El cuerpo de la casa (39 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

BOOK: El cuerpo de la casa
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Dio un paso hacia ella, extendió las manos.

—Claro que te reconozco —dijo. Le cogió la mano. La envolvió en un abrazo. No fue leve ahora, no fue inhumanamente ligero; ella tenía el peso y la masa de una mujer real, la suavidad de la carne cedió contra él mientras la abrazaba. El aliento cálido contra su pecho—. Sylvie.

—¿Lo sabías? —dijo ella—. ¿Sabías que acabaría así?

En ese momento el espíritu que flotaba en el aire empezó a gritar de terror. Se separaron, se volvieron, miraron qué estaba pasando.

—Supongo que no ha terminado todavía —dijo Don.

El espíritu se retorcía en el aire, dando vueltas y más vueltas. Pero no había nada sencillo en sus movimientos. Unas partes de ella giraban más rápido que otras. Se estiraba, se contraía, se tensaba como un elástico. Como una víctima en el potro de tortura. Finalmente una mano voló y chocó contra el techo, el brazo largo y fino como un elástico, y tan transparente que era apenas un titilar en el aire. Un pie saltó a la pared del fondo, otra mano al suelo, el otro pie a la pared delantera de la casa. La cabeza giró, y luego saltó hasta la pared maestra.

Lo que quedó en mitad del aire perdió toda forma. Creció como un globo, haciéndose más fino mientras crecía, hasta que no fue nada más que el brillo de una burbuja transparente que llenaba la habitación. Don lo sintió pasar sobre él, a través de él, una sensación fría que lo heló hasta los huesos. Y entonces el titilar llegó a las paredes del salón de baile, el techo, el suelo. La habitación brilló durante un segundo o dos, no más. Y entonces todo volvió a la normalidad.

—Se ha ido —dijo él.

—No —respondió Sylvie—. La casa la tiene.

—Entonces se ha ido —repitió él.

—No. Ya no puedo sentir la casa. Éste es ahora mi único cuerpo. Lissy tiene la casa.

Pudieron oírlo empezar, en el desván. Puertas cerrándose. Ventanas que subían y bajaban, sacudiéndose. En el primer piso ahora, los golpes, las sacudidas. El agua que corría. La cisterna del retrete.

Y ahora en la habitación donde estaban. Una ventana alzada por manos invisibles. El viento y la lluvia entraron en la habitación. La puerta de la cocina se abrió, se cerró, se abrió, se cerró. Bajo sus pies el suelo se hinchó, una onda lo recorrió hasta que pasó bajo sus pies, derribándolos. Sylvie se agarró a él, se agarraron mutuamente, ayudándose mientras se esforzaban por ponerse de rodillas, intentando levantarse.

La enorme extensión del muro maestro tras el hueco de la escalera empezó a estremecerse, tomando una nueva forma. La forma de una cara. La cara de Lissy, enorme, como un bajorrelieve hecho de listones y yeso. La boca se movió. Pudieron oír la voz como el sonido de un tambor.

—¡Ése es mi cuerpo! —gimió la cara en la pared.

Estaban tan absortos mirando la pared que Don sólo llegó a captar por el rabillo del ojo el movimiento en el vestíbulo. Era su martillo favorito que volaba por los aires directo hacia Sylvie. Don saltó justo a tiempo. El martillo le golpeó en la espalda, entre los omóplatos. La fuerza del golpe fue brutal, y lo derribó al suelo junto con Sylvie. Menos mal, porque la palanqueta voló por encima de ellos mientras caían.

—¿Estás bien? —le gritó Sylvie.

—¡Sal de la casa, Sylvie!

—No puedo dejar que te enfrentes con ella a solas.

—¡Es a ti a quien quiere! ¡Vete!

Se levantó, buscando desesperadamente más objetos voladores mientras la ayudaba a ponerse en pie. Encogido, casi la arrastró hacia la entrada. El dolor entre sus hombros era abrumador. ¿Costillas lastimadas? ¿O rotas? ¿O una herida abierta? No había tiempo para preocuparse por eso ahora.

En el pasillo de la entrada, Don pudo ver el salón sur, donde sus herramientas se deslizaban formando círculos concéntricos en el suelo. En el centro estaba el banco de trabajo. Cuando se internó en el pasillo, los círculos dejaron de moverse, pero abrieron un camino que conducía directamente hasta donde Don y Sylvie se encontraban. El banco de trabajo empezó a deslizarse, y luego se abalanzó hacia ellos.

—¡Sal! —gritó Don mientras corría hacia el banco de trabajo.

Lo golpeó en la cadera, haciéndolo caer encima. Pero lo agarró al caer, se sujetó a la pata, así que tuvo que arrastrarlo y perdió impulso mientras continuaba implacable hacia Sylvie.

Ella pugnaba con el pomo de la puerta.

—¡No se abre, no se abre! —gritó.

Don logró afianzarse en el suelo lo suficiente para hacer palanca. Alzó la pata del banco y lo volcó de lado. Como si la casa supiera de inmediato que ya no era un arma tan útil, el banco dejó de moverse y se quedó allí, inerte.

Don echó a andar hacia Sylvie para ayudarla con la puerta cuando vio que la madera bajo el pomo empezaba a deformarse, a sobresalir.

—¡Apártate de la puerta! —gritó, pero casi antes de que terminara de decirlo, y mucho antes de que Sylvie pudiera reaccionar, la extrusión se convirtió en una mano humana hecha de madera astillada, y agarró la muñeca de Sylvie y la retuvo.

Sylvie gritó y trató de zafar la mano. Para hacer palanca, apoyó la espalda contra la pared junto a la puerta. Otra mano surgió del yeso y envolvió el otro brazo, agarrándolo. Unas manos la cogieron por los tobillos, manos hechas de yeso, manos hechas de madera. Y luego un par de manos la atenazaron por la garganta.

—¡Don! —gimió, los ojos llenos de pánico.

Iba a suceder otra vez. Lissy iba a volver a matarla.

Don se levantó y le gritó a la casa.

—¿Tan estúpida eres? ¡Si la matas a ella tampoco tendrás ese cuerpo!

De inmediato la ventana de la puerta se deformó y se convirtió en el rostro de Lissy hecho de cristal esmerilado. La boca se abrió y la voz fue alta y aguda, como un tintineo de cristal.

—Si no puedo tenerlo yo, no podrá nadie.

Otra cara se formó en el suelo, la boca abierta, la garganta oscura y profunda. La voz resonó gravemente.

—Ese cuerpo es Lissy, Lissy, no Sylvie. Llámalo Lissy.

—¡No digas su nombre! —gritó Don—. ¡No lo digas, Sylvie! No dejes que recupere ese cuerpo.

Ella lo miró con ojos asustados.

Don no se molestó en intentar apartar las manos que la sujetaban. Sabía que su fuerza no sería suficiente para liberarla. Hacían falta armas, y en vez de atacar a estas manos recién hechas rompería la espalda de esta criatura.

Buscó entre el desorden de sus herramientas la sierra mecánica y el cable de extensión. Lo enchufó a la pared, luego la sierra al cable, y pulsó el gatillo. La sierra cobró vida, la hoja desnuda escupió tierra del túnel de ayer. Las grandes vigas de la pared maestra todavía estaban parcialmente expuestas, y hundió la sierra en la primera, haciendo un corte alrededor como el leñador que tala un árbol.

La cara de Lissy de cristal gritó. La de madera se hinchó y deformó. Lo que antes era el ceño de aquella cara se convirtió en una ondulación en el suelo, y luego un par de manos se alzaron y agarraron el conector y el cable de extensión. Don empezaba con la segunda viga cuando los cables se separaron y la sierra se apagó.

Una viga cortada. Eso era algo. Si pudiera encontrar su maza podría romperla. Eso comenzaría el debilitamiento de la casa, ¿no?

No había tiempo para ponerse a buscar herramientas. Sylvie estaba muriendo, atrapada como un insecto contra la pared. Don tenía que paralizar la casa, romper su espalda. Matarla y matar a Lissy con ella.

Captó el movimiento a tiempo de mover la mano. La punta de un palustre le atravesó la mano. El dolor lo hizo tambalearse, casi se cayó por la sorpresa. Pero ahora estaba ya demasiado furioso, demasiado asustado para permitir que el dolor lo detuviera. Cogió el palustre por el mango y se lo sacó. Esto causó un nuevo nivel de dolor, y casi se desmayó cuando empezó a brotar la sangre. Tenía que detener a esta casa antes de que perdiera demasiada sangre o acabaría viendo a Sylvie morir estrangulada mientras la vida escapaba de su propio cuerpo. ¿Dónde estaba la maza?

Voló por el aire directamente hacia su cabeza. La cogió, girando con su fuerza al hacerlo.

—¡Gracias! —gritó triunfante. Ella misma le había puesto su mejor arma en las manos.

—¡Tengo que dejarla que recupere el cuerpo, Don! —gimió Sylvie. Las manos alrededor de su cuello se habían aflojado lo suficiente para permitirle hablar—. ¡Va a matarte!

Por respuesta, él blandió la maza y golpeó la viga por encima del corte. Se estremeció, pero no se rompió.

Sylvie gritó. Don se volvió a tiempo de ver a los clavos alzarse de sus sacos marrones como un enjambre de abejas. Cada uno de ellos una flecha que le apuntaba. Don les dio la espalda y blandió de nuevo la maza. Golpeó cuando los clavos empezaban a picotear, clavándose en su espalda. Su cuello, su cuero cabelludo, sus brazos, sus piernas. Cien picaduras de abeja. Gimió, en parte por el dolor, pero sobre todo porque de nuevo la viga siguió sin romperse. Mientras retorcía el cuerpo para golpear por tercera vez, pudo sentir los clavos saltando de sus músculos, o enganchándose, desgarrándolo por dentro. Eso no iba a detenerlo. No iba a quedarse allí y dejarla morir sólo porque sintiera dolor. Golpeó con todas sus fuerzas, quizá con algo más que sus fuerzas. Y esta vez el madero se rompió por el corte.

Por encima de la hendidura, el poste casi se descolocó por completo de la parte de abajo; sólo un trozo de la parte superior seguía en su sitio. Un cuarto golpe mientras la cara en el cristal gritaba:

—¡No, me estás haciendo daño, me estás haciendo daño!

Golpeó el poste, que se soltó por completo. De inmediato un gran crujido llegó desde el techo. El poste que sujetaba el piso de arriba y el techo era ahora un peso que los atraía hacia abajo. La casa se rebulló con la herida.

Don miró a Sylvie, que se debatía para liberarse. Las manos aún la sujetaban, pero tal vez un poco más débilmente. Las que la aferraban por la garganta ya no parecían tratar de estrangularla. No; era peor. Le habían agarrado ahora la cabeza. La retorcían. Lissy intentaba usar la fuerza de la casa para romperle a Sylvie el cuello.

—Don —gritó Sylvie—. Si vuelvo a la casa ella la dejará y entrará en el cuerpo. ¡Tienes que ser el primero en coger la pistola!

—¡No lo hagas! —le gritó él—. ¡No dejes ese cuerpo! ¡No entres en la casa! ¡Puedo resolver esto!

Lo decía en serio, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo.

Gladys miraba con los ojos cerrados, sintiendo más que viendo lo que sucedía. Judea y Evelyn podían mirar por la ventana todo lo que quisieran: había poco que ver por ahí. Era Gladys quien podía sentir lo que pasaba. Cómo el espíritu de la asesina había tomado posesión de la casa. Por fortuna, estaba aún distraída, intentando matar a Don y recuperar el cuerpo de la muchacha o, en caso contrario, matarla. Pero si conseguía hacer eso, volvería de nuevo su atención hacia ellas. A sus viejos cuerpos, esclavos de la casa. Gladys no tendría fuerzas para seguir luchando, no si la controlaba tanta malevolencia.

Así que cuando el suelo se alzó y separó los cables, Gladys gimió llena de desesperación.

Pero la desesperación nunca duraba mucho. Había cosas que podía hacer para ayudar.

—¡Rápido! —exclamó—. ¡Traedme ese cable!

Evelyn y Judea la miraron aturdidas.

—¡De la televisión! ¡El cable de extensión!

La televisión había sido su conexión con el mundo exterior. Las chicas no la veían nunca: las entristecía. Pero Gladys la tenía encendida continuamente, un telón de fondo a su vida, a su lucha con la casa. Sólo había una toma de corriente en esta vieja habitación, con una instalación que databa de antes de los estándares modernos. Para que le llegara la televisión, habían tenido que tirar un cable de extensión desde la clavija junto a la cama.

Judea lo sacó de la pared y le tendió el extremo.

—Ambos extremos —dijo Gladys. Y en un momento Evelyn cogió el extremo del enchufe del televisor. Gladys cogió el macho con la mano izquierda, la hembra con la derecha, y trató de unirlos. Fue como intentar unir los polos positivos de dos imanes. Esquivaban, se negaban.

Pues claro que lo hacían. Porque el hechizo que estaba haciendo unía el cable de extensión al cable de la sierra mecánica de la casa. Y la casa podía sentirlo, y luchaba contra ella. En cualquier circunstancia, era un hechizo difícil. Pero tenía que hacerlo.

—Ayudadme —dijo—. Cogedme los brazos. Empujad. Ayudadme a unirlos.

Hicieron lo que pudieron, pero hasta que Don no rompió la primera viga la casa no se debilitó lo bastante ni se distrajo lo suficiente para que pudieran lograrlo. Gladys sintió que los contactos se tocaban. Los guió, con cuidado, los obligó con toda sus fuerzas, con todas sus fuerzas combinadas, hasta que las puntas se deslizaron en los huecos.

En la sala de estar, Don cogió la sierra, pero no pudo conseguir que el cable se estuviera quieto para tomar el extremo y conectarlo. Era como una serpiente, esquivando, revolviéndose. Y entonces, de repente, saltaron chispas del cable del suelo, brillante como un soplete, cegándolo durante un momento. La alargadera y el cable de la sierra seguían sin tocarse, estaban de hecho a metros de distancia, pero la energía chispeaba a través del aire para unirlos. Fluyó una corriente, deslumbrantemente blanca y azul. Los dedos de Don encontraron el gatillo de la sierra y ésta cobró vida. No perdió el tiempo, no importaba lo que le lanzara la casa. Empezó a hacer cortes, poste tras poste. Naturalmente, sólo los postes de esta habitación estaban descubiertos, pero eso tendría que ser bastar. Cortarlos tendría que ser suficiente.

Las fuerzas de la casa se debilitaban. Lo que le arrojaba golpeaba cada vez con menos fuerza. Se volvió a mirar si Sylvie aún colgaba de la tenaza de la casa, pero ésta ya no intentaba romperle el cuello ni estrangularla. Sólo la sujetaba, se aferraba a ella.

—Por favor —gimió el rostro en el cristal—. No pretendía hacerlo. No quise hacer nada malo.

Don no tuvo piedad. Sabía lo que era Lissy y lo que tenía que sucederle ahora. Cogió la maza y empezó a golpear las vigas cortadas. Necesitó tres golpes con la primera, pero después de eso la casa quedó tan debilitada que un solo golpe rompía la madera. Todo el primer piso se venció. Había roto la espalda de la casa.

El rostro de cristal onduló, se difuminó, volvió a convertirse en la superficie plana original. Sólo quedó una sombra. Sólo el susurro de una voz.

—No mates a la casa, Sylvie —dijo el rostro—. Te ama.

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