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Authors: Gastón Leroux

Tags: #Intriga, #Clásico, #Drama

El fantasma de la ópera (11 page)

BOOK: El fantasma de la ópera
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Ahora estamos en el palco n° 5.

Es, un palco como todos los demás palcos del primer piso. En realidad, nada diferencia a este palco de los vecinos.

Moncharmin y Richard, burlándose ostensiblemente y riéndose el uno del otro, movían los muebles del palco, levantaban las fundas y los sillones, y examinaban en particular aquél en el que la voz tenía costumbre de sentarse. Pero comprobaron que se trataba de un simple sillón que no tenía nada de mágico. En resumen, el palco era uno de los palcos más normales, con su tapicería roja, sus sillones, su alfombra y su pasamanos de terciopelo rojo. Después de haber examinado, de la forma más seria del mundo, la alfombra y de no haber encontrado allí ni en ninguna otra parte nada especial, bajaron a la platea, al palco debajo del palco n° 5. En el palco de platea n° 5, que está justo en el rincón de la primera salida a la izquierda de las butacas de la orquesta, no encontraron tampoco algo que mereciese ser señalado.

—Toda esa gente se burla de nosotros —terminó exclamando Firmin Richard—. El sábado se representa Fausto, ¡y nosotros dos asistiremos a la representación en el palco n° 5!

CAPÍTULO VIII

DONDE LOS SEÑORES FIRMIN RICHARD Y ARMAND MONCHARMIN TIENEN LA AUDACIA DE REPRESENTAR «FAUSTO» EN UNA SALA «MALDITA» Y DEL ESPANTOSO ESPECTÁCULO QUE TUVO LUGAR EN LA ÓPERA

El sábado por la mañana, al llegar a su despacho, los directores encontraron una doble carta del F. de la Ó. que rezaba así:

Estimados directores.

¿Me han declarado acaso la guerra?

Si quieren reencontrar la paz, éste es mi ultimátum.

Contiene de las cuatro siguientes condiciones.

1º Devolverme mi palco, y quiero que sea puesto a mi libre disposición a partir de este momento.

2º El papel de «Margarita» lo cantará esta noche Christine Daaé. No se preocupen de la Carlotta, que estará enferma.

3º Exijo los buenos y leales servicios de la señora Giry, mi acomodadora, a la que reintegrarán inmediatamente a sus funciones.

4º Espero me comuniquen, mediante una carta entregada a la señora Giry, quien me la hará llegar, si aceptan ustedes, como sus predecesores, el pliego de condiciones referente a mi pago mensual. Les informaré más adelante de cómo habrá de efectuarse.

De lo contrario, esta noche representarán Fausto en una sala maldita. A buen entendedor… ¡Saludos!

F de la Ó.

—¡Empieza a fastidiarme este tipo, a fastidiarme en serio! —gritó Richard, mientras levantaba los puños en señal de venganza y los dejaba caer con estruendo sobre la mesa de su despacho.

Entre tanto, entró Mercier, el administrador.

—Lachenal querría ver a uno de los señores —dijo—. Parece que el asunto es urgente; el buen hombre parece muy alterado.

—¿Quién es ese Lachenal? —preguntó Richard.

—Es al jefe de sus caballerizos.

—¿Cómo que el jefe de mis caballerizos?

—Claro, señor —explicó Mercier—… en la Opera hay varios caballerizos, y el señor Lachenal es su jefe.

—¿Y qué hace?

—Se encarga de la dirección de las cuadras.

—¿Qué cuadras?

—Pues las suyas, señor. Las cuadras de la Ópera.

—¿Pero es que hay cuadras en la ópera? ¡La verdad es no sabía nada! ¿Y dónde están?

—En los bajos, del lado de la Rotonda. Es un servicio muy importante, tenemos doce caballos.

—¡Doce caballos! ¿Y para qué, Dios mío?

—Pues, para los desfiles de La judía, de El Profeta, etc… Se necesitan caballos amaestrados y «que sepan de tablas». Los caballerizos se encargan de amaestrarlos. El señor Lachenal es muy hábil. Es el antiguo director de las cuadras de Franconi.

—Muy bien… ¿Pero qué quiere?

—No lo sé… Jamás lo había visto en semejante estado.

—¡Hágalo pasar!

El señor Lachenal entra. Lleva una fusta en la mano y se golpea nerviosamente una de sus botas.

—Buenos días, señor Lachenal —dijo Richard impresionado. ¿A qué debemos el honor de su visita?

—Señor director, vengo a pedirle que ponga en la calle a toda la cuadra.

—Pero, ¿cómo? ¿Quiere que ponga en la calle a nuestros queridos caballos?

—No se trata de los caballos, sino de los palafreneros.

—¿Cuántos palafreneros tiene usted, señor Lachenal?

—¡Seis!

—¡Seis palafreneros! Bastaría con dos.

—Se trata de «plazas» —lo interrumpió Mercier— que fueron creadas e impuestas por el subsecretario de Bellas Artes. Los ocupan hombres protegidos por el gobierno, y me atrevo a sugerir…

—¡El gobierno no me importa!… —afirmó Richard con una gran energía—. No necesitamos a más de cuatro palafreneros para doce caballos.

—¡Once! —rectificó el jefe de caballerizos.

—¡Doce! —repitió Richard.

—¡Once! —repitió Lachenal.

—¡Ah! El señor administrador me había informado de que tenía usted doce caballos.

¡Tenía doce, pero no me quedan más que once desde que nos han robado a César!

Y el señor Lachenal se da un fuerte fustazo en la bota.

—¡Nos han robado a César! —exclamó el administrador—. ¡A César, el caballo blanco de El Profeta!

—No hay más que un César —declaró en tono seco el jefe de caballerizos—. Estuve diez años con Franconi y he visto muchos caballos en mi vida. ¡Pues bien, como César no hay más que uno! Y nos lo han robado.

—¿Cómo ha sido?

—¡No lo sé! ¡Nadie sabe nada! Esta es la causa de mi visita. Por eso vengo a pedirle que ponga en la calle a todos los de la cuadra.

—¿Y qué dicen sus palafreneros?

—Tonterías… Unos acusan a los figurantes… otros pretenden que es el portero de la administración.

—¿El portero de la administración? ¡Respondo de él como de mí mismo! —protestó Mercier.

—¡Pero, bueno, señor jefe de caballerizos! —exclamó Richard—, ¡debe tener usted alguna idea!…

—Sí, señor. ¿Si tengo una? ¡Tengo una! —declaró de pronto Lachenal—, y voy a decírsela. No tengo la menor duda.

El señor jefe de caballerizos se acercó a los directores y les susurró en la oreja:

—¡Ha sido el fantasma quien ha dado el golpe!

Richard se sobresaltó.

—¡Ah! ¡Con que usted también! ¡Usted también!

—¿Cómo, yo también? Es lo más natural…

—Pero qué dice usted, señor Lachenal! ¡Pero qué dice usted, señor jefe de caballerizos!…

—Digo lo que pienso, después de lo que he visto…

—¿Y qué ha visto, señor Lachenal?

—Vi, como le estoy viendo a usted, a una sombra negra que montaba un caballo blanco que se parecía a César como dos gotas de agua.

—¿Y no corrió tras ese caballo blanco y esa sombra negra?

—Corrí y llamé, señor director, pero desaparecieron con una rapidez desconcertante y se perdieron en la oscuridad de la galería…

El señor Richard se levantó.

—Está bien, señor Lachenal. Puede usted retirarse… presentaremos una denuncia contra el fantasma…

—¿Y despedirá a mis palafreneros?

—¡Desde luego! ¡Adiós, señor!

El señor Lachenal saludó y salió.

Richard echaba chispas.

—¡Prepare la cuenta de ese imbécil!

—¡Es un amigo del señor comisario del gobierno! —se atrevió a decir Mercier…

—Y toma el aperitivo en el Tortoni con Lagréné, Scholl y Pertuiset, el matador de leones —añadió Moncharmin—. ¡Nos vamos a poner a toda la prensa en contra! Explicará la historia del fantasma y todo el mundo se divertirá a costa nuestra. ¡Si hacemos en ridículo, podemos considerarnos muertos!

—Está bien. No hablemos más… —concedió Richard, que ya estaba pensando en otra cosa.

En aquel momento se abrió la puerta, que sin duda no estaba vigilada entonces por su cancerbero, ya que vieron entrar en tromba a mamá Giry con una carta en la mano, y decir precipitadamente:

—Perdón, mil excusas, señores, pero esta mañana he recibido una carta del fantasma de la Ópera. Me dice que me presente a ustedes, que sin duda tienen algo que…

No acabó de decir la frase. Vio el rostro de Firmin Richard, y era terrible. El honorable director de la ópera estaba a punto de explotar. El furor que lo agitaba sólo se traducía de momento por el color escarlata de su rostro furibundo y por el brillo de sus ojos relampagueantes. No dijo nada. No podía hablar. Pero, de pronto, inició un gesto. Primero fue el brazo izquierdo, con el que cogió a mamá Giry y le hizo describir una media vuelta tan inesperada, una pirueta tan rápida, que ésta lanzó un grito desesperado; después, fue el pie derecho, el pie derecho del mismo honorable director el que imprimió su huella en el tafetán negro de una falda que jamás en aquel lugar había sufrido ultraje parecido.

El hecho se había producido de forma tan inesperada que mamá Giry, cuando se encontró en la galería, estaba aún medio aturdida, y parecía no entender nada. Pero, de pronto, comprendió y la Ópera resonó con sus gritos indignados, con sus enfurecidas frases, con sus amenazas de muerte. Fueron necesarios tres mozos para hacerla bajar hasta el patio de la administración y dos guardias para llevarla a la calle.

Aproximadamente a la misma hora, la Carlotta, que vivía en una pequeña mansión del faubourg Saint-Honoré, llamaba a su camarera y se hacía traer el correo a la cama. Entre las cartas encontró una que decía así:

«Si canta esta noche, tenga cuidado de que no le ocurra una gran desgracia en el momento mismo en que empiece a cantar… una desgracia peor que la muerte».

Esta amenaza estaba escrita en tinta roja, con una letra de palotes y trazo vacilante.

Después de leer la carta, la Carlotta ya no tuvo apetito para desayunar. Rechazó la bandeja en la que la camarera le ofrecía el chocolate humeante. Se sentó en la cama y se puso a pensar profundamente. No era la primera carta de este tipo que recibía, pero jamás había leído una tan amenazadora.

En aquel momento se creía el blanco de mil intrigas y contaba habitualmente que tenía un enemigo secreto que había jurado su desgracia.

Pretendía que se tramaba contra ella un malvado complot, una desgracia que se produciría el día menos pensado; pero ella no era una mujer fácil de intimidar, añadía.

Lo cierto es que si había algún tipo de complot, era el que la Carlotta montaba contra la pobre Christine, que no se enteraba de nada. La Carlotta no había perdonado a Christine el triunfo que ésta había obtenido al sustituirla de improviso.

Cuando se enteró de la extraordinaria acogida que había tenido su suplente, la Carlotta se sintió instantáneamente curada de un principio de bronquitis y de un acceso de rabia contra la administración, y abandonó todo proyecto de dejar su puesto. Desde entonces, se había dedicado a trabajar con todas sus fuerzas para «ahogar» a su rival, obligando a influyentes amigos a presionar a los directores para que no volviesen a dar a Christine la ocasión de obtener un nuevo triunfo. Aquellos periódicos que habían comenzado a alabar el talento de Christine, no se ocuparon más que de ensalzar la gloria de la Carlotta. Por último, incluso en el teatro mismo, la célebre diva pronunciaba las frases más ultrajantes acerca de Christine e intentaba causarle miles de pequeños disgustos.

La Carlotta no tenía ni corazón ni alma. ¡No era más que un instrumento! Aunque, hay que decirlo, un maravilloso instrumento. Su repertorio abarcaba todo lo que puede tentar la ambición de una gran artista, tanto en lo que respecta a los maestros alemanes como a los italianos o franceses. Nunca jamás, hasta este día, se había oído desafinar a la Carlotta, ni carecer del volumen de voz necesario para traducir algún pasaje de su inmenso repertorio. En resumen, el instrumento se hallaba siempre tenso, poderoso y admirablemente afinado. Pero nadie habría podido decir a la Carlotta lo que Rossini le dijo a la Kraus, después de haber cantado para él en alemán «Sombríos bosques»…: «Canta usted con el alma, hija mía, y qué hermosa es su alma».

¿Dónde estaba tu alma, Carlotta, cuando bailabas en los tugurios de Barcelona? ¿Dónde cuando, más tarde, cantabas en aquellos tristes tablados tus coplillas cínicas de vacante del music-hall?

¿Dónde cuando ante los maestros reunidos en casa de alguno de tus amantes, hacías resonar ese instrumento dócil cuya única virtud consistía en cantar con la misma indiferente perfección el sublime amor y la más baja orgía? ¡Carlotta, si alguna vez tuviste un alma y la perdiste entonces, la habrías recobrado al convertirte en Julieta, cuando fuiste Elvira, Ofelia, y Margarita! Otras antes que tú ascendieron desde más abajo que tú, pero el arte, respaldado por el amor, las purificó.

En realidad, cuando pienso en todas las pequeñeces y villanías que Christine Daaé tuvo que soportar en aquella época por culpa de la Carlotta, no puedo contener mi cólera, y no me extraña que mi indignación se traduzca en opiniones un tanto abstractas sobre el arte en general, y el canto en particular, que los admiradores de la Carlotta no encontrarán ciertamente de su agrado.

Cuando la Carlotta terminó de pensar en la amenaza que encerraba la carta que acababa de recibir, se levantó.

—¡Ya veremos! —dijo, y pronunció en español unos cuantos improperios.

Lo primero que vio al acercarse a la ventana fue un coche fúnebre. El coche fúnebre y la carta la persuadieron de que aquella noche corría un gran peligro. Reunió en casa a algunos de sus amigos, les informó de que en la representación de la noche sería víctima de un complot organizado por Christine Daaé, y declaró que había que parar los pies a la pequeña llenando la sala con sus admiradores, los de la Carlotta. Eran muchos, ¿no? Contaba con ellos para que estuvieran preparados para cualquier eventualidad y para hacer callar a los perturbadores en el caso de que, como ella temía, organizaran un escándalo.

El secretario particular del señor Richard, que había ido a informarse de la salud de la diva, volvió con la seguridad de que se encontraba mejor que nunca y de que, «aunque estuviera agonizando», cantaría aquella misma noche el papel de Margarita. Como el secretario, de parte de su jefe, había recomendado a la diva que no cometiera ninguna imprudencia, que no saliera de casa y se guardase de las corrientes de aire, la Carlotta no pudo evitar asociar estas recomendaciones excepcionales e inesperadas con las amenazas escritas en la carta.

Eran las cinco cuando recibió otra carta anónima con la misma letra que la primera. Era breve. Decía simplemente: «Está usted constipada. Si es razonable, comprendería que es una locura querer cantar esta noche».

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