Authors: Katherine Neville
Miré el reloj y vi que eran casi las diez, así que decidí seguir su ejemplo.
Hacia las once, Jason y yo habíamos compartido algo de pasta con marisco y pan de ajo, escuchado la previsión del tiempo que indicó que al día siguiente el sol saldría a las seis y media, y ya estábamos en la cama, donde yo leía adormilada, dando los últimos sorbos al vino que me había traído del servicio de habitaciones, a punto de apagar la luz.
De repente, Jason irguió la cabeza, aunque un momento antes había estado enroscado en la almohada. Con las orejas levantadas, observaba la puerta del pasillo como si esperara que entrara alguien. Me miró un momento, pero yo no oía nada fuera. Sin un solo ruido, recorrió la cama, saltó al suelo, avanzó hacia la puerta y se volvió para mirarme otra vez. Sin duda, había alguien ahí fuera.
Respiré profundamente. Después, aparté las sábanas y me levanté, cogí la bata que colgaba de una silla cercana, me la puse y me dirigí a la puerta. Jason, que seguía alerta, no se equivocaba nunca cuando una visita estaba a punto de llamar. Por otra parte, si alguien estaba a punto de llamar, ¿por qué no lo hacía?
Acerqué el ojo a la mirilla y vi un rostro conocido, si bien inesperado. Agarré el pomo y abrí la puerta de golpe.
Ahí, en la luz suave del pasillo, estaba la bella y rubia Bambi, con sus enormes ojos pálidos y candidos, y el rostro enmarcado por los cabellos dorados. Iba vestida con un salto de cama largo de terciopelo negro, cortado según las líneas simples de una chaqueta de esmoquin y con puntillas y lazos que le caían en cascada en el cuello y las muñecas. También vi que escondía una mano a la espalda.
De golpe, presa de pánico, me vino a la cabeza una idea absurda pero que parecía muy probable: ¡escondía una pistola! Iba a echarme hacía atrás y cerrarle la puerta en las narices. En ese instante, mostró la otra mano. En ella sujetaba una botella de Rémy Martin y dos copitas de coñac.
—¿Te apetece un coñac? —preguntó con una sonrisa—.
—Es una especie de oferta de paz, aunque no sólo por mí.
—Mañana tengo que levantarme pronto —empecé.
—Yo también —intervino Bambi deprisa—. Pero tengo que contarte una cosa, y preferiría no decírtela en medio del pasillo. ¿Puedo pasar?
Retrocedí sin ganas y la dejé entrar.
A pesar de la belleza impresionante de esa mujer y de su demostrada calidad artística, había algo en ella que me molestaba, y no era sólo su comportamiento simplón. De hecho, dadas esas otras cualidades, se me ocurrió que tal vez utilizaba esa vaguedad para camuflar la vulnerabilidad, de forma parecida a lo que hacía Jersey con la bebida.
Me acerqué hacia la mesa donde Bambí estaba sirviendo el coñac pero me quedé de pie. Levanté la copa, brindamos y di un sorbo.
—¿Qué es lo que no podías decirme en el pasillo? —pregunté.
—Siéntate, por favor —me pidió con una voz muy suave.
Había usado un tono tan relajante que hasta que estuve medio sentada no me di cuenta de que había tenido el mismo efecto que si una mano muy experta le hubiera dado a las riendas. Decidí escuchar a la señorita Bambi con algo más de atención.
—Me gustaría caerte bien —me aseguró—. Espero que seamos amigas.
En la luz suave de la habitación, esos ojos claros, que parecían nadar en agua con motitas doradas, le quedaban medio ocultos por la sombra de las pestañas. No acertaba a adivinar lo que le pasaba por la cabeza, pero de repente tuve la sensación de que era muy, pero que muy importante averiguarlo, y que la franqueza era la mejor forma.
—No es que me caigas mal, pero no comprendo a alguien como tú —admití—. Y eso me hace sentir incómoda contigo. Aparentas ser de una manera, pero hablas de otra y actúas de otra distinta. Tengo la impresión de que no eres lo que pareces.
—Quizá tú tampoco —dijo Bambi y se agachó para tocar la cabeza de Jason con esos dedos largos y finos. Jason no ronroneó, pero tampoco se marchó.
—No estábamos hablando de mí—objeté—. Pero como estoy segura de que dedujiste de nuestra conversación en la comida, crecí en una familia que nunca ha estado muy unida. Si parezco misteriosa cuando estoy con alguno de mis parientes, puede que sólo sea mí forma de alejarme de las controversias familiares. Por ese motivo he elegido mi propio camino, un rumbo distinto a los demás.
—¿Eso crees? —preguntó enigmática. Luego, añadió—: Lo ves, estamos hablando de ti. Y me importa lo que opines de mí. Cuando te dije que me gustaría caerte bien, no me refería a que esperaba que fuéramos como hermanas, por repetir las palabras de tu tío. Quería sólo explicar que en las presentes circunstancias, resultaría, ¿cómo decirlo? bastante difícil que no fuéramos, como mínimo, amigas.
__Oye, míra—comenté, tras otro traguíto de coñac, que era excelente— No hay motivo para que nos preocupemos por si vamos a entablar o no amistad. Al fin y al cabo es la primera vez en años que estoy con Laf, así que no es probable que volvamos a vernos después de este fin de semana.
—En eso te equivocas —afirmó, sonriendo—. Pero antes de que te lo explique, me gustaría que me dijeras qué es lo que te hace sentir «incómoda» de mi persona. Si no te molesta, claro.
Miré esos ojos claros de nuevo, pero me seguían resultando impenetrables. Esta chica era todo un caso, pero decidí que si eso era lo que quería, lo iba a tener, aunque consistiera en una bofetada en plena cara.
—Muy bien, quizá te parecerá demasiado personal —le dije—, pero eres tú la que ha venido en mitad de la noche con el coñac para charlar. La vida de tío Laf no es un libro cerrado, así que serás consciente de que ha estado con muchas mujeres, a cual más atractiva, y muchas de ellas, como mi abuela Pandora, con gran talento también. Pero tú eres distinta de las demás: creo que tienes un talento fuera de lo común. Esta noche tu interpretación fue excepcional, de primera categoría y, dada mi formación, estoy en condición de juzgarlo. No entiendo por qué alguien con esa habilidad va a preferir ser un mero adorno, una bagatela, aunque sea de alguien con tanto talento, fama y encanto como tío Laf. Mi abuela no lo habría hecho y, francamente, no consigo entender por qué tú has elegido este camino. Imagino que eso es lo que me hace sentir incómoda. Creo que detrás de esta historia se oculta algo aún no revelado.
—Ya entiendo. Bueno, quizás estés en lo cierto —comentó Bambi, mientras se observaba las manos. Cuando levantó la vista, no sonreía.
—Tu tío Lafcadio es muy importante para mí, Fräulein Behn — prosiguió—. El y yo nos comprendemos a la perfección. Pero eso es otra cuestión. No es el motivo por el que he venido sola aquí esta noche para pedirte tu amistad.
Esperé. Esos ojos moteados de oro no dejaban de apuntarme. La noticia me cayó como un rayo.
—Fräulein Behn —anunció Bambi—, me da miedo el interés de mi nermano por ti. Si no haces algo pronto, esa relación nos pondrá en peligro a todos.
Me quedé de piedra. Era lo último que me habría imaginado, pero de repente comprendí con una certeza terrible por qué Bambi me resultaba tan familiar.
—¿Tu hermano? —solté como pude, aunque no era preciso ser un ilustre científico para imaginarse de quién se trataba.
—Permíteme que me presente como Dios manda, Fräulein Behn —dijo—. Me llamo Bettina Braunhilde von Hauser y Wolfgang es mi único hermano.
Heilige Scheiss,
fue lo único que se me ocurrió cuando me vi enfrentada a ese giro de los acontecimientos. Así pues, Bambi era el apodo que tío Laf usaba para Bettina, lo mismo que Gavroche conmigo. Lo cierto era que había oído hablar de una tal Bettina von Hauser, una joven violoncelista que empezaba a despuntar en el circuito de conciertos mundial, aunque nunca se me habría pasado por la cabeza que Bambi fuera Bettina, ni relacionar a ninguna de las dos con mi peligrosa pasión, Wolfgang Hauser.
Esta sorpresa nada agradable hacía que recelara de todos aún más que antes, sobre todo de tío Laf, cuyo comportamiento era algo sospechoso a posteriori. Si Laf le tuviera tanta confianza a Bambi, se lo contaría todo, como a mí. ¿Por qué había esperado entonces a que ella no estuviera para hablar en la piscina de Hitler y de las runas? Y cuando mencioné a Wolfgang, ¿por qué me advirtió en su contra, sin siquiera insinuar que era pariente de Bambi? Y si Laf creía que tía Zoé, incondicional de la SS, estaba tan compinchada con el hermano de Bambi, ¿por qué la había llevado por medio mundo para verme?
Y ahí estaba Bambi, recorriendo el hotel a hurtadillas en medio de la noche ataviada con su espléndida lencería, con una botella de coñac en la mano para revelarme a espaldas de Laf, unas cuantas cosas que él quizá no sabía, y muchas otras que no se había tomado la molestia de comentarme. Puesto que Bambi había indicado de forma muy clara que se «comprendían a la perfección», tenía que suponer que yo era la única en esa trama familiar que no tenía ni idea de lo que estaba sucediendo, Pero, desde luego, pensaba averiguarlo.
Por fortuna, poseía una valiosa arma secreta: mi doble fondo. Es decir, a pesar de mi menor edad, peso y experiencia, podía dejar fuera de combate a cualquier vaquero tomándome los tequilas necesarios y seguir de pie, cruzar por la puerta como si nada y recordar por la mañana todo lo que se había dicho la noche anterior. Así que media botella de Rémy Martin no me suponía ningún reto. Esperaba que ese talento me resultara útil en el interrogatorio de Bambi. Serví otra ronda de bebidas.
Hacia las tres de la madrugada, el coñac había desaparecido, y Bambi también. Había perdido el conocimiento a media frase, sentada muy erguida en la silla, pero la levanté y la llevé de regreso al laberinto de la
suite
en el extremo opuesto del hotel. No podía dejarla en la habitación y arriesgarme a que se despertara al cabo de unas horas, cuando me hubiera ido. Pero en tres horas de fraternal interrogatorio, si bien alcoholizado, había averiguado más de lo que esperaba, incluidas auténticas revelaciones.
Wolfgang Hauser no era austríaco; él y su hermana eran alemanes, nacidos en Nuremberg, educados en esa ciudad y en Suiza y, más tarde, en Viena, él en el ámbito científico y ella en el musical. Su familia, aunque no podía considerarse rica, era una de las más antiguas de Europa. La partícula
von
figuraba en su apellido desde hacía cientos de años, aunque Wolfgang había prescindido de ella porque, según me explicó Bambi, no le parecía muy adecuada en las cuestiones profesionales. Su vida, tal como la describía ella, era idílica en comparación con la mía, hasta que se involucraron con la familia Behn.
Resultó que Bambi había sido la protegida de tío Laf durante más de diez años, desde que ella contaba quince. Cuando todos se dieron cuenta del talento que tenía y él le ofreció pagarle los mejores profesores y organizar su educación y preparación él mismo, la familia de Bambi tuvo que dejarla vivir con Laf en Viena. Wolfgang solía visitar ahí a su hermana, de modo que la afirmación de Laf de que apenas lo conocía no podía ser cierta.
Pero hacía sólo siete anos sucedió algo que cambió esta limitada relación familiar. Tras terminar los estudios, Wolfgang empezó a trabajar como asesor de la industria nuclear, un empleo que lo obligaba a viajar fuera de Viena cada vez más a menudo. Y un día, al volver de un viaje, Wolfgang fue a visitar a su hermana en el apartamento de tío Laf con vistas al Hofburg. Wolfgang contó a Laf y a Bambi que iba a dejar su trabajo por un puesto en la Organización Internacional de Energía Atómica. Quería invitarlos a ambos
a c
omer a un restaurante cercano para celebrarlo.
—Después del almuerzo —dijo Bambi—, Wolf preguntó si nos apetecía ir con él al Hofburg. Nos llevó a la
Wunderkammer
para ver las joyas y después visitamos las famosas colecciones de la antigua Éfeso que se exhiben ahora en ese museo, y también el
Schatzhammer
para ver el
Reichswaffen.
—A ver la colección de armas reales —intervine.
No había olvidado la historia que Laf me había contado en la piscina ese mediodía sobre su visita, hacía más de setenta y cinco años, a esas mismas salas del Hofburg, en compañía de Adolf Hitler.
— ja—
confirmó Bambi—. Mi hermano nos llevó a ver una espada y una lanza y le preguntó a tu tío: «¿Sabíais Pandora y tú lo de los objetos sagrados?»
Pero Lafcadio no respondió, de modo que Wolf explicó que él mismo llevaba tiempo interesado en esos objetos. La historia era de sobra conocida en Nuremberg: Adolf Hitler había sacado muchos de esos objetos del tesoro imperial en Viena, como por ejemplo, la insignia del Primer Reich, la corona imperial, el orbe y el cetro, la espada imperial, y otros más, y los había llevado al castillo de Nuremberg. Fue lo primero que hizo Hitler después de, ¿cómo se dice?, el
Anschluss.
—La anexión de Austria por Alemania en 1938 —la informé.
¿Había sido pura coincidencia que sólo un año atrás, en marzo de 1988, en el cincuenta aniversario de ese mismo acontecimiento, tía Zoé llegara a Viena con sus compañeros «pacificadores» de la Segunda Guerra Mundial y conociera a Herr doctor Wolfgang K. Hauser? No me lo pareció, sobre todo cuando Bambi me contó que Laf no quiso saber nada más de Wolfgang y se había negado a volverlo a ver o a dejarlo entrar en la casa después de que insistiera en que, si Pandora había mantenido ese piso tan caro en Hofburg durante la guerra y había seguido actuando en la Opera de Viena, tenía que ser porque sabía algo importante acerca de los objetos sagrados. Algo que los conectaba con Nuremberg, puede que incluso con Hitler.
—Tú y Wolfgang crecisteis en Nuremberg, donde se juzgó a todos los nazis tras la guerra. ¿Acaso se mencionaron esos objetos en las vistas?
—No lo sé —respondió Bambi, con un codo apoyado en la mesa para mantener el equilibrio—. Los juicios de Nuremberg, la guerra, todo sucedió antes de que Wolfgang y yo hubiéramos nacido. Pero incluso después de la guerra, todo el mundo en Nuremberg sabía lo de las reliquias. Las guardaban en una sala del castillo. Hitler creía que eran sagradas y que poseían poderes misteriosos relacionados con los antiguos linajes alemanes. Hitler tenía un piso en Nuremberg, donde se alojaba cuando iba de visita para asistir a los mítines. El piso estaba cerca del centro de la ciudad, al lado de la Ópera, y las ventanas daban al castillo, de modo que desde la habitación podía mirar el lugar donde reposaban los objetos sagrados. Muchas veces se mostraban en esos grandes mítines políticos del Partido Nazi, en el campo del zepelín. Permanecieron en Nuremberg y no fueron devueltos a Austria hasta después de finalizada la guerra.