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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Terror

El cuerpo de la casa (29 page)

BOOK: El cuerpo de la casa
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Dio la vuelta lentamente, una y otra vez.

—¿Cómo bailaría en esta habitación si no fuera real?

Cerró los ojos, el rostro vuelvo hacia arriba, girando despacio.

—Oh, casa, casa grande y vieja, ¿por qué me mantuviste viva? ¿Por qué no me dejaste ir?

Don la vio girar y girar, e imaginó que la veía a la luz de las velas, reflejada en los espejos entre las ventanas. Una imagen muy clara. ¿Por qué imaginaba una cosa así? Entonces lo comprendió de repente, el motivo por el que la casa tenía esta estructura tan rara.

—Es un salón de baile —dijo.

—¿Qué?

—Esta habitación. Mira. No es una sala de estar. No lo fue nunca.

—Pero es demasiado pequeña.

—No —dijo él. Corrió a la pared el fondo, la golpeó con la mano—. Es yeso. Pero eso no demuestra nada. Cuando era un garito, no necesitaban el salón de baile. Necesitaban más paredes, más habitaciones privadas. Los dos dormitorios… forman parte del salón. Ese pasillo estrecho también.

Ella se le acercó. Tocó la pared.

—Cuando leí acerca de los Bellamy, en la facultad, leí que celebraban bailes continuamente. Celebraban un baile tras otro. Es lo que hacían. Bailar.

Naturalmente. Lo que les gustaba era bailar. Esta casa se construyó para bailar.

—La pared no está unida a la casa, ¿no? Nada se apoya en esta pared.

Ella apoyó la cabeza contra la pared.

—Tienes razón. Es sólo… es nada. Esta pared está en medio.

—¿Y la siguiente? ¿Entre los dormitorios?

Recorrieron el pasillo, verificando que las paredes de los dormitorios eran añadidos, igual que la pared norte del pasillo. Pero la pared sur era real, igual que el muro entre la cocina y el dormitorio trasero.

—Era una sala enorme —dijo Don.

—Él la construyó para ella —dijo Sylvie—. ¿No lo sientes? A ella le encantaba bailar, y él le construyó un salón de baile.

—Bueno, ahora sabemos por qué la casa es tan asimétrica. No puedo creer que me preocupe eso ahora. Quiero decir… ¿qué importa? ¿Después de lo que te pasó?

—Pero estoy atada a la casa. Ahora que me enfrento a la verdad, podría empezar a desvanecerme. Por eso la casa necesita ser más fuerte.

—Si quieres quedarte —dijo Don—. Las hermanas Extrañas de al lado no paran de decirme que deje en paz la casa o que la derribe. ¿Y si estaban intentando liberarte?

—¿Liberarme? ¡No quiero ser libre, Don, quiero estar viva!

—Pero yo no puedo hacer eso.

—Sí que puedes. Cuanto más fuerte es la casa, más real me vuelvo. Derriba estas paredes, Don, por favor.

Él estudió su rostro. Su cuerpo. Era increíble que pudiera ser sólo un espíritu. Extendió la mano y la volvió a tocar. En la mejilla. Ella alzó la mano y cogió la suya.

—Déjame bailar en esta habitación —dijo—. Hazme real.

Él la soltó y fue en busca de su palanqueta.

Trabajó hasta mucho después de que oscureciera. Pasada la medianoche, hasta la madrugada. Derribando grandes trozos de yeso, y luego arrancando cada listón. Entonces la sierra cortó los maderos, aunque éstos no eran tan gruesos como los grandes mástiles de aquella pared maestra junto a las escaleras. Los golpes de la maza lo hicieron estremecerse hasta los hombros, hasta la médula, pero las vigas se soltaron del techo, se desprendieron del suelo, y las arrastró al exterior, una enorme pila de basura junto a la acera.

Pero no había terminado todavía. Recogió todas sus herramientas, sus cajas de suministros, sus maletas, su camastro, y lo trasladó todo al salón sur. El salón auténtico. Así que en el suelo no quedó nada más que fragmentos de yeso y unos pocos clavos baratos.

Y aún había trabajo por hacer. Buscó la escoba y barrió el suelo entero. Parecían acres y acres de madera, pero lo barrió todo hasta dejarlo limpio.

Sólo una cosa más. Buscó todos los agujeros de los clavos donde las paredes nuevas estaban clavadas al suelo de madera pulida del salón de baile, y los llenó de masilla y los lijó. Eran las tres de la madrugada. Estaba agotado. Se volvió hacia Sylvie, allí en el hueco, donde había permanecido sentada viéndolo trabajar, los ojos brillantes.

—¿Qué tal? —le preguntó.

En respuesta, ella le sonrió.

—¿No vas a sacarme a bailar?

Él se echó a reír.

—Ahora mismo soy una mancha ambulante de sudor. Debo de tener polvo de yeso pegado por todas partes.

—Eso sólo hace que seas más real.

—No soy yo quien se siente irreal —dijo él. Pero en el momento de decirlo no estuvo seguro de que fuera cierto. ¿Hasta qué punto era real, antes de encontrar esta casa?

Se acercó a ella y tendió una mano sucia.

—Señorita Sylvie Delaney, ¿tendría la bondad?

—Creo que es un vals —dijo ella.

—Bien podría serlo.

—Me encantaría bailar un vals contigo.

La levantó del banco. Su mano era sólida en la de él. Igual que la delicada mano que se posó levemente en su hombro, su cintura de niña bajo su mano. Le dio un apretoncito con la mano derecha, para indicar hacia dónde iban, y ella se dejó guiar. Un, dos, tres.

—Necesitamos música —dijo ella.

—Pues canta.

Ella empezó a tararear, y luego a cantar tonadas sin palabras. Don las reconoció.
El vals del emperador
.
El Danubio azul
. Y otras que no conocía. Bailaron y bailaron. Don tendría que haber estado demasiado cansado para bailar. O tal vez ahora estaba cansado sólo lo necesario para olvidar su agotamiento y seguir bailando y bailando.

Y en su mente, en su cansancio, empezó a oír no la voz de Sylvie, sino una orquesta. Y a ver no la luz de la lámpara portátil, sino la luz de cientos de velas en los huecos de las paredes, en las tres grandes lámparas que colgaban del techo. Por toda la habitación, grandes borrones de movimiento, y el vestido de Sylvie ondulaba como si tuviera un polisón debajo, exagerando los movimientos de la danza. Igual que todos los otros vestidos del salón, todos los hombres de chaqué, girando, girando. No había rostros, Don no pudo ver ninguna cara porque todo se movía muy rápido; tampoco podía ver a los músicos, aunque captó el movimiento de un arco, el destello de luz de un trombón cada vez que pasaba el escenario de la banda situado contra la pared que separaba el salón de baile de la habitación de servicio. Los criados entraban y salían de esa habitación con bebidas en bandejas y aperitivos en platos. La gente sonreía y reía, y Don no lo estaba imaginando, alzaban la cabeza cada vez que Sylvie y él pasaban junto a ellos. Gracias por esta fiesta, decían con sus ojos silenciosos. Gracias por invitarnos. Por las luces, la comida, el champaña, la música, y sobre todo la gracilidad de los bailarines, que se deslizaban por el suelo tan livianamente como las hojas crujientes de otoño, vuelta tras vuelta, capturados en un remolino, creando un remolino, removiendo todo el aire del mundo…

Y luego permanecieron abrazados el uno al otro, sin bailar ya. La sala aún giraba mareante a su alrededor, pero incluso eso acabó por aquietarse. La música terminó. La orquesta había desaparecido, y todos los espectadores, y los otros bailarines. Sólo quedaron Sylvie y Don, abrazados en mitad del salón. Don miró hacia las ventanas y vio que ahora asomaba una luz grisácea.

—Bailamos hasta el alba —dijo.

Ella no contestó. Don la miró y vio lágrimas en sus ojos.

—Bailaron de nuevo en su casa esta noche —dijo ella.

—Y la casa es fuerte.

Ella asintió.

—Es de nuevo la casa Bellamy. Tiene la forma adecuada para su verdadero nombre.

—Y tú —dijo él—. Eres fuerte también.

Su rostro era tan etéreo, su piel tan pura, tan transparente… Sus labios aún capturados en el recuerdo de una sonrisa. Don se inclinó y la besó suavemente. Ella se rió, una risa grave en lo profundo de su garganta.

—Lo he sentido —dijo.

Él la volvió a besar.

—Lo sentí hasta en los dedos de los pies —susurró ella.

Don la rodeó con sus brazos, la levantó, giró y giró. Las piernas de ella se despegaron. Como una niña, vuelta tras vuelta, volando. Entonces la llevó al umbral de la puerta principal. Extendió la mano y la abrió.

—Don —dijo ella.

—Ésta es la única prueba que importa, Sylvie.

—No, es la que no importa.

—Si puedes marcharte, entonces estás viva.

—¿No es suficiente que esté viva dentro?

—No —dijo él—. Es suficiente para mí, pero no para ti. A menos que pueda devolverte lo que Lissy te quitó.

—No puedes. Suéltame, Don.

—Carne y hueso —dijo él—. La sangre del corazón y el ojo de la mente.

—Oh, Don. ¿Es cierto eso?

Por respuesta, él abrió la puerta principal y salió al porche. Aún no había amanecido del todo. Había sólo la más débil luz del alba. No había en el barrio más luces encendidas que las farolas, y estaban envueltas en la bruma matinal. Don bajó uno, dos, tres escalones. Pasó al césped del patio. Se dirigió a la pila de basura, a la calle. Ella se agarró a su cuello.

Y luego no lo hizo.

No tenía nada en los brazos.

—¡Sylvie! —exclamó.

Casi dejó caer los brazos, porque no podía verla. Pero sabía que si estaba en alguna parte era allí, en sus brazos. Tenía que volver a la casa.

—¡Sylvie, agárrate a mí! ¡Aguanta!

Echó a correr.

—¡Don! —la oyó llamar. Como desde muy lejos.

Miró y no pudo verla. Ni en sus brazos ni en ninguna parte.

—¡Don, espera!

Rehizo sus pasos, palpó con los brazos. Rozó algo. Nada que pudiera ver, pero algo.

—Agárrate a mí —dijo.

—Despacio —susurró ella. Parecía que la voz sonaba en su oído—. Despacio.

Tratando de recogerla como si fuera viento, caminó despacio hacia la casa. Y cuanto más se acercaba, más podía sentirla. Sus manos, tirando de sus mangas, los pies arrastrándose por los matojos. Ahora pudo rodearla con los brazos. Pudo sostenerla. La arrastró, la pudo alzar de nuevo, la llevó por los escalones de la entrada. Podía hacerlo, lo hizo, la llevó hasta la puerta principal y la llevó dentro y cerró la puerta y luego se desplomaron en el suelo, agotados, aferrados el uno al otro, llorando, riendo de alivio.

—Creí que te había perdido.

—Creí que me había perdido.

—La casa no puede hacerte real excepto dentro.

—Es suficiente para mí.

—Para mí no —dijo él—. No mientras ella esté viva.

—¿Quién, Lissy?

—Te mató con sus manos desnudas. No fue un golpe fruto de la furia. Hace falta tiempo para matar a alguien estrangulándolo, cinco minutos de agarrar con fuerza la garganta. Podría haberse detenido en cualquier momento, Sylvie. Pero no lo hizo. Siguió apretando incluso cuando ya estabas inconsciente. Siguió apretando hasta que supo que estabas muerta.

—¿Pero qué podemos hacer? Tenemos esta casa.

—Quiero devolverte la vida.

—¿Cómo?

—No lo sé —dijo él—. Pero conozco a alguien que quizá lo sepa.

Se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—¿Adonde vas?

—A la casa de al lado. Las hermanas Extrañas.

Se dio media vuelta, empezó a cruzar la puerta, y luego se detuvo y volvió a entrar.

—Por favor —dijo—. Estate aquí cuando vuelva.

—Que me muera si no —dijo ella.

17

Preguntas

Don rodeó la valla, y luego atravesó la húmeda masa de hojas que cubría el jardín delantero de la cochera. El otoño había golpeado con saña. Le sorprendió un poco que no le abrieran la puerta antes de llegar al porche. ¿Es que estaban perdiendo facultades como espías?

Llamó al timbre. Nada. Llamó con los nudillos a la puerta. No hubo respuesta.

Esperó, llamó, volvió a llamar. Nada.

Fue igual en la parte trasera. Las cortinas estaban echadas. No había rastro de vida dentro. Se trataba de mujeres mayores. ¿Pasaba algo malo? Probó con el pomo de la puerta, sólo por asomarse. Estaba cerrado con llave.

Volvió al porche delantero. También la puerta estaba cerrada con llave. Llamó de nuevo, más fuerte, sacudiendo las ventanas.

—¡Señorita Judea! ¡Señorita Evelyn!

Entonces comprendió. Apenas había amanecido. La gente mayor no dormía mucho, lo sabía, pero tal vez lo hacían hasta pasadas las primeras luces. Y no podía seguir gritando, porque despertaría a los vecinos. No debería estar allí. Y sin embargo tenía que preguntarles lo que sabían. Lo que comprendían sobre la casa. Qué esperanza había de que Sylvie pudiera librarse del lugar.

Una última llamada al timbre y se dio media vuelta para regresar a la casa Bellamy. Naturalmente, fue entonces cuando oyó que el cerrojo se descorría tras él.

Se abrió sólo una rendija. Nadie se asomó.

—Márchese —dijo una voz anciana y cansada. Don no pudo cerciorarse de cuál de las hermanas Extrañas era. No parecía ninguna de ellas.

—Tengo que hablar con ustedes —dijo—. Me dijeron que si tenía alguna pregunta…

No hubo respuesta.

—Quiero liberar a alguien de la casa. Tengo que hablar con ustedes.

—Hable —dijo ella con desdén. Ahora reconoció la voz. Miz Evelyn. Probablemente. Tal vez.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Don.

—¿Qué le importa?

—Pues claro que me importa. ¿Puedo traerle algo?

—¿De verdad es tan estúpido?

No. Era definitivamente Miz Judea.

La voz volvió a sonar, un susurro ahora, feroz pero rota.

—¿No sabe que nos está matando?

La puerta se cerró. Corrió el cerrojo.

Don se volvió y contempló el patio delantero. Cubierto de hojas. Estas ancianas se pasaban el día preparando comida para Gladys o trabajando en el jardín. Y sin embargo el jardín estaba tan descuidado que no habían recogido ni una hoja.

¿Por qué? La respuesta era obvia. Ahora que creía en el poder de la casa, Don también tenía que creer lo que le habían contado estas mujeres. Todo el trabajo que había hecho en la casa había absorbido su fuerza. Le habían suplicado que la derribara, por su bien. Él había hecho lo contrario, restaurándola cada vez más a su forma verdadera. ¿Qué sucedería cuando terminara? ¿Cruzarían tambaleándose la valla para llamar a su puerta y suplicarle que les dejara entrar en su prisión? ¿O permanecerían obstinadamente en la cochera hasta que estuvieran demasiado débiles para alimentarse?

¿Quién sería entonces el asesino?

Y sin embargo, si ahora debilitaba la casa, ¿qué le pasaría a Sylvie? Ahora que sabía la verdad sobre sí misma, ahora que él también lo sabía, su fe ignorante no podría ayudarlos a mantener una ilusión. Dependían de la fuerza de la casa para mantenerla allí, para hacerla real, hasta…

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