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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

El Coyote / La vuelta del Coyote (2 page)

BOOK: El Coyote / La vuelta del Coyote
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Greene se echó a reír.

—Es posible —dijo— que dentro de ochenta o noventa años la población de California haya sido asimilada por la raza sajona. Quizá sea difícil encontrar apellidos españoles; pero, en cambio, puede tener la seguridad de que Los Ángeles se seguirá llamando así, San Francisco será San Francisco, Sacramento no habrá cambiado de nombre, y no sólo eso, sino que todos sus habitantes sentirán un gran orgullo de que sus antepasados pertenecieran a la raza de Don Quijote. Quizá, incluso, les levanten monumentos.

Y no agregó que, seguramente, se reirían del famoso Clarke y de su
heroica
ocupación de Los Ángeles, aunque tenía el convencimiento de que así ocurriría.

—Señor Greene, no deseo chocar con usted, pues se me ha encargado que obremos con el mayor acuerdo posible. Pero mi punto de vista es muy firme. Opino que debe hacerse lo mismo que hicieron los mejicanos con las misiones franciscanas. Decir a los oprimidos que son libres, dejarles que destruyan lo que quieran…

—¡Por favor! —interrumpió Greene—. No repita eso, porque entonces no llegaremos a ningún acuerdo.

La labor destructora realizada por el Gobierno en las misiones franciscanas y dominicanas establecidas por España en California era recordada, por quienes la vivieron, como un acto vergonzoso que, además, destruyó toda la civilización creada por los misioneros en aquel salvaje país. Se había tratado a los padres como a bandoleros cuyo botín debía repartirse entre la gente honrada. A los indígenas que trabajaban para las misiones se les anunció que eran libres y que podían hacer lo que quisieran, privilegio que fue aprovechado por los indios para dedicarse a no hacer nada útil y a destruir, en cambio, todo lo bueno que pudieron encontrar. Otros abandonaron las misiones y, para olvidar el paternal gobierno de los franciscanos, trabajaron en los ranchos, con paga ínfima, que gastaban en alcohol y en degradarse. El esfuerzo para reunirlos en pueblos fue inútil. Si se les dio tierra, la vendieron. Las propiedades de las misiones desaparecieron sin dejar ninguna huella, y la pobreza invadió en poco tiempo lo que había sido un verdadero paraíso
[1]
. Ese era el ejemplo que invocaba Clarke, el vencedor, en 9 de enero de 1847, de un combate reñido entre fuerzas disciplinadas y bien equipadas y un grupo de patriotas, inferiores en número, en armas, y sólo superiores en valor, que, días antes, derrotaron a los invasores en un encuentro sostenido entre las dos caballerías. Si los californianos hubieran poseído un poco más de pólvora para su único cañón, las cosas hubieran cambiado y los yanquis no hubiesen ocupado tan fácilmente el terreno que les iba cediendo Flores, el comandante de los californianos. Aquélla había sido la heroica ocupación de Los Ángeles por la cual Clarke, actual gobernador del territorio, había recibido plácemes del Congreso y había visto su estampa reproducida en las famosas litografías.

—Yo creo —siguió Greene— que debemos tratar a los habitantes de California como a seres humanos, respetando sus leyes y dejando que se adapten paulatinamente a nuestra manera de vivir. Con violencias no obtendremos otra cosa que violencias. Sé que se ha empezado a revisar los títulos de propiedad de las tierras. ¿Es cierto?

—Lo es —contestó Clarke—. Está todo muy confuso, como es costumbre en los españoles. Casi ninguno de los propietarios de ranchos tiene documentos de propiedad.

—En los archivos de Méjico o en los de Sevilla deben de encontrarse los títulos de cesión —advirtió Greene—. Si algún defecto han tenido los españoles que se instalaron aquí, fue el de saber que sus derechos eran apoyados por el Gobierno español, y que, por lo tanto, nadie se atrevería nunca a disputarles una tierra que sus abuelos ganaron con sangre.

—¡Tonterías! —gruñó Clarke—. Eso demuestra la incapacidad de esa raza. Ningún americano aceptaría como título de propiedad de una tierra la promesa de que en Washington, en algún libraco perdido, se encontraría registrado su derecho. Nosotros exigimos documentos.

—Entonces…, ¿piensa consentir que se despoje a esos hacendados de los magníficos ranchos que su
incapacidad
ha creado?

—Si tienen sus títulos de propiedad legalmente registrados, se reconocerá que las tierras son suyas.

—General, usted olvida que hace treinta años estas tierras pertenecían a España. En marzo de mil ochocientos veintidós, California, que permaneció siempre fiel a la madre patria, se enteró de que Femando VII no gobernaba ya California y Méjico, y de que en la nueva república, Itúrbide se había coronado emperador. Durante los veinticinco años que esta tierra dependió de Méjico, padeció del desorden que las continuas revoluciones produjeron. Llegó luego la destrucción del sistema de las misiones, que usted tanto admira, y no hubo tiempo ni oportunidad de aclarar las cosas. ¿Cómo iban a ponerse en orden los títulos de propiedad, si puede decirse que antes que California se convenciera de que ya no pertenecía a España tuvo que enterarse de que pertenecía a los Estados Unidos? Pregunte a cualquiera de esos indios que andan por ahí quién es el rey de California y cuál es la bandera que ondea sobre el Ayuntamiento. Le contestarán que esto es del rey de España y que la bandera es española.

—Desde luego —admitió Clarke—; pero no me negará que con una raza así lo mejor que se puede hacer es arrinconarla y sustituirla por otra mejor.

—¿Y destruir toda su obra? —preguntó Greene—. ¿Ha visto usted, general, los maravillosos cultivos realizados por esos hombres? ¿Por qué arrebatarles sus tierras, si precisamente lo que sobra en California es tierra?

—Pero los españoles se apoderaron de la mejor.

—No, general; tomaron lo que se les concedió y, a base de un trabajo que asustaría a nuestros campesinos, convirtieron el desierto en vergel. Y usted, ahora, quiere traspasar esa obra de todo un siglo a quienes no han hecho nada.

Clarke se puso en pie violentamente.

—¡Mida usted sus palabras, señor Greene, o no respondo de mi!

Greene también se levantó.

—General —replicó—. Usted, no sé con qué fines, proyecta arrebatar a una pobre gente el fruto de su trabajo. No lo consentiré. Si es necesario, sabrán en Washington lo que se propone y cuáles pueden ser los resaltados de su perniciosa labor.

—¿Se opone a mis órdenes? —preguntó Clarke.

—Me opongo a que se cometa un robo en gran escala. Puede usted, y quien le apoye, llevar a cabo las tropelías que quiera; pero no olvide que si acerca las manos al fuego se quemará más de lo que quisiera.

—Veo que prefiere la lucha, señor Greene —sonrió Clarke—. No me importa. Tengo mis ideas y sé que la inmensa mayoría de nuestros conciudadanos me apoyan.

—Quizá —sonrió Greene—; pero le prevengo que en el momento en que estalle la rebelión enviaré un informe a Washington recordando que ya advertí al Congreso y a usted de lo que sucedería si la revisión de los títulos de propiedad se llevaba a cabo como se pretende. De esa forma el Gobierno sabrá a quién debe acusar de las muertes que se produzcan.

—Puede hacerlo, señor Greene; pero tenga cuidado. Si una voz norteamericana se levanta para incitar a los residentes españoles y mejicanos contra la Unión, no vacilaré en acallar esa voz con la descarga de un piquete de ejecución.

—¿Me amenaza con el plomo, si no acepto el oro de la complicidad?

Clarke se encogió de hombros.

—No amenazo, señor Greene. Me limito a prevenir. Simplemente prevenir. Con ello no creo perjudicar a mi patria.

—Perfectamente, general… Puede seguir por el camino emprendido. Llegará lejos. La historia de California ennoblecerá a fray Junípero Serra, al padre Kino, a Gálvez, a Felipe de Nevé, a Alvarado, a cuantos han hecho algo por esa tierra; pero del general Clarke sólo hablarán para ponerlo en la picota, para presentarlo como…

—Como un hombre práctico, señor Greene. Los idealistas no han hecho nunca nada.

—Es verdad. Los hombres prácticos se alejaron de Colón cuando quiso llegar a las Indias. Los hombres prácticos midieron las fuerzas de Inglaterra y las de nuestro primer presidente, y optaron por la todopoderosa Inglaterra, dejando a Washington con un puñado de idealistas. Tiene usted razón. A los idealistas se les desprecia. En cambio, el mundo está lleno de monumentos levantados a los hombres prácticos como usted.

Y volviendo violentamente la espalda, Edmonds Greene abandonó la estancia, seguido por una mirada cargada de odio que le dirigió el general Clarke, el héroe de la toma del Pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles.

Al quedar solo, Clarke paseó nerviosamente por la estancia, meditando lo que debía hacer y sin tomar ninguna decisión definitiva.

Por fin dio una voz y entró su asistente, Charlie MacAdams, que había encontrado en el servicio de las armas un refugio contra la enfurecida Ley, a la cual MacAdams violó excesivas veces.

—A sus órdenes, mi general —saludó.

—Oye, Charlie —contestó Clarke—. Tenemos que hablar. Sé que eres un canalla y que mereces la horca. ¿No es cierto?

Charlie MacAdams sonrió ampliamente.

—Sí, mi general —replicó.

—Sospecho que debería castigarte.

—Desde luego, mi general —admitió MacAdams, acentuando su sonrisa.

—Pero no lo haré —prosiguió Clarke.

—Gracias, mi general.

—Sin embargo, debes hacer algo por mí. Es justo que pagues un favor con otro favor.

—Desde luego, mi general.

Esta vez la sonrisa de Charlie MacAdams expresó claramente que las palabras de Clarke no le sorprendían. Al fin y al cabo, MacAdams también asistió a la toma del pueblo de Nuestra Señora de los Ángeles y, por decirlo vulgarmente, «sabía de qué pie cojeaba» su jefe.

—Hace un momento —empezó Clarke— ha salido de aquí el señor Edmonds Greene. ¿Le profesas alguna simpatía?

—Ninguna, mi general.

—Le han enviado a California para que ponga un poco de orden y termine con lo que en Washington llaman despojo de los californianos.

—Una pretensión muy injusta —declaró MacAdams.

—Y reñida con la buena lógica.

—Desde luego, mi general.

—Yo he tratado de convencerle de que debía dejar las cosas tal como están. Precisamente estamos examinando la petición de registro de los Echagüe.

—Propietarios de un rancho de mil acres —sonrió MacAdams.

—En efecto. El rancho de San Antonio. El mayor de esta región. Un verdadero imperio. No se puede tolerar que por el simple hecho de que un César de Echagüe acompañara a los capitanes Rivera y Moncada en la fundación de Los Ángeles, se le premiase con la mejor tierra de estos lugares. Precisamente esa tierra, o mejor dicho, ese rancho, lo reclama un buen amigo mío, Lukas Starr, que, por cierto, te conoce. No sé si sus títulos de propiedad son lo bastante claros; pero, desde luego, no lo son mucho más los que presenta el viejo Echagüe, hijo del César de Echagüe de quien te he hablado. Sospecho que el señor Greene, que profesa una amistad excesiva a los Echagüe, se opondrá con toda su fuerza a que la tierra de San Antonio vuelva a sus legítimos dueños, o sea los norteamericanos que la han conquistado. Sería una verdadera lástima que por la interferencia de ese Greene se estropeara el negocio de mi amigo Starr…

—Puede ocurrir un afortunado accidente… —insinuó MacAdams—. No sería el primero que ha resuelto una situación que parecía imposible de resolver.

—¿Un accidente? —repitió Clarke. Se frotó la barbilla y repitió otra vez—: Un accidente. Sí…, puede ocurrir un desgraciado accidente al señor Greene. Un accidente que todos lamentaríamos… Sí, lo lamentaríamos de tal forma que te ruego encarecidamente… No, no te lo ruego, Charlie, te lo ordeno.

—¿Qué ordena, mi general?

—Que reúnas una guardia secreta, o sea un grupo de hombres audaces, hábiles tiradores, decididos, que no pierdan de vista al señor Greene y le protejan de todo mal. No quiero que sobre mi conciencia pese el dolor y el remordimiento de un accidente del que haya sido víctima nuestro querido señor Greene. ¿Comprendes?

—Desde luego. Creo que con unos diez hombres habrá bastante.

—Si son de confianza, sí.

—Hará falta dinero. Unos doscientos o trescientos dólares para cada uno.

—¿Tendrás bastante con tres mil dólares? —preguntó Clarke.

—Yo pondría cinco mil.

—Cuatro mil es más que suficiente.

—De momento, tal vez —sonrió MacAdams.

—Toma.

Clarke abrió un cajón, y de una caja de acero que abrió con una llave sacó ochenta monedas de oro de cincuenta dólares. Tendiéndoselas a MacAdams, advirtió:

—Si al señor Greene le ocurriera cualquier desgracia, no te presentes a mí.

—Puede estar tranquilo, mi general —replicó MacAdams—. Si algo le ocurre al señor Greene, no será, precisamente, un accidente.

—Te advierto que si al señor Greene le ocurriese algo sería implacable con aquel sobre quien recayera alguna culpa.

—Sólo algún californiano podría tener interés en hacer daño al representante del Gobierno de Washington.

—Efectivamente. Sólo un californiano, gente desagradecida e inútil, podría matar al señor Edmonds Greene.

—En cuyo caso…

—Las autoridades militares serían implacables. Un juicio sumarísimo y la horca ante el pueblo.

—Mi general tiene razón. Sólo mostrándonos implacables con estos cochinos californianos podremos imponer nuestra sacrosanta Justicia.

—La Justicia que los Padres de la Patria crearon para todo el pueblo de los Estados Unidos.

Por un momento los dos hombres sonrieron. Luego, el general indicó:

—Puedes retirarte, Charlie.

—A sus órdenes, mi general.

Volvió Clarke a quedar solo y volvió a pasear, pensativo, por la estancia. Al fin se sentó a su mesa de trabajo, abrió un cajón, sacó papel de cartas y, humedeciendo la pluma de ave en el tintero, empezó a escribir.

Pueblo de los Ángeles, 15 de diciembre de 1851

Al Excelentísimo señor Secretario de la Guerra
.

Creo un deber advertir a Vuecencia que la llegada del señor Edmonds Greene, delegado por el Gobierno en este territorio, ha sido acogida muy desfavorablemente por la población indígena, especialmente por la de raza blanca. Temo que pueda ocurrirle algún accidente y he dado orden a mis soldados de proteger a dicho señor Greene. Sin embargo, como el delegado del Gobierno insiste en pasear por los barrios indígenas para estudiar los verdaderos motivos de queja que contra nuestra paternal dominación pudieran tener los habitantes de esta población, el peligro a que se expone es constante y quizá ni la guardia que le he concedido sin que él lo supiera podrá salvarle, ya que, por tratarse de un paso dado en secreto y sin la conformidad del señor Edmonds Greene, los vigilantes tienen que ir apartados de él, pues, de lo contrario, si llegase a saber que le protejo, me haría retirar los hombres que cuidan de su seguridad. Las calles están llenas de descontentos, miembros del antiguo ejército californiano, y un disparo a quemarropa o una puñalada a traición podrían terminar con la vida de nuestro querido señor Greene. De todas formas haré lo imposible por protegerle y espero que mis medidas serán coronadas por el deseado éxito

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