«Bienvenido a mi colección.»
Lleva tiempo atesorándolos.
Souvenirs
de asesinos en serie. Ahora ha logrado el sueño de cualquier coleccionista: la «pieza» definitiva. Empieza el juego.
Cooper Riley está encerrado en una celda a oscuras cuando recobra el conocimiento. Al otro lado de la puerta metálica Adrian lo saluda: «Bienvenido, profesor. Bienvenido a mi colección».A Adrian siempre le han fascinado los asesinos en serie. Colecciona todo lo relacionado con ellos: historias, fotos, recuerdos? Y ahora a Cooper, profesor de psicología criminal y asesor de la policía. La «pieza» definitiva. Es experto en su tema preferido. Él podrá enseñarle lo que aún no sabe: cóm o matar. Y para eso le tiene una sorpresa preparada.
O Cooper espera que la ayuda venga de fuera, o le sigue el juego a Adrian, siempre impredecible, para que le abra la puerta.
El coleccionista, de Paul Cleave, es un
thriller
intenso, memorable e imprevisible, que nos devuelve a los mejores momentos de
El dragón rojo
y
El silencio de los corderos
de Thomas Harris.
«En Paul Cleave tenemos otro digno heredero al trono de Jim Thompson.» John Connolly
«¿No sabéis lo que significa "adictivo"? Leed a Paul Cleave y lo descubriréis.»
The Sunday Telegraph
«Cleave ofrece en
El coleccionista
una serie de giros que pocos lectores preverán, aunque la auténtica fuerza de este libro recae en la complejidad de sus personajes.»
Publishers Weekly
«La mayoría de la gente que regresa de Nueva Zelanda habla de los maravillosos paisajes y de las increíbles experiencias que ha vivido. Yo volví deshaciéndome en elogios de Paul Cleave. Sus novelas son de las que no se olvidan.» Mark Billingham
«Un tono y una atmósfera únicos. El autor revelación de esta temporada.»
Le Parisien
Paul Cleave
El coleccionista
ePUB v1.1
Dirdam05.06.12
Título original:
Collecting Cooper
Paul Cleave, 2011
Traducción: Albert Vitó i Godina
Editorial: Grijalbo, 2012
Fotografía de la cubierta: Mark Sadlier/Arcangel Images
ISBN: 9788425347658
Editor original: Dirdam (v1.0 a v1.1)
ePub base v2.0
Para Paul Waterhouse y Daniel Williams,
somos amigos desde hace más de treinta años
y aún quedan muchos más por venir
Apodo:
el Coleccionista.
Perfil:
acumula obsesivamente objetos relacionados con asesinatos. Posible caso de
copycat killer.
Desaparecidos:
Cooper Riley, profesor de psicología criminal; Emma Green, alumna de Cooper.
Pista principal:
sanatorio mental Grover Hills, cerrado hace tres años.
Detective:
Theodore Tate, expolicía.
Emma Green espera que el anciano no esté muerto. Es uno de esos momentos que llegan en la vida en los que piensas una cosa y rezas para que pase otra. Lo que sin duda está muerto es la cafetería. Solo han entrado dos clientes en la última hora y ninguno de ellos ha pedido más que café, pero su jefe no es de los que dejan que sus empleados se marchen a casa temprano, ni siquiera un lunes por la noche poco animado como ese, del mismo modo que tampoco es de los que se toman este tipo de situaciones con buen humor. En el aparcamiento de la parte trasera está su coche, el de su jefe y un par de coches más. Hay un contenedor en uno de los lados con unas cuantas cajas de leche apiladas encima y el aire huele a col. No es que haya mucha luz, pero algo sí. La suficiente para poder ver al anciano desplomado en el asiento del conductor, con la boca abierta, los ojos cerrados y la cabeza ladeada, exactamente igual que como habían encontrado a su abuelo un par de años atrás, cuando habían tenido que derribar la puerta del baño al ver que no salía.
Ella se acerca al coche y observa al anciano del interior. Del labio inferior le cuelga un hilillo de saliva que le llega hasta el pecho. Tiene entradas, tantas como pueda tener un hombre antes de que se le considere calvo. La chica lo reconoce. Ha estado dentro hace un par de horas. Ha pedido un café y un bollo y se ha sentado en la esquina con un periódico mientras intentaba resolver el crucigrama. «El diablo vive aquí», susurraba una y otra vez mientras daba golpecitos con el bolígrafo en la mesa. Ella ha mirado por encima del hombro del tipo porque pensaba que sabía la respuesta y ha visto que solo había espacio para cinco letras. Christchurch tiene doce. «Hades», le ha dicho la chica. Él le ha sonreído y le ha dado las gracias, ha sido bastante simpático.
La chica quiere dar unos golpecitos en la ventanilla con la esperanza de que esté dormido, aunque si lo está podría sobresaltarse y asustarse, lo que resultaría muy embarazoso. Pero si no está durmiendo, puede que su corazón haya dejado de latir tan solo hace unos segundos, por lo que habría bastantes probabilidades de reanimarlo. Pero hay algo que no le cuadra. Porque, de hecho, ha salido de la cafetería hace más de una hora. No tiene sentido que haya pasado una hora aquí sentado antes de morirse, a menos que haya estado intentando resolver el resto del crucigrama. Bueno, tal vez se lo haya llevado el diablo. La chica mira a través de la ventanilla y alarga la mano sin llegar a tocarla. Podría dejar que fuera otra persona la que lo descubriera. El anciano estaría igual de muerto por la mañana, solo que ya no tendría ni dinero ni equipo de música en el coche.
Si fuera ella la que estuviera recién muerta en un aparcamiento, ¿le gustaría que la gente siguiera pasando de largo?
Da unos golpecitos en la ventanilla. El tipo no se mueve. Vuelve a golpear el cristal. Nada. El estómago se le encoge cuando agarra la manija de la puerta. El seguro no está puesto, la abre y le pone dos dedos en el cuello. Con la muñeca rompe el hilillo de baba, que queda colgando de su brazo como el hilo de una telaraña. Aún está caliente, pero no tiene pulso, al menos donde ella lo está buscando, desplaza un poco los dedos y…
El anciano lanza un grito ahogado y se echa hacia atrás.
—¿Qué coño…? —exclama mientras parpadea vigorosamente para aclararse la vista—. ¡Eh, tú! ¿Qué coño haces? —grita el tipo.
—Yo …
—Ladrona de mierda —dice con una voz que no podría sonar más distinta que la de su abuelo, al menos antes de que el Alzheimer se apoderara de él. El anciano le agarra la mano y tira de ella para impedir que se aparte—. Estabas intentando…
—Yo… pensaba…
—¡Zorra! —grita, y le escupe en la cara.
Ella nota el olor a sudor de viejo y a comida de viejo, el olor a viejo que desprende la ropa de ese anciano huesudo que la tiene tan bien agarrada. Se le revuelve el estómago y le duele la espalda de tanto tenerla inclinada. De hecho la espalda le duele bastante desde el accidente de coche que sufrió hace un año. Intenta alargar la otra la mano para liberarse.
—Intentabas robarme —dice él.
—No, no, trabajo en… en… —intenta explicar ella, pero las palabras quedan atrapadas entre sus lágrimas—, café y… un bollo, pensé que…
Nota tan cerca el aliento caliente y húmedo del tipo que piensa que se le correrá el maquillaje de un momento a otro. No consigue terminar la frase.
El tipo la suelta y le pega un bofetón. Un bofetón fuerte. El bofetón más fuerte que le han pegado en sus diecisiete años de vida. La cabeza le queda vuelta hacia un lado y la mejilla le arde. Luego él le pone las manos en el pecho y al principio ella cree que está intentando meterle mano, pero enseguida nota cómo la empuja, las estrellas aparecen frente a sus ojos formando un remolino y su espalda golpea el suelo mientras intenta amortiguar el golpe con las manos.
La puerta del coche se cierra y el motor arranca. El anciano baja la ventanilla y grita algo antes de largarse, pero ella no lo oye por el ruido del coche y la sangre que se acumula en sus oídos. El coche se dirige a toda prisa hacia la salida, peligrosamente pegado al muro. Golpea el contenedor al pasar y le deja una buena abolladura. Ella espera que pare el coche para seguir gritándole, pero en lugar de eso el tipo sigue pisando el acelerador a fondo y se aleja por la calle. Se oye el chirrido de los frenos de otro coche y a alguien gritando «¡cabrón!».
La chica está sentada en el suelo llorando de rabia junto a su bolso, cuyo contenido forma una especie de charco tras haber quedado esparcido por el asfalto. Primero piensa en entrar y contarle a su jefe lo que ha ocurrido, pero sabe que le dirá que ha sido culpa suya. Otra cosa típica de su jefe, todo es siempre culpa de los demás, y en este caso pensaría que estaría intentando culparlo a él. Se pone de pie y se mira la palma de las manos. Se le ha desgarrado la piel de la palma derecha, le ha quedado levantada en una ampolla, como un globo. Al menos no le sangra.
—Cabrón —susurra mientras se seca las lágrimas.
Sopla un viento cálido que le hincha la ampolla de la mano como si fuera un pequeño paracaídas. Vuelve a meter las cosas en el bolso y luego tiene que revolverlo para buscar las llaves, pero no las encuentra. Vuelve a agacharse para buscarlas. Llevaba las llaves en la mano cuando salió al aparcamiento, ¿no? No está segura, pero empieza a dar vueltas y finalmente las ve detrás de la rueda trasera de un Toyota sucio y destartalado. Va hacia allá y se agacha de nuevo para recogerlas. Al mismo tiempo, unos pasos se precipitan hacia ella. Levanta la mirada y ve la silueta de un hombre recortada ante la luz de una farola, gracias a Dios que hay alguien para ayudarla.
—Graci… —No llega a terminar la palabra, el pánico se apodera de ella al ver que el tipo se le echa encima.
No tiene ni idea de lo que está ocurriendo. Intenta zafarse del tipo y este responde golpeándole la cabeza contra el suelo, tan fuerte que las luces del aparcamiento se apagan. Nota cómo el mundo desaparece ante sus ojos. Cree estar luchando contra ello, pero tampoco puede estar segura porque tiene la sensación de estar cayendo en un sueño. Aparece su abuelo sonriéndole, el anciano del coche, el café que se le ha caído de las manos hace unas horas y la bronca que le ha echado el jefe por ello, su novio que quería pasar la noche con ella y luego piensa en Satanás, piensa que vive en Christchurch, que establece ahí su residencia y se trae a todos sus amigos para que tomen la ciudad, piensa en todo eso antes de darse cuenta de que en realidad no está sucediendo pero, a pesar de sus esfuerzos, el mundo se desvanece ante ella.
Cuando el mundo vuelve a aparecer, llega sin referencias temporales. Como el año pasado, después del accidente. Entonces la habían atropellado, pero no recuerda cómo sucedió. No recuerda lo que sucedió una hora antes del accidente ni el día siguiente. Pero esta vez sí se acuerda. Está tendida sobre un colchón, pero cuando se vuelve un poco a un lado no consigue ver el borde. Le duelen las muñecas, las tiene atadas a la espalda y las piernas también, las tiene amarradas a las ataduras que le inmovilizan las muñecas. El dolor de cabeza es brutal, siente una presión tan fuerte detrás de los ojos que, sea lo que sea lo que los cubre, probablemente esté evitando que se le desprendan de las órbitas. Tiene sed y hambre y el ambiente es sofocante y viciado. Deben de estar a más de treinta grados y todo está a oscuras. Empieza a llorar. Esto no es un hospital. La han atado para cocerla en esa habitación, que parece más bien un horno.