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Authors: Natalia Sanmartin Fenollera

Tags: #Relato

El despertar de la señorita Prim (14 page)

BOOK: El despertar de la señorita Prim
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Los pequeños no pudieron dar muchos detalles sobre lo acontecido en la escuela. A la hora del recreo, mientras jugaban en el jardín, habían oído a su profesora musitar:

—Dios mío, ha vuelto.

Todos se giraron hacia la puerta y allí vieron a un hombre alto y corpulento, con un abrigo viejo y unas botas llenas de barro, que sonreía con emoción.

—Tenía los ojos
atrasados
en lágrimas —explicó Eksi, cuya precoz afición por la lectura sobrepasaba ampliamente su fluidez verbal.

—Querrás decir arrasados, querida mía —puntualizó su abuela mirándola con afecto por encima de los anteojos que utilizaba para leer.

—El marido de la señorita Mott es tan grande como un gigante de los de Gulliver, abuela —dijo Deka.

La anciana señaló a su nieto que esperaba que las disculpas del señor Mott a su esposa por aquellos años de ausencia fueran, al menos, la mitad de grandes que los gigantes de Swift, y que la penitencia que recibiese de sus manos tampoco se quedase atrás.

—Abuela, si la señorita Mott está casada… ¿por qué no se llama señora Mott? —preguntó Eksi.

—Pues porque el señor Mott dejó un día su casa y nunca más volvió. Tú eres muy pequeña para saberlo, pero si hay algo peor que estar viuda es estar casada con un hombre desaparecido. La pobre Eugenia Mott —la madre del hombre del sillón miró a la señorita Prim— no podía soportar que la gente le preguntase continuamente dónde estaba su esposo, así que un buen día decidió convertirse en señorita, empezar una nueva vida y olvidarse de las explicaciones.

—Una decisión muy sensata —respondió la bibliotecaria.

—Eso mismo pienso yo.

A medida que pasaban las semanas, la señorita Prim comenzaba a sentirse más y más a gusto en compañía de la anciana. No aprobaba su aristocrática rudeza —hacerlo hubiese sido contrario a su naturaleza y la señorita Prim no hacía nunca nada contrario a su naturaleza—, pero comenzaba a apreciar aquella áspera sinceridad que se manifestaba tanto en forma de inmisericordes juicios como de halagos deliciosamente sinceros. La bibliotecaria había descubierto en la severidad de aquel carácter una explicación a la asombrosa fortaleza que siempre había admirado en las viejas dinastías. Esa férrea capacidad de mantener las costumbres y los juicios propios a través de guerras, reveses y revoluciones. Esa virtud de recordar siempre y en todo momento quién era uno y de dónde venía más que de ocuparse, como hacían los modernos, de adivinar hacia dónde iba.

—Prudencia —dijo la anciana—, tal vez deberíamos ir a visitar a Eugenia, ¿no le parece? Las mujeres como ella a menudo no saben cómo reaccionar ante estos avatares. No quisiera que ese canalla volviese a burlarse de ella.

La señorita Prim convino en que la posibilidad de que Eugenia Mott fuese burlada de nuevo era algo a tener en cuenta y aceptó de buen grado la sugerencia de la anciana. Ambas se levantaron, dejaron sus respectivas ocupaciones y se prepararon para salir a la fría tarde invernal con la doncella como conductora.

La casa de Eugenia Mott estaba a las afueras de San Ireneo. Era una pequeña construcción de piedra con los marcos de las ventanas encalados, en la que destacaban como pinceladas al óleo una pequeña puerta y unas contraventanas de alegre color rojo. Hermosos macizos de crisantemos invernales daban al edificio el viejo encanto que caracterizaba la mayor parte de los hogares de San Ireneo. Mientras se acercaban a la casa, la señorita Prim se perdió en sus pensamientos y una frase vino inesperadamente a su memoria: «¿
Qué belleza salvará al mundo

«¿Quién había dicho aquello?» Seguramente había sido un ruso, sonaba exactamente a la clase de reflexiones que hacían los rusos. Desde luego no era una sentencia desconocida, estaba segura de haberla leído y escuchado en innumerables ocasiones y en diferentes versiones, pero no conseguía recordar su origen. Mientras observaba a la doncella luchar con el cerrojo de la valla del jardín, pensó que seguramente el hombre del sillón lo sabría.

—La puerta está abierta, señora. ¿Qué hacemos? Tal vez deberíamos entrar.

—Naturalmente que debemos entrar. La pobre mujer debe de haberse dejado ir en brazos del dolor —respondió con firmeza la anciana mientras empujaba la puerta y se adentraba en el estrecho recibidor.

«¿
Qué belleza salvará al mundo
?», repitió en silencio la bibliotecaria mientras seguía a la vieja dama hasta la puerta del salón de la señorita Mott. Él sabría de quién era la cita; se lo preguntaría tan pronto como regresase a casa.

—¡Por el amor de Dios, Eugenia!

Alarmada por la exclamación, la señorita Prim se asomó por encima del hombro de la anciana, cuya figura ocupaba la estrecha puerta e impedía ver lo que ocurría dentro de la habitación. En el centro de la estancia, la señorita Mott se hallaba refugiada en unos brazos. Unos brazos que no se parecían en nada a lo que la bibliotecaria entendía por dolor y que rodeaban a la maestra en un intento de consolarla en la aflicción.

—Hola, madre, me alegro de que hayáis llegado —dijo con una sonrisa su propietario, mientras separaba suavemente de su cuello los brazos de una llorosa señorita Mott.

La bibliotecaria se sintió incapaz de reaccionar cuando vio a la señorita Mott en brazos del hombre del sillón. Naturalmente, no se alarmó; era una mujer poco proclive a experimentar alarma. Tampoco sacó conclusiones precipitadas; la madurez de Eugenia Mott unida a su torpeza natural impedían imaginar siquiera un atisbo de romance entre ambas partes. Pero lo que sí hizo fue
experimentar
. Desde luego no fueron celos lo que experimentó; la señorita Prim despreciaba íntimamente a las personas que se atormentaban con los celos. Tampoco fue rechazo; si era sincera consigo misma, no había nada en el hombre del sillón que inspirase ni remotamente algún tipo de rechazo. Tenía que admitir incluso que, desde un punto de vista estético, su jefe era una clase de ser humano que resultaba agradable a la vista. La señorita Prim no se avergonzaba de ese juicio ni sacaba conclusión alguna sobre ello. Su arraigado sentido de la belleza le permitía pronunciarlo con la misma soltura con la que podría haber hecho una observación similar de un cisne o de un caballo.

¿Qué experimentó entonces? La respuesta llegó a ella mientras observaba en silencio las tranquilas explicaciones del hombre del sillón y los severos intentos de su madre por consolar a la atribulada profesora: había experimentado
envidia
. ¿Envidia de la madura maestra del pueblo? La señorita Prim tuvo que admitir que así era. No había sentido envidia al verla refugiada en los brazos de su jefe, la había sentido al contemplar cómo él le dedicaba una atención y una delicadeza que jamás había mostrado con ella. La bibliotecaria se avergonzó ante la mera posibilidad de que alguien pudiese leer en sus ojos lo que estaba pensando. Y al mismo tiempo y por primera vez, se preguntó si no habría llegado el momento de pedir a las damas de San Ireneo que la ayudasen a buscar un marido. Al fin y al cabo, una reacción como aquélla no podía ser sino fruto de lo que los psicólogos denominaban un proceso de transferencia. Quizá sí necesitase
un marido
. Quizá lo necesitase urgentemente.

—Eugenia, supongo que no irá a decirle que sí. —La dura voz de la madre del hombre del sillón sacó a la señorita Prim de sus ensoñaciones maritales.

—Madre —la interrumpió su hijo en tono de advertencia.

—¿Cree que no debo perdonarlo? —se lamentó la maestra—. Tal vez no debería, pero he soñado tantas veces con su regreso y parece estar tan arrepentido…

—Tonterías —respondió agriamente la anciana—. Naturalmente que está arrepentido. Cuando se marchó aún era joven y vital, el mundo era apasionante entonces. Ahora está acercándose a esa edad en la que todos sabemos que deja de serlo.

—Basta, madre, déjalo.

—¿Usted cree que debo decir que no? —lloriqueó Eugenia Mott.

El hombre del sillón se acercó a su madre antes de que ésta pudiera contestar y le dijo en voz baja, pero audible:

—Te recuerdo que es una decisión suya. No es tu vida ni es la mía.

—Ella no tiene experiencia en esto y tú tampoco; sé perfectamente cómo resolver una situación como ésta. No debe permitirle volver, no debe dejar que ese hombre vuelva a poner jamás los pies en su casa.

—¿Por qué? —dijo él entonces con un tono de voz bajo y severo que la señorita Prim nunca antes le había oído utilizar—. ¿Quizá porque tú tampoco lo permitiste?

La mirada que la anciana dama dirigió a su hijo fue tan terrible que la bibliotecaria pensó que se había abierto la puerta de pronto y una corriente de aire frío había entrado en la habitación.

—¿Cómo te atreves…? —exclamó entre dientes antes de levantarse, coger su abrigo y salir de la habitación seguida de su doncella.

El hombre del sillón no intentó detenerla. Pero cuando la puerta se cerró, se sentó en el sofá y apoyó la frente entre las manos.

—Es todo culpa mía —gimió la señorita Mott mientras retorcía nerviosamente el cinturón de su vestido—, no debería haberle llamado, no debería haberle involucrado en esto. Ahora su madre se ha enfadado. Soy una estúpida, no tengo carácter ni lo he tenido nunca, pero no debería permitir que mis problemas…

—Por favor, Eugenia, no se preocupe por eso. Todo esto no es culpa suya y, en cualquier caso, no tiene importancia alguna. Ahora debemos hablar sobre cómo resolver esto, sobre lo que usted quiere hacer con su vida y sobre si en esa vida hay un lugar para su marido.

En ese punto de la conversación, la bibliotecaria carraspeó ligeramente.

—¿Sí, señorita Prim? —dijo él levantando la cabeza y mirándola por vez primera desde que había entrado en la habitación.

—¿Quiere que salga a buscar a su madre?

—Se lo agradecería mucho. No puedo dejar a la señorita Mott en este estado, pero he sido un poco brusco con ella. Lamento que haya tenido que presenciarlo.

La bibliotecaria volvió a sentir una punzada de envidia, una envidia extraña e inoportuna mezclada a partes iguales con algo muy parecido a la compasión.

—No se preocupe —respondió—. Iré a hablar con ella.

Cuando salió de la casa no tardó en divisar a la anciana. Acompañada de su doncella, estaba sentada en un banco situado bajo un camelio. La señorita Prim se acercó despacio y se sentó a su lado en silencio, momento que aprovechó la conductora para levantarse e ir a buscar el coche. Una vez a solas, la dama no tardó en hablar.

—Se preguntará usted por qué mi hijo ha dicho lo que ha dicho, ¿no es cierto?

—En absoluto —respondió la bibliotecaria—. Son asuntos de familia.

—Lo son, en efecto.

—Sin embargo, y ya que usted me lo pregunta, hay algo que no entiendo.

La dama se volvió hacia ella interesada.

—Dígame, ¿qué no entiende?

—Es solo que me sorprende que su hijo haya hablado de temas tan personales en público. No es propio de él hacer algo así.

La anciana cogió una camelia rosa pálida del suelo y comenzó a deshojarla con tristeza.

—No, no es propio de él. Pero no ha podido evitarlo.

—¿Por qué? No he conocido nunca a nadie tan capaz de evitar una descortesía como él.

—¿Por qué? Porque me culpa, querida, y cuando un hijo culpa a una madre, por mucho que quiera evitarlo, ese sentimiento aflora antes o después.

La señorita Prim cogió a su vez otra camelia y la contempló mientras la hacía girar entre sus dedos. Comenzaba a anochecer y el aire era cada vez más frío. De pronto, se quitó la bufanda y la puso sobre los hombros de la anciana.

—A veces se dicen cosas sin pensar. No expresan lo que uno siente, sino más bien la tensión del momento o incluso el deseo de ganar la discusión. No me pareció que su hijo expresase dolor o rencor cuando le dijo eso, creo que simplemente pretendía zanjar la conversación.

La anciana se estremeció con una ráfaga de aire frío y después miró fijamente a los ojos a la bibliotecaria.

—Mi querida Prudencia, hay momentos en la vida en que a todos se nos presentan dilemas que no quisiéramos tener que resolver. Aunque en cada vida ese dilema aparece disfrazado con ropajes diferentes, su esencia es siempre la misma. Hay un sacrificio y hay que escoger una víctima: uno mismo o los demás.

La bibliotecaria comenzó a deshojar lentamente la camelia.

—Naturalmente, cuando se trata de los hijos no debería haber dificultad alguna. Ellos están siempre en primer lugar. Se vive, se vigila, se escucha, se juega, se enseña, se hace todo pensando en ellos. Ah, pero un buen día llega el gran dilema, ese que toca el corazón, que maltrata el espíritu, que amenaza la propia estima. Llega un día ante una y pone sobre la mesa la posibilidad de elegir entre dos caminos, al final de cada uno de los cuales aguarda un sacrificio. Si se toma el de la derecha, el sacrificio recae sobre una misma; si se toma el de la izquierda, son ellos los que cargan con él. ¿Me sigue?

—Continúe, por favor.

—Dicho así parece muy crudo, ¿no es cierto? Se preguntará usted cómo se puede escoger el camino de la izquierda y dejar que sean ellos los que soporten la carga. Pero no es tan sencillo, querida, porque cuando una decide tomar el segundo camino nunca se permite a sí misma ver la realidad tal cual es y sin excusas. Una se dice que si no persigue su propia felicidad, ellos también sufrirán. Se dice que tiene derecho a ser feliz y que solo existe una vida. Se dice que ellos están mejor así; que son pequeños, que tarde o temprano lo superarán. Pero lo cierto es que se escoge y lo cierto también es que esa elección siempre tiene un precio.

La señorita Prim se volvió a la anciana y tomó sus frías manos entre las suyas. Después la miró y, por primera vez, la vio encogida, pequeña y frágil.

—A mí se me presentó ese dilema, Prudencia. No importan ahora los detalles, basta con que sepa que pude elegir el camino de la derecha. Pero escogí el de la izquierda, ése fue el que escogí.

El sonido del claxon del automóvil que la doncella había aparcado junto a la casa interrumpió la conversación de ambas mujeres. La bibliotecaria se levantó y ayudó a su compañera a acercarse al coche mientras pequeños copos de nieve comenzaban a caer sobre el jardín.

—Es mejor que vuelva a casa, está usted helada. Yo me quedaré esperando a su hijo, no se preocupe.

—No me preocupo, querida mía, hace mucho tiempo que he dejado de hacerlo —respondió la anciana mientras la señorita Prim la ayudaba a acomodarse en el coche.

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