El Desfiladero de la Absolucion (34 page)

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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Desfiladero de la Absolucion
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—Eso no parece muy rápido, ¿no?

—No, la verdad es que no.

—Pues le aseguro que lo es cuando tienes varios cientos de metros de metal deslizándose hacia ti en vertical y tienes que hacer un trabajo que implica saltar fuera del camino en el último instante posible antes de caer bajo las placas de tracción. —El cuestor Rutland Jones se inclinó hacia delante, aplastando su abultado estómago contra la mesa y entrelazando los dedos—. El Camino Permanente es una carretera de hielo compacto que, con una o dos complicaciones, rodea el planeta como un lazo. No supera los doscientos metros de ancho, aunque en general es bastante más estrecho. Sin embargo, incluso la catedral más pequeña puede tener cincuenta metros de ancho. La más grande de todas, la
Lady Morwenna
, por ejemplo, mide el doble. Y ya que todas las catedrales desean situarse bajo el punto matemático exacto del Camino que corresponde al cénit de Haldora, directamente sobre ellas, hay un cierto grado de… —su voz se tornó burlona— competencia por el espacio disponible. Entre iglesias rivales, incluso aquellas vinculadas por protocolos ecuménicos, puede resultar sorprendentemente feroz. El sabotaje y las artimañas están a la orden del día. Incluso entre las catedrales que pertenecen a la misma Iglesia existe cierto grado de competición por un puesto.

—No estoy segura de ver a dónde quiere llegar, cuestor.

—Quiero decir que el deterioro del Camino por vandalismo deliberado es bastante frecuente. Las catedrales pueden colocar obstáculos o pueden interferir en la integridad del propio Camino. Y Hela también pone de su parte: ventisca de rocas, corrientes de hielo, erupciones volcánicas, todo eso puede dejar el Camino temporalmente intransitable. Por eso las catedrales tienen cuadrillas del Camino Permanente. —Miró a Rashmika fijamente—. Las cuadrillas trabajan delante de las catedrales. No demasiado alejadas, o se arriesgan a que su trabajo sea aprovechado por sus rivales, pero sí lo suficientemente lejos para tener las tareas terminadas cuando llegue la catedral. Hablando claro: es un trabajo difícil y peligroso. Pero es un trabajo que requiere las habilidades que has mencionado. —Tamborileó la mesa con sus dedos regordetes—. Trabajar en el vacío, en el hielo, usando herramientas de corte y demolición, programando los sirvientes para las tareas más peligrosas…

—Ese no es el trabajo que tenía en mente —dijo Rashmika.

—¿Ah, no?

—Como ya le he dicho, creo que mis habilidades podrían aprovecharse mejor en un entorno de oficina, como el de los grupos de estudio arqueológicos.

—Quizás sea así, pero las vacantes en esos grupos no son muy frecuentes, la verdad. Por otro lado, por la propia naturaleza del trabajo, en las cuadrillas siempre hay puestos libres.

—¿Porque la gente se muere?

—Es un trabajo duro. Pero es un trabajo al fin y al cabo. Y hay diferentes grados de riesgo, incluso en los trabajos de demolición. No debería ser muy difícil encontrar algo un poco menos peligroso que colocar las mechas, algo para mantenerse ocupada hasta que surja una vacante en uno de los grupos de estudio.

Rashmika leyó la cara del cuestor. Hasta ahora no le había mentido.

—No es lo que quería —dijo—, pero si es lo único que hay tendré que aceptarlo. Si le digo que estoy dispuesta a hacer ese trabajo, ¿podría encontrarme un puesto?

—Si supiera que puedo vivir con ello después… entonces sí. Diría que sí puedo.

—Estoy segura de que dormirá bien por las noches, cuestor.

—¿Y estás segura de que esto es lo que quieres? Rashmika asintió antes de que le asaltaran las dudas.

—Si pudiera empezar con los trámites le estaría muy agradecida.

—Siempre puedo pedir que me devuelvan algún favor —dijo—. Pero hay algo que debo mencionar. Hay gente de las tierras baldías buscándola. La policía no puede tocarla aquí, pero su ausencia ya ha sido advertida.

—Eso no me sorprende.

—Se especula sobre el motivo de su misión. Algunos dicen que es por su hermano. —La criatura verde miró hacia arriba, como si se pronto se interesase por la conversación. Definitivamente le faltaba una pata delantera, advirtió Rashmika—. Harbin Els —continuó el cuestor—, ese es su nombre, ¿no?

No tenía sentido llevarle la contraria.

—Mi hermano se fue a buscar trabajo al Camino —dijo—. Le mintieron acerca de lo que le pasaría. Le dijeron que no le pondrían sangre del deán. No lo hemos vuelto a ver.

—¿Y ahora sientes la necesidad de averiguar qué le pasó?

—Era mi hermano —dijo ella.

—Entonces quizás esto te interese. —El cuestor metió la mano bajo el escritorio y sacó una hoja de papel doblada. La empujó hacia ella. La criatura verde observó cómo se deslizaba por el escritorio.

Rashmika cogió la carta, pasando el pulgar por el sello de lacre rojo que la cerraba y que mostraba el relieve de un traje espacial con los brazos abiertos como en un crucifijo, irradiando rayos de luz. El sello estaba roto y tan solo se adhería ligeramente a uno de los lados del papel.

—¿Qué es esto? —preguntó, mirándolo a la cara con mucha atención.

—Me ha llegado a través de canales oficiales, de la
Lady Morwenna
. Ese es el sello de la Torre del Reloj.

Esa parte era cierta, pensó Rashmika. O al menos el cuestor sinceramente creía que era así.

—¿Cuándo?

—Hoy.

Pero eso era mentira. ¿Dirigida a mí?

—Me dijeron que me asegurase de que la vieras. —Miró hacia abajo eludiendo los ojos de la chica y haciendo su rostro más difícil de leer.

—¿Quién?

—Nadie… yo… —De nuevo estaba mintiendo—. La he leído. No pienses mal de mí. Reviso toda la correspondencia que pasa por la caravana. Es una cuestión de seguridad.

—Entonces, ¿sabe lo que dice?

—Creo que debería leerla usted misma.

17

Hela, 2727

El repiqueteo de su bastón marcaba el progreso del inspector general de Sanidad a través del interior de hierro de la gran catedral. Incluso en las partes de la catedral en las que los motores y los mecanismos de tracción eran audibles, lo podían oír acercarse mucho antes de que llegara. Sus pasos eran tan medidos y regulares como los pulsos de un metrónomo, siendo su bastón el que marcaba el ritmo, golpeando hierro contra hierro. Se movía con una deliberada lentitud arácnida, dándoles tiempo a los fisgones y a los holgazanes a dispersarse. Ocasionalmente percibía que era observado secretamente desde detrás de pilares metálicos o rejas, gente que le espiaba, creyéndose discretos. Pero la mayoría de las veces sabía con certeza que se paseaba sin ser observado. En sus largos años de servicio a Quaiche, una cosa había quedado clara para la población de la catedral: los negocios de Grelier no eran de la incumbencia de los curiosos. Pero a veces los que huían de él lo hacían por otros motivos distintos a no interferir en sus asuntos.

Grelier llegó a una escalera de caracol cuya hélice de hierro esquelético se hundía en las profundidades de la Fuerza Motriz. La escalera zumbaba como un diapasón. O estaba transmitiendo una vibración de las máquinas de más abajo, o alguien acababa de utilizarla para escaparse de Grelier.

Se asomó por la balaustrada, intentando mirar hacia abajo a través del centro del sacacorchos de la escalera. Dos vueltas más abajo vio unos dedos regordetes que se deslizaban rápidamente por el pasamanos. ¿Era el hombre que buscaba? Probablemente.

Tarareando para sus adentros, Grelier quitó el pestillo de la verja que daba paso al hueco de la escalera. Lo cerró con la afilada punta de su bastón e inició el descenso. Se tomó su tiempo, dejando que cada paso resonara antes de proceder a bajar el siguiente escalón. Hizo sonar el bastón
clon, clon, clon
contra la balaustrada, informando al hombre de que se acercaba y de que no había posibilidad de escape. Grelier conocía las entrañas de Fuerza Motriz tan bien como el resto de las tripas de todas las secciones de la catedral. Había cerrado el resto de las escaleras con la llave de la Torre del Reloj. Esta era la única salida hacia arriba o hacia abajo, y se aseguraría de dejarla cerrada cuando llegara abajo. Su pesado maletín médico chocaba con su muslo al bajar, en perfecta sincronía con el golpeteo del bastón.

Las máquinas de los niveles inferiores sonaban más fuerte conforme se acercaba a ellas. No había ningún lugar en la catedral en el que no se oyeran estos mecanismos chirriantes, si no había otro ruido más fuerte. Pero en los niveles superiores el ruido de los motores y los sistemas de tracción no podían competir con la música de órgano y las voces del coro que cantaban permanentemente. La mente pronto eliminaba el leve ruido de fondo.

Pero allí no. Grelier oía el estridente aullido de las turbinas, que le producía dentera. Oía el sonido metálico y sordo de los enormes cigüeñales articulados y excéntricos. Oía los pistones deslizándose, las válvulas abriéndose y cerrándose. Oía los relés castañeteando y las voces graves del personal técnico.

Descendió golpeteando con el bastón y el equipo médico listo. Grelier llegó a la última vuelta de la escalera. Las bisagras de la reja de salida chirriaron, no la habían cerrado con pestillo. Alguien iba con un poquito deprisa. Atravesó el marco de la puerta y colocó su equipo médico entre los pies. Sacó la llave del bolsillo superior y cerró la puerta, evitando que nadie subiera desde ese nivel. Luego cogió su equipo médico y retomó su relajado paseo.

Grelier miró a su alrededor. No había ni rastro del fugitivo, pero había muchos lugares en los que el hombre podía esconderse. Eso no le preocupaba, al final lo encontraría. Podía concederse unos minutos para mirar por allí, descansar de su rutina habitual. No solía venir por aquí abajo y este lugar siempre le impresionaba. La Fuerza Motriz ocupaba una de las salas más grandes de la catedral, en el nivel presurizado más bajo. La sala ocupaba al completo los doscientos metros de largo de la estructura móvil. Tenía cien metros de ancho y cincuenta desde el suelo al techo magníficamente abovedado.

La maquinaria ocupaba gran parte del volumen disponible, excepto por el espacio alrededor de las paredes y unos doce metros más o menos bajo el techo. La maquinaria era inmensa. Carecía de la impersonal inmensidad de los mecanismos de las astronaves, pero poseían algo más intimidante y por lo tanto más íntimamente amenazador. La maquinaria de las astronaves era enorme y burocrática: simplemente ignoraba a los humanos. Si se colocaban en el lugar equivocado, simplemente dejaban de existir, eran aniquilados en un instante indoloro. Pero por muy enorme que fuera la maquinaria de la Fuerza Motriz, también era lo suficientemente pequeña como para reparar en los seres humanos. Si se interponían en su camino, eran susceptibles de ser mutilados o aplastados, y no sería ni instantáneo ni indoloro.

Grelier presionó con su bastón la carcasa de color verde claro de una turbina. A través del bastón notó el vigoroso rugir de las energías atrapadas. Pensó en las paletas dando vueltas, extrayendo la energía del vapor a elevada temperatura que escupía el reactor atómico. Bastaba una imperfección en la paleta para que la turbina explotase en cualquier momento, provocando una muerte turbulenta a cualquiera que se encontrase a menos de cincuenta metros. Pasaba de vez en cuando y él solía bajar a limpiar el desastre. En realidad era bastante emocionante.

El reactor (la central nuclear de la catedral) era la pieza de maquinaria más grande de la sala, situada en una cúpula verde botella casi al fondo de la habitación. Lo más amable que podía decirse de él era que funcionaba y era barato. No había yacimientos de material nuclear en Hela, pero los ultras les proporcionaban un suministro constante. Quizás fuera sucio y peligroso, pero era más económico que la antimateria y más fácil de manejar que una central de fusión. Habían hecho los cálculos: refinar el hielo de Hela para proporcionarles fuel de fusión requeriría una planta preprocesadora tan grande como toda la Fuerza Motriz ya existente. Pero la catedral había crecido todo lo posible, teniendo en cuenta las dimensiones del Camino y de las Escaleras del Diablo. Además, el reactor funcionaba y les proporcionaba la energía que la catedral necesitaba y los trabajadores del reactor no se ponían enfermos tan a menudo.

De la parte más alta del reactor surgía una maraña de tuberías de vapor a alta presión. Los intestinos de plata brillante atravesaban toda la sala, sometidos a inexplicables pliegues y curvas de noventa grados, llevando el vapor hasta treinta y dos turbinas, apiladas unas encima de otras en dos filas de ocho turbinas de largo. Pasarelas, plataformas de inspección, túneles de acceso, escaleras y ascensores de equipamiento enjaulaban por completo a la masa ruidosa. Las turbinas eran dinamos que convertían el vapor entrante en energía eléctrica. Suministraban esa energía a los principales motores de tracción, veinticuatro de ellos agazapados sobre las turbinas en dos hileras de doce. Los motores de tracción a su vez convertían la energía eléctrica en fuerza mecánica, propulsando el enorme mecanismo articulado que finalmente movía a la catedral por el Camino. Solo diez de los doce motores de un lado funcionaban en todo momento. Los restantes estaban parados pero dispuestos para ser conectados si otro motor o grupo de motores necesitaba ser relevado para su puesta a punto.

Los propios mecanismos pasaban por encima, extendiéndose desde los motores de tracción hasta las paredes a ambos lados. Penetraban las paredes a través de juntas a prueba de presión colocadas en el punto exacto de flexión de los principales manguitos de conexión. Las juntas eran problemáticas. Grelier recordó que siempre fallaban y tenían que ser sustituidas, pero de una forma u otra el movimiento mecánico generado en la Fuerza Motriz tenía que ser transmitido al otro lado de las paredes, hacia el vacío.

Encima de su cabeza, con una lentitud como de ensueño, los manguitos de conexión se movían adelante y atrás, arriba y abajo en ondas orquestadas que comenzaban en el frontal de la sala y avanzaban hacia atrás. Un complicado conjunto de cigüeñales más pequeños conectaban los manguitos unos con otros, sincronizando sus movimientos. Las pasarelas aéreas se entrelazaban con los enormes mástiles propulsores metálicos, permitiendo que los trabajadores lubricaran las uniones e inspeccionaran los fallos puntuales debidos a la fatiga del metal. Era un trabajo arriesgado: un momento de distracción y la lubricación sería de un tipo completamente inadecuado.

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