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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El gran espectáculo secreto (11 page)

BOOK: El gran espectáculo secreto
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La posibilidad le pareció demasiado exquisita para aplazarla un solo momento. Levantó los brazos por encima de la cabeza y se dejó hundir. El encanto del lago, aunque poderoso, no pudo contener el pánico animal que se apoderó de ella cuando el agua cubrió su cabeza. En contra de su voluntad, el cuerpo empezó a resistirse al pacto que había hecho con el lago. Empezó a luchar con violencia hasta llegar a la superficie, como si quisiese aferrarse a un asidero de aire.

Tanto Arleen como Trudi vieron a Joyce hundirse. De inmediato, Arleen acudió en su ayuda, gritando mientras nadaba. Su agitación estaba en consonancia con la del agua a su alrededor. De todas partes salían burbujas. Ella sentía manos que le rozaban el vientre, los senos y entre los muslos. Al sentir esas caricias, la misma ensoñación que se había apoderado de Joyce se adueñó de ella, pero que llenaba a Trudi de pánico. Aunque no había un objeto de deseo específico que la indujese a hundirse. Lo que Trudi evocaba era la imagen de Randy Krentzman (de quién, si no); pero, para Arleen, el seductor era como un disparatado edredón hecho con rostros famosos. Los pómulos de James Dean, los ojos de Frank Sinatra, la arrogancia de Marión Brando… Y sucumbió a esa mezcolanza, igual que Joyce había sucumbido, y, unos metros más allá, Trudi. Levantó los brazos y se dejó llevar por el agua.

Desde la seguridad de la orilla, Carolyn observaba, aterrada, el comportamiento de sus amigas. Cuando vio a Joyce bucear, se imaginó que había algo en el agua que la interesaba. Pero el comportamiento de Arleen y de Trudi lo desmentía. Se dio cuenta de que estaban
exhaustas.
No se trataba de un simple suicidio. Carolyn se encontraba lo bastante cerca de Arleen como para observar la expresión de placer que se reflejaba en su bello rostro mientras se hundía. ¡Había sonreído, incluso! Levantó los brazos y se dejó llevar.

Aquellas tres chicas eran las únicas amigas que Carolyn tenía en el mundo. No podía permanecer quieta mientras veía cómo se ahogaban. A pesar de que el lugar del lago donde habían desaparecido se ponía cada vez más revuelto, empezó a nadar hacia allí y de la única manera que sabía: una desdichada mezcla de chapoteo, como un perro, y de
crawl.
Las leyes naturales, ya lo sabía, estaban de su parte. Lo gordo flota. Pero supuso poco alivio para ella cuando notó que el suelo se hundía bajo sus pies. El fondo del lago había desaparecido. Se hallaba nadando sobre una falla, que, de alguna extraña forma, se había tragado a las otras chicas.

Un brazo apareció delante de ella en la superficie. En su desesperación, avanzó para agarrarse a él.

Sin embargo, una vez bien asida al brazo, el agua comenzó a agitarse a su alrededor con renovada furia. Lanzó un grito de horror. Después, la mano a la que se había agarrado se aferró a ella con fuerza y la hundió.

El mundo desapareció como una llama ahogada. Sus sentidos la abandonaron. Si todavía estaba agarrada a los dedos de alguien, no los sentía. Tampoco, por más que sus ojos estuviesen abiertos, veía nada en las tinieblas. Vaga, distante, comenzó a darse cuenta de que su cuerpo se estaba ahogando; que sus pulmones se llenaban con el agua que penetraba en ellos por la boca abierta; que su último aliento la estaba abandonando.

Pero su mente había salido de su envoltorio y se desprendía de la carne que la había retenido. Entonces vio esa carne: no con sus ojos físicos (que aún seguían en su cabeza, mirando ansiosos) sino con su vista mental, y observó una barrica de grasa, que rodaba y caía sin dejar de hundirse. No sintió su muerte en absoluto, excepto, quizás, algo de asco por aquel exceso de grasa y por la absurda falta de elegancia de su desgracia. Las otras chicas resistían todavía en el agua algo más allá de donde su cuerpo se encontraba. Sus forcejeos, por lo menos eso suponía ella, eran simple instinto de conservación. Sus mentes, como la de ella, habrían salido también de sus cabezas y estarían mirando el espectáculo con el mismo desapasionamiento. Bien era verdad que, al ser sus cuerpos más atractivos que el de ella, quizá, les resultaba más penosa su pérdida. Pero la resistencia, a fin de cuentas, era un esfuerzo inútil. Todas iban a morir muy pronto allí mismo, en medio de aquel lago, en pleno verano. ¿Y por qué?

Mientras se hacía esta pregunta, su mirada sin ojos le dio la respuesta. Había algo en la oscuridad, debajo de su mente flotante. No lo veía pero lo sentía. Un poder…, no,
dos poderes
cuyas respectivas respiraciones eran las burbujas que habían salido a la superficie en torno a ellas, y cuyos brazos eran los remolinos que las habían hecho seña de bajar al fondo y morir. Volvió la vista a su cuerpo, que aún buscaba aire. Sus piernas todavía se agitaban locamente en el agua, como pedales, y, entre ellos, su virginal coño. Por un instante sintió algo de dolor al pensar en los placeres que nunca se había arriesgado a perseguir, y que nunca ya tendría. ¡Tonta, más que tonta!, por haber valorado más el orgullo que la ¡sensación. El simple
ego
le parecía pura tontería en ese momento. Hubiera debido pedir el acto sexual a cualquier hombre que la hubiese mirado dos veces, y no cejar hasta lograr que alguno dijera sí. Todo aquel sistema de nervios y tubos y ovarios iba a morir sin haber sido usado. Era un desperdicio, lo único que sabía a tragedia allí.

Su mirada volvió a la oscuridad de la fisura. Las dos fuerzas gemelas que había sentido estaban aproximándose todavía. En ese momento comenzó a ver algo; formas vagas, como manchas en el agua. Una era brillante, más brillante, por lo menos, que la otra, pero ésa fue la única distinción que pudo hacer. Si tenían rasgos faciales, estaban demasiado borrosos para distinguirlos, y el resto, miembros y torso, se perdía entre la multitud de burbujas oscuras que ascendían con ellos; sin embargo, no podían ocultar su propósito. Su mente captó eso con gran facilidad. Ellos emergían de la fisura para apoderarse de la carne, de la que sus pensamientos estaban ahora misericordiosamente desconectados. Dejémosle que tengan lo que desean, pensó. Aquel cuerpo suyo había sido una carga para ella, y estaba contenta de librarse de él. Los poderes que ascendían no tenían jurisdicción sobre sus pensamientos, ni los buscaban. Su ambición era la carne; y cada uno de ellos quería el cuarteto entero. Si no, ¿por qué luchaban entre sí? Dos manchas, una oscura y otra clara, se entrelazaban como dos serpientes mientras emergían para atrapar los cuerpos de ellas cuatro y llevárselos allá abajo.

Se había creído libre demasiado pronto. Cuando los primeros tentáculos de los entrelazados espíritus tocaron sus pies, los preciosos momentos de liberación cesaron. Tuvo que volver a meterse en su cráneo, y la puerta de su calavera se cerró de golpe. La visión de los ojos sustituyó a la de la mente; dolor y pánico, el dulce desasirse. Vio que los espíritus luchadores la envolvían, y ella, la presa, se agitaba de un lado para otro entre los dos, mientras cada uno luchaba por quedársela. Sin saber la causa, al cabo de unos segundos estaría muerta. No le importaba en absoluto saber quién reivindicaba su cuerpo, si el más brillante de los dos o el que lo era menos. Cualquiera que fuese, si quería su sexo (y sentía sus investigaciones allí, incluso al final), ella no sentiría placer, ninguna de ellas lo sentiría, estaban acabadas, las cuatro.

Justo cuando exhalaba la última bocanada de aire, un destello de luz solar le dio en los ojos. ¿Podría ser que estuviese saliendo de nuevo a la superficie? ¿Habían despreciado su cuerpo como no válido para sus propósitos y ahora dejaban flotar la grasa? Se agarró a esa posibilidad, por débil que fuera, y se impulsó hacia la superficie. Una nueva multitud de burbujas surgió con ella, casi parecía que la llevaban hacia arriba, hacia el aire. Cada vez se hallaba más cerca. Si pudiese aferrarse a la consciencia durante el tiempo de un latido más, sobreviviría.

¡Dios estaba de su lado! Salió a la superficie. Primero el rostro, vomitando agua, y, después, respirando aire. Sintió los miembros entumecidos, pero las mismas fuerzas que habían intentado ahogarla la mantenían ahora a flote. Después de respirar tres o cuatro veces se dio cuenta de que las otras chicas también habían sido liberadas y se atragantaban y chapoteaban en torno a ella. Joyce nadaba ya hacia la orilla, tirando de Trudi. Arleen empezaba a seguirlas. La tierra firme estaba a sólo unos metros de distancia. Incluso con piernas y brazos que apenas le respondían, Carolyn cubrió la distancia, hasta que las cuatro hicieron pie, y, con los cuerpos sacudidos por sollozos, fueron, tambaleándose, hacia tierra firme. Incluso entonces lanzaban miradas hacia atrás, temerosas de que lo que las había asaltado decidiera perseguirlas en las zonas poco profundas. Pero el centro del lago permanecía en completa tranquilidad.

Antes de que alcanzase la orilla, Arleen sufrió un ataque de histeria, y empezó a gemir y a temblar. Nadie acudió a consolarla Apenas tenían energía suficiente para avanzar, para poner un pie delante del otro; tanto menos podían desperdiciar la poca respiración para calmarla. Arleen se adelantó a Trudi y a Joyce para llegar primero a la hierba, dejándose caer al suelo, donde había dejado su ropa, y tratando de ponerse la blusa de cualquier manera. Sus estremecimiento se redoblaban mientras intentaba encontrar los agujeros de las mangas. A un metro de la orilla, Trudi cayó de rodillas y vomitó. Carolyn andaba con dificultad en sentido contrario al de ella, a sabiendas de que si le llegaba el menor olor a vómito, ella acabaría igual. Fue una maniobra inútil, con el ruido de las arcadas le bastó. Sintió que se le revolvía el estómago; en seguida se puso a pintar la hierba de bilis y helado.

Incluso en ese momento, a pesar de que la escena que estaba contemplando se le había convertido, de erótica, en aterradora y repugnante, William Witt no conseguía apartar los ojos de ella. Hasta el final de su vida recordaría a las chicas surgiendo de las profundidades del lago, donde él había dado por seguro que tendrían que haberse ahogado, sus esfuerzos, el impulso que las sacó del fondo del agua a la superficie, al aire, y lo alto que había visto saltar los senos.

Después, las aguas que casi las habían arrebatado estaban tranquilas de nuevo, no se veía una ola siquiera, ni se producía una sola burbuja. Se podía pensar que lo sucedido ante sus ojos había sido algo más que un simple accidente. Había algo
vivo
en el lago. El hecho de no haber visto otra cosa que las consecuencias —la agitación, los gritos—, y no lo que hubiera en sí, le llegaba al alma. Tampoco podría bromear con las chicas sobre la naturaleza del agresor. Se encontraba completamente a solas con lo que acababa de ver.

Por primera vez en su vida, el papel de
voyeur,
que él mismo había elegido, empezó a pesarle. Se juró que jamás espiaría a nadie. Fue un juramento que no le duró más que un día.

En cuanto a aquel suceso, ya tenía bastante. Lo único que veía de las chicas era la silueta de sus caderas y sus traseros, echadas como estaban en el suelo. Sólo escuchaba sus vómitos y sus lloros.

Se fue tan silencioso como pudo.

Joyce lo oyó, y se incorporó sobre la hierba.

—Alguien nos está mirando —dijo.

Observó la parte de follaje iluminada por el sol y vio que se movía de nuevo. Sería el viento que agitaba las hojas.

Arleen había encontrado por fin la forma de ponerse la blusa, y estaba sentada, arropándose con los brazos.

—Quiero morirme… —dijo.

—No, qué vas a querer —la interrumpió Trudi—, precisamente ahora que nos acabamos de librar de la muerte.

Joyce se tapó el rostro con las manos, y sus lágrimas, que creía agotadas, se derramaron de nuevo, en una sola ola.

—¡Pero, por los clavos de Cristo! —exclamó—, ¿qué nos ha ocurrido? Yo pensaba que era sólo…, agua de tormenta.

Carolyn le dio la contestación, con voz sin inflexiones, pero temblorosa.

—Hay cuevas debajo de toda la ciudad —dijo—, tienen que haberse llenado durante la tormenta. Nadamos por encima de la boca de una de ellas.

—Estaba muy oscuro —dijo Trudi—. ¿Mirasteis al fondo?

—Había algo más —murmuró Arleen—, además de la oscuridad: había algo en el agua.

Los sollozos de Joyce se intensificaron al oír aquello.

—Yo
no he visto
nada —dijo Carolyn—, pero lo he sentido.

Y miró a Trudi.

—Todas hemos sentimos lo mismo, ¿no crees?

—No —repuso Trudi, con un movimiento de
cabeza
—. Eran corrientes que salían de las cuevas.

—Pues a mí trató de ahogarme —dijo Arleen.

—Sólo eran corrientes —insistió Trudi—. A mí me ha ocurrido en el mar. Resaca. Me tiraba de las piernas, desde abajo.

—¡Eso no te lo crees ni tú! —exclamó Arleen, categórica— ¿Para qué molestarnos en contarnos mentiras entre nosotras? Todas sabemos lo que hemos sentido.

Trudi la miró fijamente.

—¿Y qué era con exactitud? —preguntó.

Arleen movió la cabeza. Con el cabello pegado al cráneo y el maquillaje corrido mejillas abajo parecía cualquier cosa menos la reina de belleza de diez minutos antes.

—Lo único que sé es que no se trataba de una resaca —dijo—. Había formas,
dos formas,
y no eran peces, ni nada que se les pareciese. —Apartó la mirada de Trudi, fijándola abajo, entre sus piernas—. He notado que me tocaban —dijo, temblando—, me tocaban
dentro.

—¡Cállate! —interrumpió Joyce de pronto—. No digas eso.

—Pero es verdad, ¿o no? —contestó Arleen—.
¿Acaso no es verdad?

Volvió a levantar la vista. Primero miró a Joyce, luego, a Carolyn, por último a Trudi, que hizo una seña afirmativa.

—Lo que fuese nos quería porque somos mujeres.

Los sollozos de Joyce aumentaron de volumen.

—¡Cállate! —le ordenó Trudi con aspereza—. Tenemos que pensar en esto.

—¿Y qué vamos a pensar? —preguntó Carolyn.

—Pues lo que tenemos que decir —contestó Trudi.

—Diremos que hemos ido a nadar… —empezó Carolyn.

—Y después…, ¿qué?

—Pues que fuimos a nadar y…

—¿Y nos atacó algo?, ¿algo que intentó entrar dentro de nosotras?, ¿algo que no era humano?

—Bueno, pues sí —contestó Carolyn—; además, es la pura verdad.

—No seas tan estúpida —dijo Trudi—, se reirían de nosotras.

—Pues, aunque se rían —insistió Carolyn—, es la
verdad.

—¿Y crees que eso cambiará las cosas? Comentarán que somos idiotas si nadamos en el primer sitio que encontramos. Después dirán que lo ocurrido ha sido producto de un calambre o algo así

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