Read El cielo es azul, la tierra blanca Online

Authors: Hiromi Kawakami

Tags: #Drama, Romántico

El cielo es azul, la tierra blanca (16 page)

BOOK: El cielo es azul, la tierra blanca
9.86Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Me recuerda a Bashô —observó. Yo ya no tenía fuerzas para responder. Sólo fui capaz de mover la cabeza de arriba abajo—. Bashô es el autor de un haiku que dice: «Se oscurece el mar. | Las voces de los patos | son vagamente blancas» —me aleccionó el maestro en mitad de la noche, sin dejar de escribir—. Se podría decir que el haiku que hemos escrito entre tú y yo, Tsukiko, está inspirado en el estilo de Bashô. Tiene una rima irregular y llamativa. No podríamos decir «Se oscurecen las olas | son vagamente blancas | las voces de los patos». En ese caso, el verso «son vagamente blancas» podría referirse tanto a las olas como a las voces de los patos. Colocando el verso «son vagamente blancas» al final, el haiku gana mucha vitalidad. ¿Está claro? Lo entiendes, ¿verdad? ¿Por qué no intentas escribir uno, Tsukiko?

Puesto que no tenía nada mejor que hacer, me senté al lado del maestro y me puse a escribir. ¿Cómo habíamos llegado a aquella situación? Ya eran más de las dos de la madrugada. Y ahí estaba yo, sin saber cómo, contando sílabas con los dedos y escribiendo poemas mediocres como: «Al atardecer | una polilla en la luz. | Parece triste».

Escribía llena de indignación. Era la primera vez en mi vida que lo intentaba, pero los versos me salían sin pensar. Escribí diez, doce, veinte poemas. Al final estaba tan cansada, que apoyé la cabeza en el futón del maestro y me tumbé encima del tatami. Cuando se me cerraron los párpados, no fui capaz de volver a abrirlos. En vez de despertarme, el maestro me acomodó en el futón y me dejó dormir. No recuerdo nada más. Sólo sé que, al despertar, oí el murmullo de las olas y vi la luz que inundaba la habitación a través de una rendija de la cortina.

Sentí una sensación de asfixia y giré la cabeza. El maestro estaba durmiendo a mi lado. Yo tenía la cabeza apoyada en su brazo. Ahogué un grito y me levanté precipitadamente. Salí corriendo hacia mi habitación, con la mente en blanco. Me dejé caer en el futón, me levanté de un salto, di un par de vueltas por la habitación, abrí y cerré las cortinas, me tumbé en el futón, tiré del edredón hasta cubrirme la cabeza, me levanté por segunda vez y regresé a la habitación del maestro sin pensar. Las cortinas estaban cerradas y el maestro se hallaba tumbado en la penumbra, esperándome con los ojos abiertos.

—Ven, Tsukiko —me dijo tiernamente, echando el edredón hacia atrás.

—Vale —susurré. Me tumbé a su lado y lo sentí muy cerca.

—Maestro —musité, hundiendo la cabeza en su pecho.

Él besó mi pelo una y otra vez. Me acarició los pechos, al principio por encima del kimono y luego por debajo.

—Tienes unos pechos muy bonitos —me dijo en el mismo tono que había usado la noche anterior para analizar el poema de Bashô. Solté una risa ahogada, y él también rió—. Son muy bonitos. Eres encantadora, Tsukiko —añadió, mientras me acariciaba el pelo una y otra vez. Los ojos se me cerraban de sueño.

—Me quedaré dormida, maestro —le advertí.

—Pues vamos a dormir, Tsukiko —me respondió.

—Es que no quiero dormir —murmuré, incapaz de abrir los párpados. Era como si la mano del maestro provocara un efecto somnífero en mí. Quería decirle que no me dejara dormir y pedirle que me abrazara, pero la lengua me pesaba demasiado y sólo conseguí farfullar—: No quiero… dormir. No quiero. No.

Al cabo de un rato, dejó de acariciarme y empezó a respirar de forma acompasada.

—Maestro —lo llamé, reuniendo mis últimas energías.

—Tsukiko —susurró.

Cuando estaba a punto de dormirme, oí los gritos de las gaviotas que sobrevolaban el mar. Ni siquiera fui capaz de abrir la boca para decirle al maestro que no se durmiera. Arropada entre sus brazos, caía en un profundo abismo. Estaba desesperada. Me sentía arrastrada hacia un sueño que estaba muy lejos del sueño del maestro. Las gaviotas graznaban bajo las primeras luces del alba.

MAREA BAJA. UN SUEÑO

O
í un susurro en el exterior y abrí la ventana. Era un alcanforero. Parecía estar diciendo «¡Ven, ven!». O tal vez: «¿Quién eres?». Asomé la cabeza a la ventana y contemplé la escena. Una bandada de pajaritos revoloteaba entre las ramas del árbol. Volaban tan deprisa que no podía identificarlos. Sabía dónde estaban porque las hojas se movían a su paso.

Recordé que, en cierta ocasión, también había visto pájaros en los cerezos del jardín del maestro. Aquella noche oí un aleteo que cesó de repente. Los pajaritos del alcanforero no dejaban de batir las alas ni por un momento. Cada vez que se movían, el árbol susurraba como si los invitara a acercarse.

Llevaba un tiempo sin ver al maestro. Seguía yendo a la taberna de Satoru, pero no lo veía sentado en la barra como de costumbre.

Mientras los pájaros agitaban las ramas del alcanforero y el árbol susurraba «¡Ven, ven!», decidí que aquella noche iría a la taberna de Satoru. La temporada de las habas había terminado, pero seguro que habría brotes de soja verde. Los pajaritos seguían aleteando entre el follaje.

—Tofu frío, por favor —pedí, y me senté en uno de los extremos de la barra.

El maestro no estaba. Recorrí la taberna con la mirada, pero tampoco estaba en las mesas. Pedí una cerveza. Cuando llegó la hora del sake, el maestro aún no había aparecido. Se me ocurrió ir a su casa, pero me pareció una intrusión en toda regla. Ensimismada en mis pensamientos bebí un vaso de sake tras otro, hasta que tuve sueño.

Fui al servicio. Mientras estaba sentada, miré al exterior a través de un ventanuco. Me acordé de un poema que hablaba de lo triste que era ver el cielo azul desde la taza de un váter. En efecto, aquella ventana me hizo sentir triste.

Cuando al fin había decidido que iría a visitar al maestro a su casa, salí del servicio y ahí estaba. Había un taburete libre entre él y yo. Estaba sentado con la espalda tan recta como siempre.

—Aquí tiene su tofu frío.

El maestro cogió el tazón que Satoru le tendía por encima de la barra y aliñó el tofu cuidadosamente con salsa de soja. Cogió un trocito con los palillos y se lo llevó a la boca.

—Delicioso —dijo, volviéndose hacia mí.

Me dirigió la palabra sin haberme saludado, como si reanudara una conversación que habíamos dejado a medias.

—Lo he probado antes —respondí.

El maestro asintió.

—El tofu es un alimento delicioso.

—Sí.

—Me gusta hervido, frío, cocido y frito, se puede comer de mil formas diferentes —dijo de un tirón. Luego se llevó el vaso a los labios.

—¿Le apetecen unas copas, maestro? Llevábamos mucho tiempo sin vernos —dije, y le rellené el vaso.

—Vamos a beber, Tsukiko —aceptó.

Aquella noche bebimos mucho. Bebimos como nunca.

¿Qué eran aquellas agujas que se divisaban en el horizonte? ¿Eran barquitas navegando hacia mar abierto?

El maestro y yo nos quedamos mirando fijamente las barquitas. Al cabo de un rato noté que se me secaban los ojos y desvié la mirada, pero el maestro no apartaba la vista del mar.

—¿No tiene calor, maestro? —le pregunté.

Negó sacudiendo la cabeza.

Me pregunté dónde estábamos. Habíamos estado bebiendo sake. Ni siquiera recordaba cuántas botellas habíamos tomado.

—Son almejas —murmuró el maestro. Apartó la mirada del horizonte y la depositó en la playa. En la arena había mucha gente que aprovechaba la marea baja para recoger marisco.

—Ya no es época de recoger marisco, pero parece que aquí todavía se puede encontrar —añadió.

—¿Dónde estamos, maestro? —le pregunté.

—Otra vez aquí —me respondió.

—¿Otra vez? —repetí.

—Otra vez —afirmó—. Vengo aquí de vez en cuando. Me gustan más los berberechos que las almejas.

Quería preguntarle dónde estaba ese lugar donde venía de vez en cuando, pero él siguió hablando antes de que pudiera formular la pregunta.

—Yo prefiero las almejas —le respondí, dejándome llevar.

Las aves marinas graznaban y sobrevolaban la playa. Con mucho cuidado, el maestro dejó encima de una roca el vaso de sake que tenía en la mano. Estaba lleno hasta la mitad.

—Bebe si quieres, Tsukiko —me dijo.

Me miré la mano y me di cuenta de que yo también tenía un vaso de sake. Estaba casi vacío.

—Cuando hayas terminado, ¿podré utilizarlo como cenicero?

Apuré el vaso de un trago.

—Gracias.

El maestro cogió el vaso y tiró la ceniza del cigarrillo que se estaba fumando. Las nubes vaporosas recorrían el cielo. De vez en cuando, las voces de los niños nos llegaban desde la playa. «¡He encontrado uno enorme!», decían.

—¿Dónde estamos?

—No lo sé —repuso el maestro mirando al mar.

—¿Hemos salido de la taberna de Satoru?

—Puede que no.

—¿Cómo?

Mi voz sonó tan estridente, que me sorprendí a mí misma. El maestro seguía contemplando el mar, absorto. La brisa era húmeda y salada.

—A veces vengo aquí, pero es la primera vez que vengo acompañado —dijo con una amplia sonrisa—. O quizás sólo me lo parece.

El sol brillaba intensamente. Las aves marinas alborotaban en el cielo. Parecían estar diciendo: «¡Ven, ven!». Sin saber cómo, en mi mano había aparecido otro vaso de sake. Estaba lleno. Lo apuré de un trago, pero no noté los efectos del alcohol.

—Así es este lugar —murmuró el maestro para sí—. Vuelvo enseguida —anunció, y los contornos de su silueta empezaron a difuminarse.

—¿Qué ocurre? —inquirí.

Su cara adoptó una expresión triste.

—No te preocupes, volveré —me aseguró.

Acto seguido, desapareció sin dejar rastro. El cigarrillo que se había fumado también se desvaneció. Recorrí andando unos cuantos metros en todas direcciones, pero no lo encontré. Lo busqué entre las rocas, pero tampoco estaba. Resignada, me senté encima de una roca. Bebí el sake de un trago. Dejé el vaso vacío en la piedra y desapareció en cuanto aparté la vista, del mismo modo que el maestro se había esfumado. Así era aquel lugar. En mi mano iban apareciendo vasos de sake. Yo bebía con la mirada perdida en el horizonte.

Tal y como había prometido, el maestro volvió.

—¿Cuántos vasos llevas ya? —me preguntó, mientras se me acercaba por detrás.

—Ni idea.

Estaba un poco borracha. El alcohol siempre hacía efecto, incluso en un lugar como aquél.

—Ya estoy aquí —dijo el maestro con brusquedad.

—¿Ha vuelto a la taberna de Satoru? —le pregunté.

Sacudió la cabeza.

—He vuelto a casa.

—Ah. Ha sido muy rápido.

—Aunque parezca mentira, los borrachos somos criaturas muy caseras —anunció el maestro con aire solemne.

Me eché a reír y derramé todo el sake encima de la roca.

—¿Me pasas el vaso vacío, por favor?

El maestro estaba fumando, como antes. En la taberna no fumaba casi nunca, pero en aquel lugar siempre tenía un cigarrillo encendido entre los dedos. Echó la ceniza en el vaso.

La mayoría de la gente que estaba en la playa llevaba sombrero. Recogían marisco en cuclillas y todos miraban en la misma dirección. Tenían una pequeña sombra en el trasero.

—¿Por qué lo harán? —preguntó el maestro, aplastando el cigarrillo contra el borde del vaso.

—¿A qué se refiere?

—A eso de recoger marisco.

De repente, el maestro apoyó la cabeza y las manos en la superficie de la roca e hizo el pino. Como la piedra tenía un poco de pendiente, su cuerpo se inclinó. Se tambaleó durante un momento y enseguida recuperó el equilibrio.

—Lo querrán para cenar —aventuré.

—¿Crees que van a comerlo? —preguntó el maestro.

Su voz llegaba desde abajo.

—Quizás quieran adoptar un berberecho como animal de compañía.

—¿Un berberecho?

—Cuando era pequeña tenía caracoles.

—Tener caracoles es relativamente normal.

—¿Y qué tiene de raro tener berberechos?

—Los caracoles no son marisco, Tsukiko.

—Es cierto.

El maestro seguía haciendo el pino. Ya no me parecía extraño. Así era aquel lugar. Me acordé de su esposa. No la había conocido, pero me acordaba de ella a través del maestro.

Su mujer era una buena prestidigitadora. Había aprendido a dominar los juegos de manos: desde los más sencillos, que consistían en hacer desaparecer una bolita roja entre los dedos, hasta los más complejos, que se hacían con animales. No actuaba delante de la gente. Practicaba en casa, siempre sola. Muy de vez en cuando le enseñaba al maestro un nuevo truco que había aprendido. Él sospechaba que su mujer dedicaba días enteros a ensayar. También sabía que tenía conejos y palomas encerrados en una jaula, pero los animales que usan los prestidigitadores son más pequeños y tranquilos que los demás, de modo que al maestro no le costó olvidar su presencia en la casa.

Un día, el maestro tuvo que ir al centro de la ciudad a hacer unos recados, y vio a una mujer idéntica a su esposa que caminaba en su dirección. Sólo se diferenciaban en la ropa y en los gestos. Llevaba un vestido llamativo que le dejaba los hombros al descubierto. Iba del brazo de un hombre barbudo, ataviado con un traje chillón que le daba muy poca credibilidad. La mujer del maestro era un poco caprichosa, pero nunca le había gustado llamar la atención. Por eso el maestro llegó a la conclusión de que no podía ser su esposa, sino una mujer que se le parecía, y apartó la mirada.

La mujer y el hombre barbudo se acercaban rápidamente. El maestro no pudo evitar dirigirles una última mirada. Ella rió. Su risa era idéntica a la de su esposa. Mientras reía, sacó una paloma del bolsillo y la depositó en el hombro del maestro. A continuación, sacó un pequeño conejo del escote y lo colocó en el otro hombro. El conejo se quedó inmóvil, como una estatuilla. El maestro también estaba petrificado. Finalmente, la mujer sacó un mono de debajo de la falda y lo colgó de la espalda del maestro.

—¿Cómo estás, cariño? —dijo tranquilamente.

—¿Eres tú, Sumiyo?

—¡Quieta! —le ordenó la mujer a la paloma, que no dejaba de aletear.

No respondió a la pregunta del maestro. La paloma se calmó. El hombre barbudo y la mujer iban cogidos de la mano. El maestro dejó el conejo y la paloma en el suelo, pero no consiguió quitarse el mono de encima. El barbudo rodeó los hombros de la mujer con el brazo y la atrajo hacia sí. Se fueron sin más y dejaron al maestro sin saber qué hacer con el mono.

—Sumiyo era su mujer, ¿no es así? —pregunté.

El maestro afirmó con la cabeza.

BOOK: El cielo es azul, la tierra blanca
9.86Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Nightfall Over Shanghai by Daniel Kalla
Pitch Black by Leslie A. Kelly
Bittersweet Deceit by Blakely Bennett
Death Glitch by Ken Douglas
THE GIFT by Brittany Hope
Lost Cause by J.R. Ayers
Stepbrother's Kiss by Blake, Penny