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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (29 page)

BOOK: El cebo
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Descubrió que los ojos se le habían humedecido, amenazando todo su laborioso maquillaje. Tomó aire y decidió finalizar los preparativos. Se peinó una vez más el largo pelo castaño oscuro con raya central. Se colgó de los lóbulos pendientes plateados. Cerró las barras de labios y pinturas, hizo acopio de ellas y las introdujo en un bolsillo lateral de la mochila que había dejado en el dormitorio. Regresó al baño y apretó la tecla
«Delete»,
eliminando la grabación con las frases de
Bien está lo que bien acaba,
una de las obras menos representadas y leídas de Shakespeare, aunque a ella le gustaba la historia de Helena, la protagonista, una «cenicienta» que se lanzaba en pos de su verdadero amor a pesar de la diferencia de clases, e incluso de la oposición del mismo hombre al que ama. En su profesión, las conductas de Helena se relacionaban con la máscara de Víctima, pero a Vera le apasionaba por sí misma la fuerza y el arrojo de la heroína:
«¿Qué poder es este, que eleva mi amor tan alto...?».

Volvió al dormitorio y dejó la minigrabadora en un cajón de la mesilla sin mirar los demás objetos de su interior, que tantos recuerdos le traían de Elisa.

Su portátil estaba en la cama, aún encendido. Cerró el texto anotado de
Bien está
y abrió el mapa de distribución de cebos en las áreas de caza del Espectador.

Mientras aguardaba a que la página se cargase, sonrió. Dios, cuánto le gustaba aquel trabajo. No podía evitarlo; le daba miedo y le excitaba a un tiempo. La noche anterior había logrado enganchar en el Circo a un joven borracho que había cruzado la fina línea entre la simple molestia y la agresión. Todavía le daba risa recordar lo fácil que había sido: una simple fantasía de Vaughn para liberar su inconsciente y moderar su deseo, mientras adoptaba una postura de Ulrich. Tan s
olo
. Fue
guai
ver la cara del chico babeante de...

Quedó petrificada.

Esta vez lo había oído muy claro: era el chirrido de una puerta.

Dentro de su apartamento.

La ansiedad le secó la boca. Se dirigió al salón. Con el rabillo del ojo distinguió una figura demencialmente provocativa moviéndose en la pared, y demoró más de lo admisible en percatarse de que se trataba de ella misma reflejada en el espejo de la sala.

A primera vista, el salón estaba como lo había dejado: la pequeña mesa de centro, las butacas, los pósters de sus cantantes favoritos, los restos de una cena apresurada sobre la mesa grande. Más allá, el breve pasillo de entrada y, a la izquierda, la cocina, cuyo interior no podía vislumbrar desde donde se encontraba.

Recordó que la puerta de la cocina chirriaba; Elisa le había dicho más de una vez que tenían que avisar a un técnico, porque no se solucionaba con lubricantes.

La cocina.

No podía haber sido el viento, todas las ventanas de la casa se hallaban cerradas.

Había
alguien.
Incluso se creía capaz de trazar un plano mental de su recorrido: «Entró en casa cuando me estaba maquillando... Ese fue el primer ruido que oí. Se escondió en la cocina, y al querer cerrar la puerta...».

El corazón le latía fuertemente mientras debatía consigo misma sobre qué hacer.

Al pronto pensó en llamar a la policía, pero enseguida descartó la idea. Qué caramba, ella era un cebo. Ni todo un destacamento de policías era tan peligroso como ella, menos aún si se encontraba disfrazada. Unos gestos de Víctima dejarían clavado a un supuesto ladrón el tiempo suficiente como para intentar engancharlo.

No tenía nada que temer: era el intruso quien debía cuidarse.

Se obligó a avanzar. El silencio era enorme. Cruzó el salón y advirtió que la puerta de la cocina estaba abierta. Recordaba haberla dejado así, pero una alarma recién nacida de su joven instinto empezó a aullar en su cabeza advirtiéndole que, pese a la apariencia, el individuo que sin duda aguardaba oculto allí dentro
quería
que ella creyese que no había nadie.

«El Espectador», pensó de repente, y sintió como si un reguero de agua helada bajara por su espalda. Pero aquel asesino jamás capturaba en las casas, los ordenadores no las ofrecían como áreas posibles,
que ella supiera.
Era absurdo suponer que...

Entonces cayó en la cuenta de que no había reparado en lo más banal.

Echó un rápido vistazo al teclado de alarmas de la puerta. No habían sido desactivadas. No había ningún intruso. Se engañaba.

Respiró con alivio. Sin duda, se había confundido con algún ruido procedente del apartamento contiguo. «Dios, realmente estoy nerviosa...»

Más tranquila, recorrió el trecho que le quedaba hasta la cocina, y su sombra se proyectó en el umbral. No vio a nadie. Bien era verdad que la cocina formaba una ele, con un recodo aún oculto donde se hallaba la lavadora, un espacio muy reducido, pero suficiente para albergar a una persona.
El último escondrijo posible.
Movió un poco la puerta y oyó el típico chirrido. Antes no podía haberse movido por sí sola. Volvió a asustarse.

—¿Quién es? —preguntó al vacío. Se sintió estúpida hablando allí de pie, sin atreverse a entrar en su propia cocina.

«No entres —le dijo su instinto—. Huye. Vete de aquí.»

Pero era absurdo. ¿Cómo podía haber alguien allí escondido? ¿Cómo había accedido a su casa sin desactivar las alarmas? ¡Por Dios, no había nadie, estaba segura!

O casi.

Decidió entrar. Antes, como buen cebo, se preparó mentalmente para ejecutar el teatro que la salvaría de cualquier improbable agresión.

Con la máscara de Víctima lista, alargó la mano, encendió la luz y entró.

21

Una cosa era cierta: jamás habría vuelto a la granja de no haber sido por Vera.

Pero la llamada de Miguel hizo polvo todas mis dudas al respecto. Fue como una ducha helada: me renovó, me puso en marcha, me dejó insensible.

«Desaparición» era justo la palabra que yo no quería escuchar asociada al nombre de Vera, pero en este caso no había otra manera de expresarlo. Sencillamente, un minuto antes estaba en su apartamento preparándose para salir a cazar, y un minuto después fue como si la tierra se la hubiese tragado. Incluso se perdió la señal de su transmisor subcutáneo. A los imbéciles de turno que vigilaban desde Los Guardeses no les llamó la atención esto último, pues suponían que Vera había «probado el cacharro», y que volvería a activarlo al llegar al área de caza. Pero ni siquiera había constancia de que hubiese llegado al Circo. Las llamadas a sus varios teléfonos resultaron infructuosas. Un registro urgente también; la puerta no había sido forzada, las alarmas funcionaban, no había signos de lucha. A lo largo de la mañana se buscarían huellas y se interrogaría discretamente a los vecinos.

—Padilla ha montado un dispositivo de búsqueda monumental —había añadido Miguel. Recalcó—:
Mo-nu-men-tal,
cielo... Solo esperan la luz verde de Álvarez para ponerlo en marcha, pero se encuentra de viaje... Me refiero a Álvarez. Están intentando localizarlo. ¿Sigues ahí?

—Sí. —Yo lo escuchaba desde la cama, con la vista fija en el techo.

—Nos preguntábamos si... si Vera te dijo algo acerca de... Bueno, de marcharse a algún sitio, no sé. Es tan impulsiva... ¿Recuerdas algo?

—No, no me dijo nada.

Silencio.

—Cielo, ¿estás bien? ¿Quieres que vaya a verte?

—Estoy bien, gracias. Y no, no vengas. Ya te llamaré. Miguel no había renunciado a su desesperado intento de animarme.

—Los
perfis
dicen que es
posible
que no haya sido el Espectador. El apartamento de cobertura de Vera no es un área de caza, ya sabes.

«Pero puede haberla seguido hasta allí, si la vio en el Circo la noche anterior», pensé. También podía haber cambiado de estrategia o de áreas, debido a la colaboración con aquel «empleado» que Gens suponía que era su hijo. Fuera como fuese, sabía que Miguel intentaba darme falsas esperanzas, igual que yo había hecho con Vera aquella misma mañana. Me limité a seguir inmóvil, oyéndolo.

—Además, en el peor de los casos, Vera podría ser el cebo ideal para eliminarlo... Créeme, cielo, todo saldrá bien.

—Vale. Gracias.

A lo largo de mi entrenamiento, algunas pruebas por las que había pasado no requerían de mi inteligencia, mi memoria, mi destreza, mi fuerza física o siquiera de mi voluntad para superarlas. Solo me exigían
aguantar.
Lisa, llanamente, que el tiempo transcurriese, tictac, tictac, y ese dolor o placer insoportables —no pocas veces una mezcla de ambos— cediera al fin. Mientras Miguel trataba de consolarme hice igual. No especulé con lo sucedido. No me desahogué. No apreté los dientes ni contraje los músculos del cuerpo. Tan solo
aguanté,
la vista fija en el techo.

¿Y ahora, devochka? Ahora sí que te vas a reír.

Mi viaje a la granja formó parte del mismo ejercicio: pisar el acelerador y aguantar. Salí al mediodía, tras realizar otra extenuante exhibición en casa. Me di una ducha, preparé todo lo que pensaba llevarme, bajé al aparcamiento de mi bloque, cogí el coche, pisé el acelerador y me dio la impresión de que no lo solté hasta llegar a mi destino. Fue un trayecto poco memorable. El cielo gris descargaba a ratos, como sin ganas, pequeñas ráfagas de lluvia. Mientras conducía, pensaba en Vera. Estuve pensando en ella durante la hora aproximada que duró el viaje.

La granja se hallaba a unos ochenta kilómetros al suroeste de Madrid, en una zona despoblada tras la bomba atómica del 9-N. El lugar no había sufrido los efectos directos de la explosión nuclear, pero el gobierno decidió evacuarlo debido al riesgo de radiación. Suburbios, industrias y parcelas agrícolas quedaron abandonados. Y cuando el peligro pasó, los propietarios se mostraron renuentes a regresar. Hubo indemnizaciones, y hasta un ambicioso plan de reconstrucción con ayuda de la Unión Europea, postergado una y otra vez por interminables debates y vaivenes electorales. El resultado de todo ello fue que, varios años después, aquellas tierras se habían convertido en una especie de gran pueblo fantasma con casas y fábricas en ruinas, lugar más que apropiado para instalar el recinto a la vez clausurado y abierto que Gens requería, el monasterio perfecto para sus jóvenes novicios.

Aún hoy me cuesta hablar de la granja. Supongo que he acabado aceptando que se trató de un período indispensable de mi trabajo, y el hecho cierto es que
me gustaba
mi trabajo. Supongo, igualmente, que los cebos profesionales aprendemos a separar la razón de los deseos, y que en la brecha que se abre entre ambos solo la fuerza de voluntad puede tender un puente. Pero mi ser racional, todo lo que no constituía mi psinoma, se rebelaba indignado ante los recuerdos de las experiencias pasadas allí durante mi formación. Siempre agradecí que el entrenamiento se moderara tras la ausencia de Gens, y que mi hermana no hubiese tenido que vivir aquella indignidad.

Gens despreciaba los teatros oficiales. Muchas máscaras, afirmaba, debían ser aprendidas en aislamiento absoluto y con cierta sensación de indefensión. No pocas veces nos hacía ensayar en alta mar, a bordo de su velero, durante inhóspitas travesías; o en su casa de Barcelona, en la que solo él dictaba las normas. Pero añoraba un ambiente único, apartado y a la vez cercano, donde «sus cebos» se sintieran realmente vulnerables. De modo que cuando eligió aquella granja en ruinas en la zona «fantasma», varios espinazos se doblaron en rápidas reverencias y varias manos se apresuraron a firmar documentos. Eran otras épocas, claro; tiempos de asombro y pánico ante lo que el odio y la locura del «enemigo común» podían llegar a provocar. Entregar una casa apartada y un puñado de adolescentes al doctor Gens para proteger el país no tuvo que costar más a los altos cargos para quienes Álvarez trabajaba que a las autoridades nazis la decisión de ceder laboratorios y niños judíos al doctor Mengele. A fin de cuentas, unos y otros quedaban exculpados, pues eran tan solo rostros anónimos de burócratas que se turnaban con los sucesivos cambios de administración. Si alguna culpa había, sería de Gens; el resto se llamaban «responsabilidades políticas», siempre fáciles de asumir mediante dimisiones. En cuanto a las vejaciones que sufrimos en aquel lugar los jovencitos imberbes a quienes Gens seleccionó para el entrenamiento especial, supongo que lo calificarían de «daño colateral».

El ordenador se ocupó de guiarme a través de la carretera de Extremadura, salida tal, desviación tal, comarcal, vereda. Y al divisarla en medio de los desolados campos manchegos, como tantas otras veces me había ocurrido en los autocares donde nos llevaban a ella, al final de un camino lleno de barro por las lluvias recientes que discurría entre matorrales y promesas urbanísticas, sentí una punzada de angustia pero también un
subidón
de adrenalina pura; después de todo, aquel era el decorado de las superproducciones de muchas de mis pesadillas.

Tras el bailoteo incesante de los neumáticos sobre el barro, paré el motor en el terreno de acceso y, todavía dentro del coche, contemplé el panorama. Dos cobertizos de tejado ondulado, paredes de piedra con ventanas sin cristales, un viejo molino reconvertido en una especie de torre desmochada para servir de decorado. No diré que eso era todo lo que quedaba, porque eso era lo que había sido siempre. En verano, o cuando Gens lo decidía aunque fuese pleno invierno, ensayábamos en aquel lugar pavoroso que se ofrecía a mi vista. Las demás ocasiones bajábamos a los sótanos, construidos aprovechando una vieja bodega, donde la atmósfera estaba caldeada con climatizadores, pero donde los ejercicios resultaban bastante más duros.

Mientras miraba todo aquello con una especie de estúpida curiosidad, me preguntaba qué hubiese dicho Gens de haber venido conmigo. Quizá: «Alégrate, Diana Blanco, alégrate: este lugar te convirtió en uno de los mejores cebos del país». Puede que fuese cierto, pero no experimentaba la menor alegría por ello. Y en cualquier caso, no había regresado a la granja por nostalgia.

«¿Es aquí donde tengo que esperarte? —le dije mentalmente a mi objetivo, mi presa, mi pasión secreta—. ¿Vendrás a mí
babeando,
estés donde estés, con tu
niño
o sin él?» No lo creía, pero no me quedaban más opciones que confiar en Gens. Y de repente pensé que si aquel montón de sufrimientos elaborados con viejos pedruscos me servía ahora para salvar a mi hermana, entonces, oh, por supuesto que sí, profesor...

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