Llegan de la ciudad pequeños éxodos de prospectores en busca de los lugares en los que, según se dice, es posible encontrar leche de roca o joyas o huesos de monstruo, cargados de embrujos. Los criminales tienen lugares nuevos a los que huir, y los cazadores de recompensas, nuevos caminos por los que seguirlos. Todos estos recién llegados, exploradores, desechos de una ciudad y curiosos llegados de todo el continente se dispersan por las nuevas regiones. Como afluentes, como ramas de hiedra, sus rutas se propagan a partir del ferrocarril y regresan a él. Judah es uno de ellos.
Mientras vagabundea por las vías interminables, Judah es consciente de que está sumido en una especie de perplejidad. Todas las noches sueña con los lanzancudos. Escucha sus rítmicas exhalaciones, su respiración cronopausal. En sus sueños se presentan ante él ensangrentados y con las manos cortadas.
Judah camina durante días, cruza un puente colgante abarrotado de trabajadores y rehechos suspendidos de sus brazos simiescos. Al final de una vía muerta, un bucle descrito por la vía en el interior de una cuenca rebordeada de sílice, se encuentra la aldea llamada Tal. Los pioneros la han rebautizado con el poético entusiasmo que les caracteriza: la llaman Regateanda, Villacartas, El-Viejo-Ojo-En-El-Agujero y Ventas.
En los casinos, los peones tiran el dinero junto a dandis con pistolas de plata y sombreros de seda negra: jugadores de dados, de cartas, aleatori. De Nueva Crobuzón, Myrshock y Mar de Telaraña; el otro extremo de la ruta prevista, y algunos de más allá. Los cactos de Shankell, un vodyanoi anónimo que, según se dice, viene de Neovadan; Corosh, un chamán de los montes del Ojo del Gusano que complementa su tradicional capote de caparazón de tortuga con unos pantalones flojos y unas polainas.
Judah los observa mientras se saludan y juegan.
»CuelloCorteza, dice Corosh en un perfecto ragamol. »No te veía desde Myrshock. Judah le ve sacar un arma del Ojo del Gusano del cinturón, una maza griss-griss tachonada de caracoles marinos.
Hay docenas de tipos de dados y cartas. Dados de seis, ocho, doce caras, dados desequilibrados, cuyas caras ofrecen posibilidades diferentes. Barajas de siete palos, palos de ruedas llamas candados y estrellas negras, barajas de cartas con simples dibujos y sin ningún palo.
Hay mujeres entre los jugadores: Frey, con su dura y hermosa sonrisa; la Rosa, ataviada con un traje de precioso color sangre, abanicándose con una hoja de afilado metal retráctil. En su segunda semana en Tal, Judah ve a un rehecho —no, con esa actitud seguro que es un librehecho, un forajido— que repta sobre una masa que parece una madriguera de serpientes furiosas. Al pasar junto a los gendarmes, estos fingen no verlo. »Jaknest. Los cuchicheos con su nombre corren de boca en boca. »Jaknest el Estacador Libre. Dejando un rastro tras de sí, Jaknest entra en una trastienda, donde seguro que se celebra una partida de altos vuelos en la que tiene cabida el dinero de cualquiera, y a la ley que le den por saco.
Judah no quiere jugar. Así que trata de robar. Crea un gólem con unos palitos, y hace que se escabulla por debajo de la mesa donde más fuerte se está apostando esta noche. Su criatura trepa por los travesaños del respaldo de una silla y se sienta detrás de Lugar Como, un jugador vestido de negro y plata, que está amasando una fortuna de fichas y pagarés. El casino está repleto de gente y voces y nadie repara en la figurilla salvo Judah.
Se mueve obedeciendo sus órdenes, tratando de llegar a la bolsa de Lugar Como. Hay un chisporroteo, un chorro de azufre rojo en el aire, y el gólem queda reducido a un montón de carbón humeante. Un pequeño coágulo de humo y fuego, rápido como una rata, asciende por la espalda de la casaca de Como, rodea su cuello y desaparece. Todos se levantan pero Como hace gestos conciliadores para calmarlos.
Judah parpadea. Como es lógico, un hombre de la profesión y los recursos de Como no está indefenso. No confía en que los vedun del casino sean capaces de atajar todos los medios de augurio ilícito. Posee su propio demonio de protección. Cuando ha ganado lo que quiere, Como se dirige al bar, donde invita a copas y cuenta historias sobre sus partidas y sobre los lugares que ha visto, y sobre su vuelta a Nueva Crobuzón, propiciada por el nuevo ferrocarril.
Está volviendo sobre nuestros pasos
, piensa Judah.
Los está siguiendo en dirección contraria, contando sus kilómetros como cuenta sus cartas
.
»Señor, me gustaría acompañarlo. Y Lugar Como se ríe, no sin simpatía, de aquel ceñudo y contusionado joven al que le dobla la edad. No es que sea muy convincente, pero la idea de contar con un mayordomo apela a sus pretensiones. Viste a Judah para el puesto y le enseña a montar la mula que compra para él. »Vamos a pasar algún tiempo juntos, dice Como.
Viajan por las aldeas del tren, entre campos de salvia y brezo, alejándose a veces del ferrocarril y sus cuadrillas. El paisaje cambia en las proximidades de las vías: los animales tienen miedo, los árboles escasean.
Judah no practica salvo cuando está solo. Entre aldea y aldea, Lugar se muestra locuaz y encantador. Cuando llegan a cualquier sitio donde puede jugar, se pone la máscara de señor y Judah espera un poco retirado, y le trae bombones y pañuelos. Judah forma parte del uniforme de Lugar, tanto como su chaqueta de pana.
Se repiten los mismos jugadores y Judah aprende el estilo de cada uno de ellos. El cacto NucaCorteza es arisco y poco apreciado, y si se lo tolera es solo porque no es tan buen jugador como cree. La Rosa es un placer para los ojos y los oídos. Y también están Jaqar Kazaan, y O’Kinghersdt, y el vodyanoi Shechester y otros, cada uno con su juego predilecto. Como tiene su demonio, y los demás tienen sus propias defensas: encantamientos, familiares, elementales de aire domesticados que corretean por sus cabelleras… Judah presencia trampas y ve a malos perdedores abatidos a tiros o a arponazos.
Lugar Como pierde más dinero del que Judah ha tenido nunca, una noche, y vuelve a ganarlo, con creces, dos noches después. Delante de Judah juega por chozas, por armas, por rarezas embalsamadas, por conocimientos y, sobre todo, por dinero. Él hurta algunas monedillas cuando tiene ocasión. Está seguro de que es lo esperado.
Por las noches, sus deberes incluyen servicios sexuales. No le importa: no siente más ni menos que cuando está con una mujer. Hay una semilla de compasión en su interior, y siente que está creciendo. Siente algo incipiente, un impulso benéfico.
Están a un día de marcha del ferrocarril cuando se enteran de que se acercan jugadores de Maru’ahm. Todo el mundo está muy excitado.
»Toda mi vida he sido jugador, dice Lugar Como esa noche. »No hay estilo o forma de jugar con el que no me haya enfrentado: los naturales, los amantes de los números y los graduados de academia convertidos en gnósticos del envite más. Normalmente gano más de lo que pierdo, o no estaría aquí. Pero Maru’ahm, oh… Estuve allí una vez, hace años, y te digo que si me porto bien y rezo mis oraciones, es allí donde espero ir cuando muera.
Maru’ahm, el parlamento casino.
»Sí, dicen que allí los reyes son los jugadores de ruleta, cazalpozo, snapjack y dados, pero los de cartas también tienen su sitio. Hace diez años, en 1770, estaba jugando como si hubiera puesto cachonda a la mismísima Dama Fortuna. Había apostado el caballo, las armas y la vida, y ganaba sin parar. Y entonces las apuestas subieron como solo suben en Maru’ahm: yo ganaba una mano tras otra, sacando puentes de color y sietes negros, hasta que una noche, durante una partida de quinquillo, aposté una importante ley de propiedad contra uno de los jugadores-senador de la Reina y perdí. Pero le había visto sacar cartas de la manga para poder ganar aquella apuesta legislativa y no me lo callé. Pelear no es lo mío pero, demonios, estaba molesto, así que hubo un duelo —«diez pasos y vuélvanse»— delante de cientos de personas, la mayoría de los cuales me apoyaba a mí, porque mi ley les beneficiaba más. Siempre he pensado que fue uno de ellos quien lo mató, no yo. Nunca he sido muy bien tirador. Sonríe.
Nadie juega como la gente de Maru’ahm, aunque juegan con sus propias reglas. Los jugadores se congregan. En un pueblecito donde convergen varios riachuelos, concurren los peregrinos. Los lugareños observan a aquella comitiva de vividores, hombres y mujeres elegantes y armados con artefactos de aspecto retorcido, que llenan las tabernas, traen su propio vino, se lo venden a los posaderos para volver a comprárselos y prostituyen a los jóvenes del lugar, con asombro.
El invierno ya está aquí. Nieva. Judah oye que los constructores del ferrocarril se han detenido, están postrados e inmóviles por culpa del tiempo. Siente algo que lo carcome por dentro. La carretera es una frase escrita en la tierra, y él, que debe analizarla, está holgazaneando.
Algo extraordinario aparece en el cielo escarchado. Los jugadores de Maru’ahm llegan en una extravagante bio-embarcometa, un artefacto alargado, cubierto de plumas e incrustado de escarabajos nacarados. Aterriza, parpadea con sus lámparas frontales y vomita su cargamento de jugadores. Todos visten con monos tachonados de jade y ópalos. Llevan cartas; su líder es una princesa. En un ragamol de marcado acento y con gestos ostentosamente teatrales, levanta las manos y exclama:»¡A jugar!
Los lugareños interpretan danzas campesinas, una arcaica e inapropiada diversión. Se oye el tintineo de los dados, de los discos shatarang. Una síncopa que es como el traqueteo de las ruedas sobre los raíles. El suave susurro de las cartas.
Lugar Como se enfrenta a un rebis impasible, un andrógino que gana parsimoniosamente al bacarrá, al diente beziq y al póquer. Como chasquea los dedos para ordenar a Judah que le traiga sorbete caliente, pero el efecto resulta vulgar. Él/Ella sonríe.
Luego juegan a un juego que Judah no conoce, con una baraja de cartas heptagonales. Las revuelven, descartan algunas y concatenan otras formando un patrón que se va solapando sobre la mesa. Otros jugadores van y vienen, suben las apuestas por medio de un sistema incomprensible, pierden, mientras el bote sigue aumentando, y solo Como y el hermafrodita permanecen en liza.
A estas alturas, cada nueva apuesta provoca a Como una agonía física. Se ha congregado una multitud. Enseñando una carta, el jugador de Maru’ahm gana la vida del demonio de protección, y la pequeña presencia se manifiesta como un tití llameante que chilla y se aferra a las solapas de la casaca de Como y las chamusca, pero inmediatamente desaparece con un estallido y una ventosidad de hollín. Como tiene miedo. Se repone y gana un puñado de gemas de relojería, pero a la mano siguiente, él/ella juega un triple-traco al que Lugar Como solo puede responder con un gemido. Parece estar perdiendo sustancia. A medida que pierde, cada vez es más difícil enfocar la mirada en él.
Como apuesta agresivamente. Lanza sus apuestas a gritos,»Mi caballo, mis pensamientos de un año, mi criado. Señala a Judah con un ademán, y este piensa —
yo no soy una apuesta, joder
—, pero es demasiado tarde, eso es precisamente lo que es, y entonces Como juega y pierde, y pierde a Judah. Así que Judah escapa.
Regresa al ferrocarril montado en su mula, cruzando sendas de tramperos y cazadores. Lleva consigo el dinero que ha robado.
Pasa por los cadáveres vacíos de las ciudades que meses antes eran la festiva cabecera de las vías. Sigue el curso de los arroyuelos que bajan crecidos por la nieve fundida. En los pliegues de las colinas avista el ferrocarril, la caballerosa riada de los trenes, con sus brillantes chimeneas que eructan negras bocanadas, llenos de personajes dudosos con destino a las ciudades intermedias.
Después de tres días, Judah descubre que el rebis que lo ganó está siguiendo su rastro. Los rumores cruzan las distancias. Más al sur, de nuevo cerca de las ciénagas, donde las cuadrillas siguen su penoso bregar, Judah llega a una quebrada que alberga a una comunidad armada. De repente las llanuras están llenas de ellos, granujas y salteadores de caminos. La población permanente de bandidos de la zona se nutre ahora de aquellos a quienes el camino de hierro convierte en forajidos. Su influencia es incontestable.
En una taberna, Judah contrata los servicios de Bill Grasa, un artillero cuya mano derecha es una herramienta de reparación de motores, reconstruida por un armero y equipada con un cañón capialzado capaz de descargar una lluvia de plomo. Se niega a dejar que Judah siga huyendo, y se gana el salario dejando que el andrógino jugador los alcance. Hay un duelo entre el gélido polvo de nieve. Mientras los habitantes de la clandestina aldea corren a ponerse a salvo, el jugador suelta una bandada de dagapichones que se precipita sobre Bill Grasa, pero el librehecho, con una cadencia de fuego que Judah no había visto en su vida (un mecanismo de relojería recarga el cañón de su mano), la desbanda, dispara entre su plumaje y deja al jugador de Maru‘ahm tendido en el suelo, muerto.
Judah escapa con Bill Grasa. Ha descuidado a sus gólems, a sus recuerdos de los lanzancudos y al propio ferrocarril. Percibe en el forajido una obsesión por el camino de hierro que le recuerda a la suya. La pasión del librehecho es menos compleja, y Judah se pregunta si será más pura. En lo más hondo de sí, por debajo de la calma que se ha aposentado en él, sabe que debe llegar a comprender al tren.
Pagan en algunas tabernas, y extorsionan en otras. Bill Grasa canta canciones sobre renegados vagabundos. Judah lo entretiene creando gólems —es su único truco— con la comida y haciendo que bailen sobre la mesa. Trata de respirar siguiendo el ritmo, de imitar a los lanzancudos.
Cada asentamiento crea sus propias leyes, y las hace respetar cuando puede. Nueva Crobuzón no reclama las llanuras. Aún no las quiere; no envía a sus milicianos allí. Cede los derechos jurisdiccionales y de explotación a la FT, a Weather Wrightby y su monopolio ferroviario. En estos lugares, los gendarmes de la FT son la ley, pero hacen gala de una indulgencia implacable: sus armas solo protegen las minas y los mercados.
La reputación de Bill permite que pase algún tiempo antes de que nadie se le enfrente y Judah tenga que presenciar nuevas muertes. Cuando ocurre, es contra un estúpido, un furioso borracho que amenaza a todo el que ve con sus tatuajes vivientes, pero a pesar de ello es un acto desproporcionado. Judah contempla el cadáver mientras los niños de las calles lo despojan de todo.
La cosa cuyo nacimiento ha sentido en su interior, una destilación sólida de sus inquietudes, sacude la cola. No le gusta su compañero.