Read El cuento número trece Online
Authors: Diane Setterfield
»Mi estudio está abarrotado de personajes que están esperando a ser escritos. Personas imaginarias, deseosas de una vida, que me tiran de la manga, gritando: "¡Ahora yo! ¡Venga! ¡Me toca a mí!". Tengo que elegir. Y en cuanto ya he elegido, el resto calla durante diez meses o un año, hasta que llego al final de una historia y el clamor se reanuda.
»Y de vez en cuando, a lo largo de todos estos años, he levantado la cabeza de la hoja (al final de un capítulo, al detenerme para pensar con calma después de una escena de muerte o simplemente buscando la palabra justa) y he visto una cara detrás de la multitud. Una cara familiar. Tez clara, cabello pelirrojo, ojos verdes. Sé perfectamente quién es, pero nunca deja de sorprenderme verla. Siempre me pilla desprevenida. Muchas veces ha abierto la boca para hablarme, pero durante décadas estuvo demasiado lejos para que yo pudiera oírla y, además, en cuanto me percataba de su presencia, yo desviaba la mirada y fingía no haberla visto. Creo que no se dejaba engañar.
»La gente se pregunta por qué soy tan prolífica. Pues bien, el motivo es ella. Si he empezado un libro nuevo cinco minutos después de haber terminado el último se debe a que levantar la vista del escritorio significaría encontrarme con su mirada.
»Los años han pasado; el número de mis libros en los estantes de las librerías ha crecido y, por consiguiente, la multitud de personajes que flotan por mi estudio ha menguado. Con cada libro que he escrito el murmullo de las voces se ha hecho más quedo, la sensación de ajetreo en mi cabeza ha disminuido. El número de rostros reclamando mi atención ha bajado, y siempre, detrás del grupo pero un poco más próxima con cada libro, ahí está ella. La niña de los ojos verdes. Esperando.
»Llegó el día en que terminé la versión final de mi último libro. Escribí la última frase y puse el punto final. Ya sabía lo que iba a ocurrir. La estilográfica se me resbaló de la mano y cerré los ojos. "Ahora —le oí decir, o puede que lo dijera yo—, ya sólo quedamos tú y yo."
»Discutí un rato con ella. "No saldrá bien —le dije—. Ha pasado mucho tiempo, yo era solo una niña, lo he olvidado todo." En realidad hablaba por hablar. "Pero yo no lo he olvidado —dice ella—. Recuerdas cuando..."
»Hasta yo reconozco lo inevitable cuando lo tengo delante. Sí, lo recuerdo.
La tenue vibración en el aire se detuvo. Mi mirada viajó desde las estrellas hasta la señorita Winter. Sus ojos verdes estaban clavados en un punto de la habitación como si en ese preciso instante estuvieran viendo a la niña de ojos verdes y pelo cobrizo.
—La niña es usted.
—¿Yo? —La señorita Winter desvió la mirada de la niña fantasma y se volvió hacia mí—. No, no soy yo. Ella es... —titubeó—. Es alguien que fue yo. Esa niña dejó de existir hace mucho, mucho tiempo. Su vida terminó la noche del incendio con la misma certeza que si hubiera perecido entre las llamas. La persona que tiene ahora delante no es nada.
—Pero su carrera... las historias...
—Cuando no somos nada, inventamos. Llenamos un vacío.
Guardamos silencio y contemplamos el fuego. De vez en cuando la señorita Winter se frotaba distraídamente la palma de la mano.
—Su ensayo sobre Jules y Edmond Landier —comenzó al cabo de un rato.
Me volví hacia ella con recelo.
—¿Por qué los eligió como tema? ¿Sentía por ellos un interés especial, una atracción personal?
Negué con la cabeza.
—Por nada en particular.
Y a partir de ese momento solo existió la quietud de las estrellas y el chisporroteo del fuego.
Aproximadamente una hora después, cuando las llamas estaban más bajas, habló por tercera vez.
—Margaret. —Creo que era la primera vez que me llamaba por mi nombre de pila—. Mañana, cuando se vaya...
—¿Sí?
—Volverá, ¿verdad?
Era difícil evaluar la expresión de su cara con la luz parpadeante y mortecina de la chimenea, y también era difícil determinar hasta qué punto el temblor de su voz era efecto de la fatiga o de la enfermedad, pero tuve la impresión, justo antes de responder «Sí, por supuesto que volveré», de que la señorita Winter estaba asustada.
A la mañana siguiente Maurice me llevó a la estación y tomé el tren en dirección sur.
¿Q
ué mejor lugar para iniciar mis indagaciones que en casa, en la librería? Los anuarios viejos me fascinaban. Desde que era niña, cuando me aburría, cuando sentía angustia o miedo me acercaba a esos estantes para hojear las páginas repletas de nombres, fechas y apuntes. Entre sus tapas se resumían vidas pasadas en unas pocas líneas rigurosamente neutras. En aquel mundo los hombres eran baronets, obispos o ministros, y las mujeres, esposas e hijas. No había ninguna anotación que revelara si a esos hombres les gustaba desayunar riñones, ningún apunte señalaba a quién amaban o qué les daba miedo en la oscuridad cuando apagaban la vela por la noche. No había ningún dato personal. Así pues, ¿qué era lo que me conmovía tanto de esos breves comentarios sobre las vidas de hombres fallecidos? Simplemente el hecho de que eran hombres, de que habían vivido, de que ahora estaban muertos.
Cuando los leía, sentía una agitación dentro de mí. Dentro de mí, pero no de mí. Cuando leía las listas, la parte de mí que ya se encontraba en el otro lado despertaba y me acariciaba.
Nunca expliqué a nadie por qué los almanaques significaban tanto para mí, ni siquiera decía que me gustaban. No obstante, mi padre reparó en mi afición, y siempre que salían a subasta ese tipo de volúmenes, se aseguraba de conseguirlos. En consecuencia, todos los muertos ilustres del país desde hacía muchas generaciones pasaban su vida después de la muerte en la tranquilidad de los estantes de nuestra segunda planta. Y yo era su única compañía.
Y en esa segunda planta, acurrucada en el asiento de la ventana, estaba yo volviendo las páginas cargadas de nombres. Había encontrado al abuelo de la señorita Winter, George Angelfield. No era baronet, ni ministro, ni obispo, pero ahí estaba. El apellido era de origen aristocrático; habían ostentado un título, pero unas generaciones atrás se había producido una escisión en la familia: el título había ido en una dirección, el dinero y la finca en otra. Su abuelo pertenecía a esta segunda línea. Los almanaques solían seguir los títulos, pero la conexión era lo bastante estrecha para merecer una entrada, de modo que ahí estaba: Angelfield, George; su fecha de nacimiento; residió en la casa de Angelfield, Oxfordshire; casado con Mathilde Monnier de Reims, nacida en Francia; un hijo, Charles. Siguiendo su rastro a través de los almanaques de años posteriores, una década más tarde encontré una enmienda: un hijo, Charles, y una hija, Isabelle. Después de volver algunas páginas más, hallé la confirmación del fallecimiento de George Angelfield y, buscándola a ella por el apellido de su marido, March, Roland, el enlace de Isabelle.
Por un momento me hizo gracia pensar que había hecho todo el viaje hasta Yorkshire para escuchar la historia de la señorita Winter cuando siempre había estado ahí, en los almanaques, unos metros por debajo de mi cama. Luego, no obstante, empecé a pensar con lucidez. ¿Qué demostraba esa información impresa? Únicamente que George y Mathilde y sus hijos Charles e Isabelle habían existido. ¿Cómo sabía yo que la señorita Winter no había encontrado esos nombres de la misma forma que yo, hojeando aquellos volúmenes? Había almanaques en cualquier biblioteca de todo el país. Quienquiera que lo deseara podía consultarlos. ¿Y si la señorita Winter había encontrado una colección de nombres y fechas y había bordado una historia en torno a ella para entretenerse?
Además de mis recelos, tenía otro problema: Roland March había fallecido y la información sobre Isabelle terminaba con aquella muerte. Los anuarios configuraban un mundo extraño. En el mundo real, las familias se ramificaban como los árboles, la sangre mezclada por medio de uniones maritales pasaba de una generación a la siguiente creando una red de conexiones cada vez más extensa. Los títulos, en cambio, pasaban exclusivamente de un hombre a otro, la estrecha progresión lineal que los almanaques gustaban de resaltar. A cada lado de la línea correspondiente al título aparecían unos pocos hermanos más jóvenes, sobrinos y primos, que estaban lo bastante cerca para caer dentro del círculo de luz del almanaque. Hombres que podrían haber sido lords o baronets. Y aunque no se decía, hombres que aún estaban a tiempo de serlo si se producía una determinada sucesión de tragedias. Pero después de cierto número de ramificaciones en el árbol genealógico, esos nombres caían de los márgenes y desaparecían en el éter. Ninguna combinación de naufragios, pestes y terremotos sería tan poderosa como para devolver a esos primos terceros a un lugar destacado. El almanaque tenía sus límites. Y así sucedía con Isabelle: ella era mujer; sus hijas eran hembras; su marido (que no era lord) había muerto, y su padre (que no era lord) también había muerto. El almanaque cortaba las amarras a Isabelle y a sus hijas, dejando caer a las tres en el vasto océano de la gente corriente, cuyos nacimientos y muertes y matrimonios son, al igual que sus amores y sus miedos y su desayuno preferido, demasiado insignificantes para dejar constancia de ellos para la posteridad.
Pero Charlie era varón. El anuario podía estirarse —lo justo— para incluirlo, sí bien la nube de la insignificancia ya empezaba a proyectar su sombra sobre él. La información era escasa. Se llamaba Charles Angelfield. Había nacido. Vivía en Angelfield. No estaba casado. No estaba muerto. Para el almanaque bastaba con esa información.
Consulté un volumen tras otro, encontré una y otra vez la misma reseña raquítica. Con cada nuevo tomo me decía que ese sería el año que lo excluirían, pero ahí estaba año tras año, todavía Charles Angelfield, todavía de Angelfield, aún soltero. Hice un repaso de lo que la señorita Winter me había contado acerca de Charlie y su hermana, y me mordí el labio mientras daba vueltas al significado de su prolongada soltería.
Entonces, cuando Charlie debía de rondar los cincuenta, tropecé con una sorpresa. Su nombre, su fecha de nacimiento, su lugar de residencia y una extraña abreviatura, DF, en la que no había reparado antes.
Consulté la lista de abreviaturas.
DF: declaración de fallecimiento.
Regresé a la entrada de Charlie y me quedé mucho rato observándola con el entrecejo fruncido, como si por el hecho de mirarla fijamente fuera a emerger, en el grano o en la filigrana del papel, la solución del enigma.
Ese año lo habían declarado muerto. Que yo supiera, se solicitaba una declaración de fallecimiento cuando una persona desaparecía, y, transcurrido cierto tiempo, la familia, por motivos de herencia, y pese a no disponer de pruebas ni de cadáver podía conseguir su patrimonio como si estuviese muerta. Creía recordar que una persona debía llevar siete años desaparecida antes de que pudiera ser declarada muerta. Quizá hubiera fallecido durante ese período de tiempo. O puede que no estuviera muerta, sino que simplemente se había marchado, se había perdido o vivía errante, lejos de todas las personas que la habían conocido. Pero que alguien estuviera legalmente muerto no siempre significaba que estuviera físicamente muerto. ¿Qué clase de vida era esa, me pregunté, que podía terminar de una forma tan vaga, tan insatisfactoria? DF.
Cerré el almanaque, lo devolví al estante y bajé a la librería para prepararme un chocolate caliente.
—¿Qué sabes de los trámites legales que hay que seguir para que alguien sea declarado muerto? —le pregunté a papá mientras esperaba ante el cazo de la leche que tenía al fuego.
—Supongo que no mucho más que tú —fue su respuesta.
Entonces apareció en el umbral y me tendió una de las sobadas tarjetas de nuestros clientes.
—Este es el hombre a quien deberías preguntárselo. Es catedrático de derecho retirado. Ahora vive en Gales, pero viene aquí todos los veranos para curiosear y dar paseos junto al río; un tipo agradable. ¿Por qué no le escribes? De paso podrías preguntarle si quiere que le guarde el
Justitiae Naturales Principia
.
Cuando terminé mi chocolate, regresé al almanaque para averiguar más cosas sobre Roland March y su familia. Su tío había tenido escarceos con la pintura, y cuando fui a la sección de historia del arte para ahondar en ese dato, descubrí que sus retratos —si bien en aquel momento eran considerados mediocres— habían estado muy en boga durante un breve período. El
English Provincial Portraiture de Mortimer
contenía la reproducción de un retrato temprano realizado por Lewis Anthony March, titulado
Roland, sobrino del pintor
. Resulta extraño contemplar el rostro de un muchacho que todavía no es del todo un hombre en busca de los rasgos de una anciana, su hija. Dediqué unos minutos a estudiar sus facciones carnosas y sensuales, su cabello rubio y brillante, la postura relajada de su cabeza.
Cerré aquel libro. Estaba perdiendo el tiempo. Aunque invirtiera todo el día y toda la noche, sabía que no encontraría nada sobre las gemelas que Roland había engendrado.
A
l día siguiente tomé el tren a Banbury y las oficinas del
Banbury Herald
. Un hombre joven me enseñó los archivos. Quizá la palabra archivo impresione a quien no los ha frecuentado apenas, pero a mí, que durante años he pasado mis vacaciones en ellos, no me sorprendió que me invitaran a pasar a una especie de armario sin ventanas metido en un sótano.
—El incendio de una casa en Angelfield —expliqué brevemente—, hace unos sesenta años.
El muchacho me mostró el estante donde guardaban los legajos del período en cuestión.
—Le bajaré las cajas.
—Y la sección de literatura de hace unos cuarenta años, pero no estoy segura del año exacto.
—¿Páginas de literatura? No sabía que el
Herald
hubiera tenido en otra época sección de literatura. —Desplazó la escalera de mano, rescató otra colección de cajas y las colocó junto a la primera sobre una larga mesa, debajo de una potente luz—. Aquí las tiene —dijo animadamente, y me dejó a solas con mi tarea.
El incendio de Angelfield, averigüé, probablemente fue accidental. En aquellos tiempos la gente solía almacenar combustible y eso fue lo que hizo que el fuego se extendiera con tanta virulencia. En aquel momento solo se hallaban en la casa las dos sobrinas del propietario; ambas habían escapado al fuego y se encontraban en el hospital. Se creía que el propietario estaba de viaje. (Se creía... me dije extrañada. Anoté las fechas: todavía tendrían que pasar seis años para la declaración de fallecimiento.) La noticia terminaba con algunos comentarios sobre el valor arquitectónico de la casa y señalaba que su estado era ruinoso.