirando por la ventana, pero ahora la luz afilaba sus rasgos y hacía más pálida su piel contra la seda roja en la que se envolvía, una vestidura muy amplia, ceñida a la cintura, de un vago aire chino o medieval. Pensó con remordimiento y rencor que se la habría regalado el hombre de la foto. Cuando Lucrecia se sentó en la cama para beber el café sus rodillas y sus muslos surgieron de la tela roja. Nunca la había deseado tanto. Supo que debía marcharse solo: que debía decirlo antes de que se lo pidiera ella.

—Te llevaré a Lisboa —dijo—. No haré preguntas. Estoy enamorado de ti.

—Vas a volver a San Sebastián. Le devolverás el coche a Floro Bloom. Dile que no lo he olvidado.

—No me importa nadie más que tú. No te pediré nada, ni que seas mi amante.

—Vete con Billy Swann, toma un avión mañana mismo. Vas a ser el mejor pianista negro del mundo.

—Eso no valdrá nada si tú no estás conmigo. Haré lo que tú quieras. Haré que te enamores otra vez de mí.

—Sigues sin entender que yo lo daría todo porque ocurriera eso. Pero lo único que de verdad deseo es morirme. Siempre, ahora, aquí mismo.

Nunca, ni cuando se conocieron, había vislumbrado Biralbo en sus ojos una ternura así: pensó con dolor y orgullo y desesperación que nunca volvería a encontrarla en los ojos de nadie. Al apartarse, Lucrecia lo besó entreabriendo los labios. Dejó que la bata de seda roja se deslizara hacia el suelo y entró desnuda en el cuarto de baño. Biralbo se acercó a la puerta cerrada. Con la mano inmóvil en el pomo escuchó el rumor del agua. Luego se puso la chaqueta, guardó las llaves, el revólver, tras un instante de duda resuelto por la visión de la sonrisa de Toussaints Morton. La cartera le abultaba desusadamente en el bolsillo: recordó que antes de salir de San Sebastián había retirado del banco todo su dinero. Apartó unos pocos billetes y dejó el resto en la mesa de noche, entre las páginas de un libro. Se volvió cuando ya abría la puerta silenciosamente: había olvidado recoger las cartas de Lucrecia. Un sol horizontal y amarillo relumbraba en los cristales del vestíbulo. Olió a tierra húmeda y a espesura de helechos cuando caminaba hacia el automóvil. Sólo al ponerlo en marcha y aceptar que irremediablemente se iba entendió las últimas palabras que le había dicho Lucrecia y la serenidad con que las pronunció: ahora también él deseaba morir de esa manera apasionada, vengativa y fría en que uno sólo desea lo que es únicamente suyo, lo que sabe que ha merecido siempre.

CAPÍTULO XI

A las doce en punto de la noche se atenuaban las luces y el rumor de las conversaciones en el Metropolitano y un resplandor rojo y azul circundaba el espacio donde iban a tocar los músicos. Con un aire tranquilo de veteranía y eficacia, como gángsters que se disponen a ejecutar un crimen a la hora acordada, los miembros del
Giacomo Dolphin Trio
, acodados en una esquina de la barra a la que sólo la camarera rubia o yo nos acercábamos, apuraban sus copas y sus cigarrillos e intercambiaban contraseñas. El contrabajista se movía con la solemnidad de una doncella negra. Sonriendo con lentitud y desgana se acomodaba en un taburete y apoyaba en su hombro izquierdo el mástil del contrabajo, examinando a los espectadores como si no conociera otra virtud que la condescendencia. Buby, el baterista, se instalaba ante los tambores con pericia y sigilo de luchador sonámbulo, rozándolos circularmente con las escobillas, sin golpearlos aún, como si fingiera que tocaba. Nunca bebía alcohol: al alcance de su mano había siempre un refresco de naranja. «Buby es un puritano», me había dicho Biralbo, «sólo toma heroína». En cuanto a él, Biralbo, era el último en abandonar la barra y el vaso de whisky. Con el pelo crespo, con las gafas oscuras, con los hombros caídos y las manos agitándose a los costados como las de un pistolero, andaba despacio hacia el piano sin mirar a nadie y con un gesto brusco abarcaba el teclado extendiendo los dedos al mismo tiempo que se sentaba ante él. Se hacía el silencio: yo lo oía chasquear rítmicamente los dedos y golpear el suelo con el pie y sin previo aviso comenzaba la música, como si en realidad llevara mucho tiempo sonando y sólo entonces nos fuera permitido escucharla, sin preludio, sin énfasis, sin principio ni fin, igual que se escucha súbitamente la lluvia al salir a la calle o abrir la ventana una noche de invierno.

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